sábado, 28 de diciembre de 2019

¡Santos inocentes!

Imagen
Como hoy, ese año el 28 de diciembre cayó en sábado.

Todavía no eran las ocho de la mañana, pero la tía bisabuela estaba despierta desde hacía más de dos horas. Traviesa e ingeniosa como ella sola, tuvo una idea. Así que fue al cuarto donde dormía plácidamente su sobrina bisnieta y le dijo:
- Hijita, hijita...

Cuando la sobrina despertó a medias, la tía bisabuela le dijo muy seria:
- Te llama tu amiga, la que vive en Francia.

La sobrina se levantó de un salto. Esa amiga muy querida tenía años de vivir en Francia y años de no venir de visita. En tiempos de cartas y llamadas de larga distancia, las comunicaciones que recorrían fronteras no eran fáciles ni baratas. Así que había que correr para aprovechar hasta el último segundo de la llamada.

Cuando la sobrina estaba a punto de tomar el teléfono, que la tía bisabuela había dejado descolgado, un grito que vino de atrás la sobresaltó:
- ¡Santos inocentes!

La tía bisabuela comenzó a reír, la sobrina quedó un momento con el teléfono en la mano sin entender nada. Hasta que se dio cuenta de la fecha.

Así que santos inocentes, ¿no? Ahora vas a ver, pensó.

Resignada a no volver a dormir, se levantó y fue a tomar desayuno. Mientras tanto, su cerebro pensaba y pensaba...

De repente, la sobrina preguntó por su mamá y la tía bisabuela le dijo que salió temprano a hacer varios encargos. "Tempranito mejor, hijita, así no hay gente. Ya sabes cómo son estos días de Navidad y Año Nuevo, todos corren".

"Sí, pues", pensó la sobrina.

Al cabo de un rato, la sobrina bajó las escaleras hacia la cocina, el reino indiscutible de la tía bisabuela. Estaba apurada, casi gritaba:
- Tía, tía, saca tu carrito de compras. Ahí viene mi mamá con el pavo que le regalaron en su trabajo. Anda haciendo sitio en la refrigeradora mientras yo traigo el pavo del carro. Haz bastante espacio, mejor, es un pavo grande.

Tan grande fue la impresión que la tía bisabuela ni siquiera se detuvo a pensar cómo la sobrina tenía todos esos datos. Se limitó a renegar:
- Pero si ya habíamos hablado que iba a esperar hasta la próxima semana para traer el pavo. Pero si ya le había dicho que mejor pasaran unos días antes de cocinar de nuevo algo complicado. Pero si ya le había dicho que mejor lo guardáramos para su cumpleaños. Pero si ya habíamos quedado en que...

Sus cavilaciones fueron interrumpidas por una carcajada y un grito de la sobrina:
- ¡Santos inocentes!
- Ay, esta muchacha...
- Ay, esta tía bisabuela.
--------------
A todos mis lectores, que 2020 venga mejor que 2019 en todos los aspectos. Nos leemos el próximo año.

domingo, 1 de diciembre de 2019

Cuando un misterio se resuelve

Imagen
Como todos los días, el panadero se instaló con su carrito lleno de panes recién horneados en la esquina de siempre. Es su rutina diaria, a las 6:30 de la mañana recoge el pan en la panadería, lo dispone ordenadamente en su carrito especial y parte a la esquina de siempre. Sus clientes ya saben que lo encuentran ahí desde antes de las 7:00 a.m.

Tras años de hacer lo mismo todos los días, ya sabe dónde va el pan francés, dónde el pan de yema y el coliza, y todos los demás de manera tal que casi despacha el pan a ojos cerrados. Es que a esa hora, los clientes no esperan. Solamente tienen el desayuno con pan caliente en mente.

Una vez instalado, no pasa mucho rato antes de que llegue el primer comprador. Ni bien lo ve acercarse, ya sabe que va a pedir cuatro panes franceses y cuatro integrales. Ya sabe que le va a pagar con una moneda de cinco soles, ya sabe que tiene que tener preparados los tres soles de vuelto.

Desde que comenzó la reticencia al plástico, son muchos los clientes que llegan con bolsas de tela especiales para pan. Poco a poco, así como sabe las preferencias de casi todos los compradores habituales, empieza a reconocer las bolsas de tela: roja la del señor que va a comprar elegantemente vestido y perfumado ("¿a qué hora se levantará para ver tan pulcramente vestido?", se decía el panadero al verlo aparecer), con flores la de la señora que sale de su casa con pijama y todo directo a comprar el pan. De vez en cuando detecta una bolsa nueva, de vez en cuando alguna bolsa de tela no aparece. El panadero presume olvido por parte del cliente o que la bolsa está recién lavada.

Para lo que no tiene presunción ni conjetura es para la señora que siempre compra dos panes franceses, pero que con frecuencia lo desconcierta con la respuesta de "no, esta vez cuatro", cuando él pregunta "¿dos pancitos?". Es la única persona conocida que varía su pedido diario.

Al panadero le gustaría saber por qué casi siempre son dos panes y por qué con mucha menos frecuencia son cuatro. No sabe si se animará a preguntarle alguna vez.

Y así van pasando los días, que luego son semanas y después meses. Los días lluviosos quedan de lado y empieza a amanecer más temprano y luego vuelven los días húmedos y fríos hasta que regresa el sol y el calor, en un ciclo que se sucede sin parar.

Y así va la señora que casi siempre compra dos panes y muy pocas veces compra cuatro panes.

Hasta que un día:
- Buenos días, seño. ¿Dos pancitos?
- Buenos días. No, hoy son cuatro, por favor. Es jueves, viene la señora que me ayuda en la casa.

El panadero sonríe ante la inesperada solución a su misterio.
---------------------------
Te invito a leer el boletín semanal de Global Voices en Español. Si quieres recibirlo puntualmente todos los domingos en tu bandeja de entrada, entra en el sitio web y haz clic en Boletín en la parte inferior de la página.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

miércoles, 6 de noviembre de 2019

"¿Le puedo deber diez céntimos?"

Imagen
El otro día fui a una heladería grande de las varias que hay en Lima. Pedí el helado más sencillo, el más barato. No es que no quisiera uno grande, era que solamente quería aplacar un antojo rápido.

El precio era S/3.90, poco más de un dólar. Pagué con una moneda de cinco soles. Al momento de darme el vuelto, la cajera me miró con cara de gato de Schreck y me dijo:
- ¿Le puedo deber diez céntimos?

Lo pensé brevemente y le dije: "No, porque si a mí me faltaran diez céntimos para completar el precio, usted no me permitiría que se los debiera".

La moneda de diez céntimos es la de menor valor en circulación en el Perú. Antes teníamos monedas de uno y cinco céntimos, pero poco a poco fueron desapareciendo.

Entonces, la cajera dejó su puesto, entró por un momento a una oficina que tenía atrás y me entregó el vuelto completo.

El incidente me hizo recordar algo ocurrido años antes, en tiempos en que lo único que había por acá era escasez... hasta de billetes. Billetes, porque nuestra moneda andaba tan desquiciada que solamente circulaban billetes. Y con un montón de ceros a la derecha además.

En esos tiempos, para compensar la falta de billetes de poco valor, las tiendas daban vuelto con caramelos: "No tengo billetes chicos, le doy un caramelo para completar el vuelto", decían mucho.

Así fue que me enteré de alguien que, con mucha paciencia, juntó todos los caramelos que la tienda de su barrio le había dado como vuelto en varios días y cuando reunió la cantidad suficiente, fue a la tienda y pretendió pagar con esos mismos caramelos. Por supuesto, el dueño de la tienda se negó a recibirlos, pero recibió como respuesta: "Si usted quiere usar caramelos como sustituto de dinero para dar vuelto, también debe estar dispuesto a usarlo como medio de pago".

El hombre recibió los caramelos. Fue la última vez que usó un medio de pago tan dulce.
------------

Te invito a leer mis más recientes artículos en Global Voices, uno sobre una particularidad de Cartagena de Indias y el segundo sobre una sustentación de tesis en quechua.

miércoles, 23 de octubre de 2019

Historia incompleta

Imagen
Un domingo cualquiera paseas por el malecón que está a una cuadra de tu casa. El lugar está lleno de gente que va y viene, niños que corren, saltan, juegan y gritan. Y turistas, muchos turistas, fácilmente distinguibles porque van por todos sitios con la cámara en la mano, con el plano de las calles en la mano. Y si no están muy lejos, los distingues por la manera de hablar.

No hay un solo espacio en el que no haya movimiento, colores, alegría  con el mar de fondo. Es un animado domingo como tantos otros domingos.

Mientras vas caminando, se te acercan tres chicas. Tienen alegría en la cara, se nota que están contentas con lo que hay a su alrededor.

La más alta toma la palabra y te pregunta si vives por ahí. Le dices que sí y preguntas si las puedes ayudar de alguna manera. La misma chica pregunta cómo llegar a un sitio grande y conocido que queda cerca. Les indicas en el plano que estaban usando sin mucho éxito.

De repente, la que está más lejos, la que se ha limitado a mirar en silencio y no ha hablado nada en todo el intercambio de preguntas e indicaciones, se acerca. Te mira sonriente y te dice: "me encantan tus aretes".

Te llevas la mano a las orejas para ayudarte a recordar qué aretes tienes puestos. Al tacto los reconoces: son cuadrados con varias rayas paralelas de colores. Son vistosos. Son alegres. Sí, son bonitos.

Tomas una decisión de la que sabes que no te vas a arrepentir. Te quitas los aretes, las tres amigas, intuyendo lo que está a punto de pasar comienzan a decir "no, no". Igual, extiendes la mano con el par de aretes y le dices: "son tuyos".

El primer impulso de la chica es seguir negándose a recibirlos. Le insistes, y entonces los acepta con una sonrisa enorme en la cara. Las dos amigas tienen una sonrisa igual de grande. En una confusión de voces agradecen el regalo, la destinataria de los aretes se los pone de inmediato sin dejar de agradecer una y otra vez.

Te abrazan, las abrazas. Dicen que estaban contentas con su visita, pero ahora se van felices y encantadas con tu país.

Cada quien sigue su camino. Todo el intercambio no ha durado más de dos minutos. Te alejas  con una cierta satisfacción y sin dejar de preguntarte cómo seguirá la historia, qué comentarán entre ellas, qué contarán entre su gente al volver a su país, cómo se sentirán ante un giro tan inesperado luego de un simple elogio a unos aretes dicho una tarde de domingo en un lugar desconocido lejos de su hogar.

Nunca lo sabrás.

miércoles, 9 de octubre de 2019

El misterio de los zapatos

Imagen
La mujer llegó temprano a su práctica de baile. No le gusta llamarla clase porque no es que aprenda propiamente. Practica baile como una manera de alejar las tensiones propias de la vida diaria, del trabajo, de la casa. De todo.

Como dicen las reglas del lugar, no puede entrar al salón de baile con los zapatos que se usan en la calle. Al llegar, todos deben descalzarse y entrar con medias o con calzado especial como el que se usa en el ballet.

Pero esto no es ballet. Lo que practican aquí son bailes en parejas, bailes de salón. Lo de bailar descalzos es además una protección contra los pisotones.

De su casa fue caminando al lugar. No tenía prisa, tenía tiempo. Iba con ropa cómoda, remataba el atuendo con unas sandalias que reciben el nombre de chancletas, chanclas o chalas según el país.

Dejó su calzado en los casilleros habilitados para tal fin a la entrada del salón de baile. Una vez adentro, se puso sus zapatos especiales tipo ballet. Apagó su teléfono y esperó a ver con qué estilo los sorprendía la profesora y quién sería su pareja ese día, muy decidida a disfrutar el baile y nada más.

Así pasaron dos horas. Dos horas que volaban. Volaban las horas mientras sus pies se deslizaban al ritmo de la música, atenta siempre a los pasos, a los giros, a las indicaciones de la profesora. Unas veces todo salía bien. Otras, no tanto. La diferencia la hacía la pareja, si el elegido bailaba tan bien como ella, el resultado era perfecto.

Pero nunca se dejaba frustrar por una pareja torpe. Ella iba a pasarlo bien.

Se acercó a donde se dejaban los zapatos. Como siempre, un pensamiento cruzó su mente: "¿y si alguien se había llevado sus zapatos por error?", pensamiento que siempre terminaba descartado pues sus zapatos estaban ahí, esperándola.

Cuando se agachó a buscarlos, no los vio. Revisó en todos los casilleros, por si alguien los hubiera movido de lugar.

Nada.

Preguntó en la oficina si los había dejado ahí, aunque sabía que la respuesta sería no.

Y fue no.

Esperó a ver si los veía en pies ajenos.

Nada.

Se resignó a ponerse el último par que quedó solitario. Se parecían a sus sandalias, pero no eran. Ni siquiera eran de su tamaño.

Por más que averiguó, por más que preguntó, por más que esperó su calzado nunca apareció.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Nostalgia por el terruño

Imagen
Me llegó este texto que expresas una dulce nostalgia por el terruño. Yo no lo escribí, pero asocio estos recuerdos con mis propios de la casa de mi infancia que vienen llenos de olores, sabores y sonidos de esa época aparecen hasta en sueños.
---------------------------------------
VOLVER A VERTE

Cuando vuelva a verte tierra mía
Me envolveré en tus ramajes
Y en la undosa serpiente de tus ríos
Ahogaré mi nostalgia.

Llegaré por el aire
Tramontando las nevadas cordilleras
El frío y la neblina gris
De la ciudad sin sol y sin estrellas.

Me inundaré de colores
Pintaré con tus verdes mis retinas
Con el azul de tus mañanas claras
Y con el rojo sol del mediodía
Que se desmaya en tonos de oro y rosa
Cuando termina el día.

El sol que se deshace en arcoíris
Y la quebrada mansa y cristalina
Donde la cañabrava
Proyecta sombras de grácil danzarina.

Caminaré por calles conocidas
Repitiendo los pasos de mi infancia
Las mismas sombras que dejé en la acera
Saldrán a mi camino.
Y en la rosada aurora
De tus mañanas tibias
Encontraré la paz...
El tiempo detendrá su recorrido.

Ala del corazón, sombra del viento
Quiero volver a verte tierra mía.
-----------------
Ya van casi dos semanas que no veo al señor del paradero sentado en su sitio habitual. Tal vez la razón para su presencia tan temprano quedará siempre en el misterio.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Dieciocho años después...

Imagen
Cómo olvidar lo que el mundo vivió hace exactamente 18 años.

Si lo viviste, no hay necesidad de recordar lo que se reprodujo en millones de pantallas de televisión. Si te lo contaron, tampoco hay necesidad de explicar mucho porque seguro ya has visto las imágenes una y otra vez.

No entraré en detalles de lo que pasó, ni hablaré de las razones, ni las causas, ni las consecuencias. Eso lo dejo a los entendidos.

Voy a hablar de algo que viví tres años después en el mismo lugar de los hechos.

Corría abril de 2004, era la primera vez que iba a Nueva York. Pasé algunos días en casa de una amiga muy querida que en ese tiempo vivía en Nueva Jersey. De su casa, ir a Nueva York era muy fácil, así que casi era una visita obligada.

Tomé el tren como me enseñó mi amiga, hice el cambio en la estación indicada, donde tomé el otro tren que me dejó en Gran Central Station. Ahí estaba yo, en el mismísimo Madison Square Garden, tantas veces mencionado. Y frente a mis ojos, la famosa estación que había visto en tantas y tantas películas y series.

Con un mapa en la mano, fui al encuentro de otra amiga que me indicó cómo llegar a la Zona Cero. Iba a ir sola, era día de trabajo para todos los que estaban en su rutina.

La instrucción era sencilla: tomar no recuerdo qué línea del metro y bajar en la que se había convertido en la última estación desde ese septiembre de hace 18 años. De ahí debía caminar en línea recta. No había pierde.

Pero me perdí.

No sé qué pasó, tal vez salí por la puerta equivocada de la estación. Tal vez fui a la derecha en vez de la izquierda. Me suele pasar, ya estoy acostumbrada y sé qué hacer. Entré a la primera tienda que encontré, pedí indicaciones, que me dieron amablemente.

Estaba a dos cuadras de la Zona Cero. Comencé a recorrer esa distancia.

De repente, una sensación fea me empezó a oprimir el pecho. Me faltaba el aire. Me sentía mareada. No podía respirar. Ni más ni menos que si estuviera a 5000 metros de altura, pero no estaba para nada tan alto. Hasta sentí ganas de dar media vuelta e irme de ahí. Pero no me detuve.

No entendía qué pasaba.

Casi sin aliento seguí caminando hacia donde me habían indicado. Seguía sin entender la razón de tan fuerte malestar repentino.

En eso, levanté la vista. Ante mí estaba la entrada de lo que hasta el 11 de septiembre de 2001 había sido la estación final del metro. En medio de polvo, en grandes letras mayúsculas aún se leía "World Trade Center". A mi derecha, hasta donde alcanzaba la vista, se extendía un enorme terreno en el que se divisaban unos cuantos hombres trabajando.

Ahí lo entendí todo. Tres años después, la energía negativa emanada ese día aún se podía sentir.

Me sobrecogió pensar cuántos lugares en el mundo deben emanar esas mismas sensaciones.

Tremendo, de verdad.

domingo, 1 de septiembre de 2019

Complicidad familiar

Imagen
Esta historia le pasó a la amiga de un conocido. Si bien parece la introducción de una leyenda urbana, estos hechos son reales. Doy fe.

Madre e hija salen del edificio en el que viven y se cruzan con una vecina. Se saludan al paso, y la vecina deja una estela de perfume muy agradable. Madre e hija dicen "qué rico perfume".

Un foquito se prende.

A los pocos días, la hija se encuentra con la vecina y le pregunta el nombre del perfume. Ella promete dárselo a la mayor brevedad posible pues no lo tiene en la cabeza.

Varios días después, la vecina se encuentra con la madre y le entrega un papelito con el nombre del perfume. La madre se lo entrega a la hija.

Cuando la hija vio la marca del perfume, fue grande su alegría. Es justamente donde trabaja su sobrino, así que lo contactó y le contó la historia en tres palabras. Al final, le preguntó si podía comprarlo y la respuesta del sobrino fue "claro, lo que sea por mi abuela". Eso sí, advirtió, no sabía cuánto se demoraría en llegar el pedido. "No importa", fue la respuesta, "como es sorpresa puede llegar en cualquier momento".

La mañana siguiente el sobrino comunica que llegó el pedido. "Qué eficiencia", pensó la hija. "Te lo acabo de mandar con un mensajero en este momento", ofreció el sobrino. Doble eficiencia.

La distancia es corta, así que menos de 15 minutos después la hija tuvo el perfume en sus manos. Feliz con toda la aventura, fue donde la madre y le dijo: "sorpresa, te compré el perfume de la vecina, ese que te gustó, cuyo nombre le pediste".

Sorprendida, contenta, la madre lo abre, lo huele, se lo pone en ese instante, sonríe y dice: "en verdad, le pedí el nombre porque pensé que te había gustado a ti".

¡PLOP!

domingo, 18 de agosto de 2019

El misterio del reloj que se adelanta

Imagen
En mi mesa de noche tengo un reloj despertador que es también radio. Es digital y eléctrico, y se programa con botones que están dispuestos en la parte de arriba.

Lo cierto es que mi reloj se adelanta. Poco a poco, día a día, se adelanta ligeramente. Por lo tanto, es necesario ponerlo a la hora cuando la diferencia con la hora real es muy grande.

No importaba mucho pues ocasionalmente hay que desconectar la electricidad de la casa para algún arreglo o porque la empresa distribuidora nos desconecta el servicio brevemente para algunas reparaciones nocturnas de las que ni nos damos cuenta.

De todas maneras, aparentemente ponerlo en la hora correcta es tarea fácil, solamente hay que ir avanzando en los minutos y para fijarlo en la hora hay que avanzar. Es un reloj que no va hacia atrás, bueno, como todos los relojes. Y como el tiempo.

El detalle es que el mando respectivo es caprichoso. A veces es fácil y con apenas rozarlo avanza diez dígitos. Otras veces, ni apretando con toda fuerza quiere moverse. Con el mando de la hora no hay problema, lo complicado son los minutos.

Es un reloj temperamental.

Así que decidí llevarlo con mi relojero favorito. Le conté la situación y me dijo que le dejara el reloj para revisarlo. Quedamos en que lo recogería esa tarde.

A la hora acordada, el relojero me entregó el despertador arreglado. Me dijo que había limpiado el botón respectivo y que además le había puesto una pila interna de modo tal que aunque no hubiera luz, el reloj no iba a afectarse. Es decir, si no había luz, no habría reloj, pero que iba a iba a seguir avanzando internamente de modo tal que al volver la energía eléctrica, el reloj estaría a la hora.

Del problema del adelanto, no me dijo nada. Y olvidé preguntar.

Dicho y hecho, al llegar a la casa lo enchufé y... ¡el reloj marcaba la hora correcta! No hubo necesidad de pelearme con los mandos. Y me sentí feliz.

Semanas después, vi que el reloj estaba cuatro minutos adelantado. Pero no le di importancia, con la idea de arreglarlo en la siguiente interrupción del servicio... hasta que me di cuenta de que la batería interna conservaría la hora errada al volver la energía eléctrica.

Al cabo de un tiempo, el adelanto era de diez minutos y hasta llegó a los 12 minutos. Opté por la solución del perezoso: simplemente restaba los minutos sobrantes. Y empecé a usar la alarma de mi celular como despertador.

De un momento a otro. los 12 minutos de adelanto pasaron a ser solamente ocho minutos. Ahora está en seis minutos más que la hora real.

A estas alturas, no lo pongo en hora solamente porque me mueve la curiosidad de ver hasta dónde va a llegar el retroceso.

jueves, 8 de agosto de 2019

Réquiem por la mostaza

Imagen
Empezó silenciosamente, pasó casi desapercibido para la mayoría. Pero el camino estaba trazado.

En la mayoría de restaurantes, las salsas siempre están disposición de los comensales, bien sea porque se piden al mozo o porque el propio comensal puede servirse lo que quiera de un lugar designado para tal fin.

Un día, sin previo aviso, las tradicionales opciones de "ketchup, mayonesa, mostaza y ají" se redujeron a "ketchup, mayonesa, y ají". Había que pedirla, no la ofrecían, pero la entregaban sin demora.

Más adelante, había que pedirla pero la entrega no era inmediata. Los mozos desaparecían por el trasfondo del restaurante y tras largo rato regresaban con la mostaza.

Últimamente, la mostaza no existe. Hace poco, no la vi en las salsas a disposición de los comensales. Cuando pregunté si tenían mostaza me dijeron que no, y hasta sentí una mirada de lástima por parte de la vendedora.

¿Por qué se han ensañado con la pobre salsa amarilla? ¿Qué delito cometió para que la hayan borrado así del mapa?

Me dije: no importa, la compraré en el supermercado y la usaré como quiera. Y hasta eso está en peligro ahora, pues los anaqueles respectivos están casi vacíos. A diferencia de los anaqueles vecinos, rebosantes de frascos rojos de ketchup, anaranjados de ají, los escasos frascos amarillos destacan por su escasez.

Sigo sin entender por qué la mostaza se convirtió en una especie en peligro de extinción.

jueves, 18 de julio de 2019

De comida rápida

Imagen
Sábado, cerca del mediodía. Aunque no es lo más recomendable, decides parar en un restaurante de comida rápida y comprar algo para comer luego. Total, una vez al año no hace daño. Sí, claro, una vez...

El lugar no está muy lleno. Es un poco temprano para el almuerzo, pero de todas maneras hay más personas de las que esperabas. Es un local que alberga tres restaurantes rápidos de comida rápida, cada uno tiene su propio mostrador y su propia caja, pero el espacio para esperar y comer es el mismo.

Al pagar, das tu nombre. Después solamente queda esperar que te llamen, solamente queda esperar ese momento feliz en que sientes que has ganado la lotería pues puedes disfrutar del ansiado bocado.

Haces tu pedido, pagas, te sientas a esperar. En una mesa de cuatro sillas, dos están ocupadas por una pareja de turistas. Se comunican en un idioma indescifrable en voz muy alta. Imposible no percatarse de ese detalle. Los miras disimuladamente, pero nada en ellos daba indicios de su origen.

Tu atención sigue en el mostrador a la espera de tu nombre.

Un hombre y una niña llegan a ver las opciones de los tres restaurantes. La niña recorre con los ojos los carteles con las ofertas. Luego voltea hacia el hombre y le pregunta si puede pedir lo que quiere pedir, tiene los ojos suplicantes. Debe estar acostumbrada a las negativas porque cuando él contesta "puedes pedir lo que quieras, ya te dije", la niña da un salto de felicidad, lo abraza como si fuera su superhéroe mientras le dice "gracias" una y otra vez. Van juntos a la caja elegida. Imposible decir cuál está más feliz.

De repente, llaman a "Juan" y de dos extremos opuestos del lugar se paran dos hombres. Casi a la vez se acercan a la caja, los dos extienden sus boletas de pago. "¿Juan?", pregunta incrédulo el muchacho que atiende, mirando a uno y otro. Parece que nunca ha estado en una situación similar. Entonces, recita el pedido que tiene por entregar. Uno de los Juanes dice "es el mío". Los tocayos se dan la mano sonriendo, el afortunado lleva la comida a su mesa. El otro se vuelve a sentar a la espera de su nombre.

El hombre de la pareja de origen indescifrable avanza a la caja al oír su nombre, tan incomprensible como el idioma que usan. Le habla en inglés a la cajera, revisa su pedido, resulta ser más pequeño de lo que esperado. El hombre regresa a su mesa, comunica la decepción a su acompañante. Eso se puede entender en cualquier idioma. Deliberan un rato, luego él va a la caja de otro restaurante y hace un nuevo pedido.

En eso, llaman tu nombre. Te acercas a la caja, te entregan tu pedido. Sales del bullicioso restaurante con algo de pena por perderte las otras historias que se seguirán desarrollando bajo ese techo.

Es motivo para volver, te dices. Como si necesitaras motivos...

domingo, 7 de julio de 2019

El señor del paradero

Imagen
Cuando pasas todos los días a la misma hora por los mismos sitios, tiendes a encontrarte con las mismas personas. Me pasa con frecuencia. A veces siento que esas personas fueran antiguos conocidos y hasta ganas de saludar tengo.

Desde hace casi cinco meses, tres veces por semana, mi día empieza muy temprano. Y por muy temprano me refiero a antes de las seis de la mañana. Sea invierno o verano, el nuevo día recién se anuncia con sus sonidos e imágenes habituales. Y con sus personas habituales.

En la mayoría de casos, es fácil ver cuál es sel destino de esas personas habituales o al menos qué van a hacer. Pero en otros, es un misterio.

Como el señor del paradero.

Desde varios metros antes lo veo, sentado casi sin moverse en el paradero que está a una cuadra de mi casa. Se podría pensar que espera uno de los tantos buses que pasan por ahí y que a esa hora circulan con poca gente y casi sin prisa.

Era lo que pensaba.

Casi sin proponérmelo. empecé a prestar atención para saber qué bus tomaba. En el trecho que hay desde que lo veo hasta que paso por donde está sentado pasan varios buses. Y él no se sube a ninguno. Ni siquiera los mira, no le interesan. Simplemente está sentado ahí, mirando la calle desinteresadamente, sin prisa, sin apuro. Sin mover más que la cabeza de un lado al otro.

Siempre se sienta en el extremo izquierdo del paradero, apretado en un pequeño espacio, como si no tuviera más lugar para escoger. Como si tuviera que resignarse a compartir la banca con otros pasajeros que pueden llegar en cualquier momento.

Pero nadie llega.

Uno de tantos días, no lo vi. No estaba. Miré en todas las direcciones posibles. Nada. El señor del paradero no estaba.

Confieso que me dejó intrigada y preocupada.

La siguiente vez que pasé por ahí, ya estaba sentado en su sitio de siempre. Puntual como ya me tiene acostumbrada. Temo que nunca sabré qué pasó el día de su ausencia.

Como temo que nunca sabré qué espera, a quién espera.

Es una historia inconclusa.
-----------------
Te invito a leer mi más reciente artículo publicado en Global Voices, sobre un pueblo con un reto curioso, interesante y saludable.

martes, 25 de junio de 2019

El elefante

Imagen
El hombre fue a la fiesta. Uno de sus mejores amigos se iba del país, se iba a trabajar al extranjero a una empresa muy grande con muchas ventajas. Entonces, había que celebrar esa partida, desearle lo mejor al amigo en el lugar de destino.

Había que celebrar.

Y a celebrar se fue.

Un grupo grande de amigos de toda la vida se vio las caras en la casa del que siempre era el anfitrión. La invitación fue muy simple: "nos vemos en la casa de siempre, que cada quien lleve lo que quiera comer y, sobre todo, lo que quiera tomar".

Así que el hombre fue rápido a apertrecharse de provisiones. Después, se apresuró a la casa ya tan conocida dispuesto a divertirse.

Dispuesto a celebrar.

Casi sin que se diera cuenta, se pasó la noche. Casi sin que se diera cuenta, casi era de día. En ese momento lamentó no haberse percatado de la hora antes pues tenía que ir a trabajar.

No tuvo más remedio que regresar a su casa a la carrera, darse un baño rápido, ponerse ropa limpia y casi con las justas salió a trabajar.

El día ya daba muestras del habitual trajín matutino.

En su camino al trabajo, al pasar con su auto por el puente a dos cuadras de su casa, vio pasar un elefante... ¿un elefante? Se frotó los ojos, los cerró fuerte. Los volvió a abrir con la idea de que su visión hubiera desaparecido.

Pero no. Cuando abrió los ojos, el elefante aún estaba ahí.

"Así no puedo ir a trabajar", se dijo. Dio media vuelta a su auto y regresó a su casa. Llamó al trabajo a avisar que estaba enfermo, que no podría ir ese día.

Y durmió todas las horas que no había dormido la noche previa.

Al día siguiente se despertó repuesto, se sentía nuevo. El elefante era cosa del pasado.

Mientras se preparaba para salir al trabajo, mientras veía las noticias en televisión, se quedó petrificado cuando el locutor leyó que ya habían encontrado al elefante que se había escapado del circo instalado cerca de su casa.

domingo, 16 de junio de 2019

Estampas madrugadoras

Imagen
Amanece en la ciudad. Las personas caminan por la calle con paso tranquilo. Imposible saber si van o si vienen, si aún no terminan la noche o si ya empezaron la mañana.

Los autos van despacio por la pista, los buses avanzan con pocos pasajeros. Hacen un alto en todos los paraderos, donde los pasajeros suben y bajan de manera ordenada. Los autos respetan las luces de todos los semáforos de su recorrido.

Un muchacho con cinco perros sujetos de sendas correas camina despreocupadamente. Los perros avanzan en orden, en una perfecta fila. Van en orden de tamaño, en una composición que se ve graciosa desde atrás.

Dos muchachas conversan sentadas en una banca a mitad de la calle. Ríen, probablemente comentan las novedades de la noche que aún no acaba o los planes del día que aún no empieza. Enfrascadas en sus riss, están ajenas al movimiento que las rodea.

Los policías municipales van en auto algunos, a pie los otros. Los que van a pie saludan a los transeúntes que pasan a su lado. Se detienen de vez en cuando, recorren la calle con la mirada, retoman el paso, siempre atentos a lo que pasa a su alrededor.

Todas las tiendas están cerradas, pero una tienda de bisutería está con todas las luces prendidas. En su interior, dos personas sacan artículos de una caja y los disponen en las repisas de la tienda en un incomprensible impulso madrugador de ordenar.

Aún no amanece, y la ciudad despierta poco a poco.

sábado, 1 de junio de 2019

La cajita rosada

Imagen
Había una vez una niña chiquitita que hacía sus tareas escolares en una carpeta amarilla casi de su talla. Era esmerada en sus tareas, las hacía a conciencia y tan concentrada que el apretón que le daba al lápiz hasta le dejaba marcas en los deditos.

Cuando sus hermanos mayores y ella regresaban del colegio, después de almorzar y cambiarse, se iba a su carpeta amarilla sin que nadie tuviera que decirle nada. Se pasaba horas haciendo las tareas. Muy ocasionalmente, cuando no entendía algo, pedía ayuda a su hermano mayor, que le explicaba todo con mucho cariño y paciencia. Eso no ocurría con mucha frecuencia porque ella lo entendía casi todo casi siempre sin ayuda.

Al final de la tarde, con todos sus deberes hechos, se disponía a ver televisión.

Y así transcurrían sus días en época escolar.

Los 20(*) eran comunes entre sus cuadernos y trabajos. Por ahí aparecía de vez en cuando un 19, un 18. Casi nunca menos. En sus primeros años de primaria, la nota llegaba acompañada de una estrella, de una carita feliz.

Cada fin de año, en cada ceremonia de clausura escolar, era habitual oír su nombre por los micrófonos y verla caminar desde el lugar asignado a su clase hasta el escenario a recibir el diploma que acreditaba que había logrado el primer puesto en "aprovechamiento y conducta".

Y cuando llegaba a casa con el diploma en la mano, llamaba a su mamá al trabajo para contarle que había obtenido el primer puesto. La mamá fingía sorpresa y le preguntaba: "¿qué quieres de regalo por ese primer puesto?". Desde el otro lado del teléfono, una voz ronquita contestaba: "Los bombones surtidos".

La madre entonces sacaba de su cajón una cajita rosada que envolvía con papel marrón y metía en su cartera. La niña no imaginaba que su mamá veía esa caja rosada cada vez que abría su cajón desde semanas antes del fin de año escolar.

Es que no eran bombones cualquiera, había que pedirlos especialmente a otra ciudad porque en ese tiempo no se encontraban en otro sitio. Felizmente, la mamá trabajaba en un banco con oficinas en todo el país y desde tiempo antes tomaba la precaución de encargar el preciado regalo que ya sabía que debía entregar a fines de año.

La cajita rosada quedaba guardada en el cajón. La mamá sonreía por dentro al ver la caja e imaginar el momento de la entrega.

Al llegar a casa esa tarde de clausura de año escolar, la mamá sacaba de su cartera el preciado paquete marrón que contenía la cajita rosada. Alzaba el tesoro logrado tras meses enteros de arduo trabajo y que, sin una pizca de egoísmo, la niña compartía con todos.

Año tras año, cajita rosada tras cajita rosada. Veinte tras veinte.

(*)El 20 es la máxima nota del sistema de calificaciones peruano.

lunes, 13 de mayo de 2019

Cuando el estómago habla

Imagen
Cuando estaba en la universidad, tenía clases desde las siete de la mañana hasta las dos de la tarde. A veces, no había pausa entre clase y clase. Otras veces, había horas en blanco. Pero de una u otra forma, eran varias las horas que transcurrían hasta terminar la jornada.

Era normal salir de la universidad y llegar a casa con hambre, con la disposición de comer lo que hubiera, prácticamente donde fuera.

El recorrido a casa era largo. Casi una hora, pero tenía la ventaja de que había que llegar al paradero final. Es decir, podía ir tranquilamente sin mayor preocupación de pasarme el paradero.

La parada final era en un lugar muy comercial, lleno de tiendas de todo tipo. Con tiempo y ganas, no era raro que fuera a dar una vuelta a visitar tiendas o comprar algún bocadito para disfrutar más tarde. Pero lo más normal era bajar y querer llegar a casa cuanto antes. Además, entre el paradero final y la casa habían doce cuadras que recorrer, lo que agregaba unos 15 minutos más a todo el recorrido.

Como se dice por acá, hacía hambre.

Los últimos pasajeros siempre eran pocos. El chofer estacionaba el vehículo y apagaba el motor, A veces gritaba "último paradero", pues no faltaba quien se quedara dormido en el largo tramo. Era hora de salir en ordenada fila, ya por fin en el destino final.

En esas circunstancias, siempre tenía la idea de comprar algunas galletas al peso en un puesto que tenía cuanta chocolate, galleta y dulce uno pudiera imaginar. Cuando ya faltaban pocas cuadras para llegar, empezaba a pensar qué comprar para compartir con la tía Angelita mientras veíamos televisión en la noche.

Con ese pensamiento, me levantaba de mi asiento y me dirigía hacia la puerta. Por mi cabeza desfilaban las diferentes galletas que podía comprar, las iba eligiendo mentalmente mientras la boca se me hacía agua. A lo lejos, lograba ver el puesto con las apetitosas tentaciones entre las que tanto me costaba siempre decidir.

Al pasar al lado del chofer, siempre me despedía con un simple "gracias", que bien era correspondido con "de nada", "hasta luego" o con simple indiferencia del conductor.

Pero esa vez fue diferente. Con los pies aún dentro del bus, pero la mente en cualquier otra parte, pasé al lado del chofer y mi mente mandó a agradecer como hacía todos los días. Pero menos de un segundo después, la cara extrañada del chofer me hizo dar cuenta de que le había lanzado un entusiasta "¡galletas!" en vez del rutinario "gracias".

Cuando el estómago habla...

jueves, 2 de mayo de 2019

La fiesta posible

Imagen
Se acercaba su cumpleaños, iba a cumplir diez años y lo que más quería era celebrarlo con sus amigas. A ella y a su hermana las invitaban las otras niñas, sabía que lo más lógico era celebrar una ocasión así. Pero también sabía que la situación en casa no era la mejor, su mamá lo decía de vez en cuando.

Además, casi acababa de pasar la Navidad, y más de una vez había escuchado decir a sus padres que en esos días se gastaba mucho.

Pero quería tanto su fiesta...

Un día, fue con su mamá y su hermana a la bien surtida tienda que estaba cerca de su casa. Vio bolsas de dulces, botellas de gaseosas de muchos tamaños y precios. Se memorizó los precios que pudo, no quería preguntarlos en voz alta. Se tuvo que conformar con recordar las cantidades de los cartelitos, en las cosas que tenían cartelito.

Es que se le había ocurrido un plan.

Al llegar a su casa, hizo cuentas, sumó y restó por igual, hizo anotaciones en papelitos que escondió celosamente para que nadie supiera en qué andaba. Y seguía sumando y restando, las cuentas tenían que cuadrar.

Así pasaron dos días hasta que se llenó de valor y se paró delante de su mamá con un papel en la mano. Era ahora o nunca, faltaba una semana para la fecha indicada:
- Mamá, he hecho cuentas y creo que se puede celebrar mi cumpleaños con diez soles -dijo de golpe, para no perder impulso, para evitar acobardarse.
- A ver, cuéntame -contestó la madre al tiempo que se sacaba los anteojos y dejaba su eterna labor de costura.

La niña estaba tan nerviosa y ansiosa que no se percató de la mirada divertida de su madre.

- Una caja de seis gaseosas grandes y una bolsa de dulces mediana en la tienda de don Samuel cuestan diez soles. Invito a diez amigas y celebramos mi cumpleaños.

Hasta puedo imaginar su carita ilusionada a la espera de una respuesta.

- Voy a hablar con tu papá cuando llegue de trabajar. A ver qué dice -respondió la madre con la seriedad que una solicitud así ameritaba.

Para hacer corto un cuento largo, días después la casa rebosaba de niñas, regalos, gritos, juegos, alegría, risas, una caja de seis gaseosas grandes y una bolsa de dulces mediana de la tienda de don Samuel.

Muchos años después, esa madre que tomó la solicitud de su hijita con la seriedad que la ocasión ameritaba contaba el episodio llena de orgullo. Literalmente, fue una historia que le contó a sus nietos.

domingo, 21 de abril de 2019

Su ángel de la guarda era gordito

Imagen
Esta historia no es mía, la persona que la vivió me autorizó a contarla. Así que acá va la historia de quien llamaremos Leticia.

Año tras año, Leticia postergaba la decisión de dar el examen de manejo que la haría acreedora de una licencia de conducir, que en el Perú llamamos brevete. Casi como resolución de 31 de diciembre, se prometía interiormente cada verano que ese año sí, que de todas maneras, que sin falta, que indefectiblemente sacaría el brevete.

Y con la misma decisión, cada verano pasaba y Leticia seguía sin brevete.

El hecho es que Leticia sabía manejar, pero nunca se animó a dar el examen. El hecho también es que Leticia tenía la suficiente responsabilidad para no manejar, ni en emergencias. Simplemente era una habilidad aprendida y guardada que no usaba,

Hasta que un año, a fines de agosto, nada más lejos del verano que agosto, por fin fue decidida a inscribirse en una escuela de manejo. No para aprender, sino para refrescar destrezas enmohecidas. Se inscribió y tuvo clases teóricas combinadas con las prácticas a lo largo de septiembre.

Todo iba bien.

Así fue a dar su examen teórico, que pasó con buenos resultados. En el examen médico también tuvo buenos resultados. Pagó el derecho de examen y, optimista, pagó también el derecho de emisión del brevete, algo que solamente sería útil si pasaba el examen práctico.

Ahora sí, ya tenía todo listo para el tan postergado examen práctico.

Fue una mañana soleada ya de octubre a dar el examen. Salió mal. Todo mal.

Decidió esperar unos días para volver a intentar. En ese plazo, practicó una y otra vez el tan detestado estacionamiento en diagonal y el estacionamiento en paralelo a la vereda. Incansablemente, recordaba las indicaciones teóricas: cuando llegues a esta marca, llevas el timón a este lado; cuando veas esto, frenas; cuando este punto esté aquí, volteas.

Llena de confianza, fue a dar el examen, pero antes decidió buscar en los alrededores del lugar del examen una pista para una última práctica. Por ahí abundan, y también abundan los instructores de último minuto. Ella llegó y entró al primer lugar que ofrecía las prácticas. Quien la atendió era un hombre gordito vestido muy informalmente que se presentó como Marcos. Dice que tenía una sonrisa que reflejaba bondad pura.

Juntos fueron a hacer las prácticas. Primero irían los dos en el auto, luego ella sola. Los nervios estaban a flor de piel, pero logró contenerlos. Grande fue su sorpresa cuando Marcos le desbarató todo lo que había aprendido: "olvídate de las marcas, ni pienses en eso, vas a estar tan nerviosa que de algo te vas a olvidar". Y le dio una serie de recomendaciones que no tenían nada que ver con lo que tanto había practicado, mucho más simples, todas con excelente resultado.

Ya antes de partir al examen, Marcos la tomó de las manos y le dijo: "Madrecita, todo te va a ir bien, no te preocupes de nada". Extrañamente en ella, lo abrazó, le dio un beso. La confianza que Marcos tenía en ella la conmovió.

Para hacer corto un cuento largo, menos de dos horas después, Leticia tenía su brevete en la mano. Como había pagado por el derecho de emisión de brevete lo pudo tramitar en el mismo lugar de los exámenes.

Después de llamar a su casa a dar la noticia, llamó a Marcos y le contó el resultado, feliz, al borde las lágrimas de emoción. La voz del otro lado del teléfono le dijo: "Te dije que todo iba a salir bien".

Qué extrañas son las formas que adoptan los ángeles de la guarda.
---------------
El relato de hoy me hizo acordar este otro. ¡Siete años han pasado ya!


sábado, 6 de abril de 2019

Una víbora en el salón de clases

Imagen
A continuación, presento otra historia prestada, de alguien que me la mandó directamente del baúl de los recuerdos y me autorízó a publicarla en este blog.
------------------------------------
Todo se desarrollaba normalmente en el salón de estudios. En las filas de ordenadas carpetas se sentaban las alumnas de dos en dos. Una hermana religiosa, instalada al frente, cuidaba y vigilaba a las estudiantes que, en absoluto silencio, preparaban sus tareas para el día siguiente. Ellas estudiaban internas en el colegio ubicado en una ciudad del Oriente peruano, y ésta era la última actividad del día antes de ir a dormir.

El salón estaba ubicado en una esquina del edificio y sus altas ventanas estaban siempre abiertas para recibir el fresco de la noche, en el caluroso y eterno verano tropical. Desde allí, las alumnas escuchaban las voces y sonidos que venían de la calle, y estaban tan acostumbradas que ya ni prestaban atención a esos sonidos.

La noche avanzaba normalmente, cuando de pronto se inició la hecatombe, comenzó el maremágnum, se desató la histeria colectiva. Todo comenzó cuando una alumna vio caer algo de la ventana que daba a la calle, y gritó "una víbora!". Nadie sabía bien qué pasaba, pero del fondo del salón las alumnas salieron despavoridas de sus asientos, arrastrando a su paso carpetas y libros, empujando a otras compañeras, mientras corrían y gritaban, para alcanzar la puerta y salir del salón.

Más de una alumna cayó de su silla y recibió algunos pisotones antes de poder levantarse. Una de ellas, en lugar de ponerse a salvo, buscaba a su hermana menor entre las caídas, cuando finalmente la vio ya muy cerca de la puerta. Solo ahí salió también con el tumulto. Sin embargo, a pesar de todo el griterío y laberinto, no hubo lesiones ni contusiones graves. El salón de estudios quedó en completo desorden hasta el día siguiente. Al hacer la limpieza, encontraron una cáscara de plátano al lado de la ventana.

Pero todo ese griterío y ruido del salón se escuchó también en la calle. Nadie sabía qué pasaba y comenzaron las averiguaciones. Al día siguiente, el periódico de la ciudad publicó en primera plana: "Falsa alarma de víbora causa tremendo alboroto entre colegialas".

El suceso quedó grabado para siempre en la memoria de todas esas alumnas que, años después, cada vez que se juntan para alguna celebración, recuerdan entre risas el incidente.

viernes, 29 de marzo de 2019

Día de locos

Imagen
Ese día se despertó alegre y feliz. Tenía una entrevista de trabajo, un trabajo para el que se sentía perfectamente capaz, y al día siguiente viajaba por un semana. No veía las horas de disfrutar sus vacaciones.

El día se anunciaba bueno.

Todo salió bien en la entrevista, al menos así lo sintió. Al salir, cuando la encargada de la recepción le devolvió su documento de identidad que dejó al entrar, oyó un anuncio inesperado:
- Tu documento de identidad venció ayer. Acá eso no es importante, pero para otras cosas lo vas a necesitar vigente.

El alma se le cayó a los pies. No podía ser, cómo había pasado por alto algo tan importante. ¿Cómo iba a viajar con un documento vencido? Había decidido no llevar su pasaporte, solamente el documento de identidad. Y a esas alturas, viajar con el pasaporte y dejar la renovación del documento de identidad al regreso no era opción porque... el pasaporte también estaba vencido hacía más de un mes.

El día se empezó a torcer.

Eran poco más de las diez de la mañana. Decidió ir a hacer el pago para la renovación del documento, pero ¿de cuál? El pasaporte se lo entregaban de inmediato, pero necesitaba el documento de identidad vigente.

Su buena estrella, la que va a su lado siempre casi desde que tiene uso de razón, le hizo ver que lo mejor era pagar por ambas renovaciones. Después vería qué hacer.

Pagó sin problemas. Para su fortuna, casi no encontró colas al hacer el pago, así que lo hizo en 15 minutos.

Al salir, decidió ir al documento de identidad primero. Ese documento demora casi una semana en estar listo, pero su buena estrella le hizo sentir que podía intentar iniciar el trámite e ir con esa constancia más su documento vencido a renovar su pasaporte. Felizmente, todos los lugares a donde debía ir estaban muy cerca uno de otro.

El día volvía a parecer auspicioso, pero todavía lo sentía torcido.

Nuevamente, encontró la oficina vacía. Así que no se demoró ni media hora. Le contó al digitador su situación, y él le aseguró que con la constancia de renovación bastaba para los trámites. Eso sí, debía mostrar el documento de identificación vencido:
- Ese no será problema -contestó.

Fue a su última parada, la oficina de pasaportes. De nuevo, casi no había público esperando. Llegó donde la digitadora, le contó su situación, y ella le respondió de manera tranquilizadora:
- Basta que tus datos estén actualizados en el sistema, y ya deben estar porque eso se hace prácticamente en tiempo real.

Treinta minutos después, salió de la oficina de pasaportes, con su documento de viaje renovado, con el trámite de su documento de identidad iniciado, con sus planes de viaje enteritos.

Ahora sí, el día de locos que empezó con buenos anuncios y se torció por unas horas terminó bien.