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Tenía 21 años, un oficio y tal vez muchos sueños.
Un tiempo antes, su hermano mayor había viajado a un país lejano y desconocido. Ahora, el hermano le proponía ir a ese país lejano y desconocido a trabajar.
Así que, a los 21 años, metió sus posesiones a una maleta y con sus sueños a cuestas partió por mar. Se despidió de su madre, que se quedó en la puerta de la casa familiar viendo partir a otro hijo. Probablemente, fue una despedida con pocas palabras, tal vez a sus 21 años ya era el hombre que hablaba poco que fue más adelante.
Él volteó muchas veces, y la madre seguía en la puerta, quién sabe si con el corazón con el puño o conteniendo las lágrimas, o ambos. Otro hijo se iba al otro lado del océano. Al llegar al punto en el que debía voltear, giró una vez más para ver a su madre, que seguía en la puerta. Levantó la mano en señal de despedida.
Fue la última vez que se vieron.
Abordó un barco en un puerto del que no quedó registro. Atravesó el océano, llegó a la desembocadura del río más largo y más caudaloso del mundo. Lo navegó a contracorriente y después de quién sabe cuántos días, por fin llegó a esa ciudad amazónica donde lo esperaba su hermano.
Los hermanos empezaron a trabajar juntos en el oficio familiar. Participaron en la construcción de diversos edificios en la ciudad, siempre juntos. Debieron enfrentar un revés económico, del que no vale la pena hablar.
A esas alturas, ya tenía una familia propia. Llegó a tener siete hijos. Siempre siguió en contacto con la familia en su tierra natal.
En algún momento, lo contrataron en una ciudad más pequeña, a donde fue solo, sin el hermano mayor. Unos sacerdotes de la ciudad pequeña le encargaron hacer la iglesia local. Y por un tiempo fue de una ciudad a la otra, siempre por río. Con la corriente a la ida, a contracorriente a la vuelta.
Fueron tantos los viajes que ya no supo cuándo viajaba de ida y cuándo de vuelta. Hasta que decidió trasladarse con toda su familia a la ciudad pequeña. En esa ciudad pequeña empezaron a hacerle diversos encargos de construcción. Y fueron tantos los encargos que su nombre estaba por todos lados, en la iglesia, en la plaza, en el colegio de niños, en el colegio de niñas, en la municipalidad, en el hospital y en tantos otros. Tiene su nombre hasta en una calle de la ciudad pequeña.
Andaba con una cinta métrica plegable en el bolsillo, su inseparable herramienta de trabajo.
Tuvo nietos, que lo conocieron y lo recuerdan con infinito cariño.
Tuvo bisnietos, que no lo conocieron, pero que siempre oyeron hablar de él.
Terminó sus días en la ciudad pequeña.
Desde acá, en este Día del Padre, unas líneas dedicadas a mi bisabuelo, José Riera Torra, que nació en Rajadell, Barcelona, España en 1888, y murió en Yurimaguas, Loreto, Perú en 1965, a quien no conocí, pero de quien siempre oí hablar.
Siempre oí hablar del hombre que hablaba poco.