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Eso era lo de menos. Lo que despertaba la curiosidad del vecino era lo que ocurría en ese desfile.
Los niños bajaban corriendo, empujándose y gritando. Casi siempre terminaban peleando. La presunta madre les pedía silencio repetidamente, la muchacha cerraba la procesión, siempre callada, siempre sonriendo. Los cuatro llegaban así a un auto estacionado en la vereda frente al edificio.
La madre abría la puerta del conductor y se sentaba al timón. De ahí abría la otra puerta. Los niños se peleaban por ver quién subía primero. De alguna manera misteriosa llegaban a un acuerdo, subían y seguían gritando una vez adentro. La última en subir era la muchacha.
Mientras tanto, la madre prendía el auto, lo dejaba prendido un rato y luego aceleraba varias veces. Luego soltaba el acelerador unos segundos y volvía a acelerar. Y así varias veces, en un proceso que duraba entre diez y quince minutos.
Ahí apagaba el auto, todos se bajaban, la madre cerraba el auto con la llave y todos subían.
Así, día tras día, casi como un acto perfectamente ensayado. Por las mañanas en verano, por las tardes en los meses más fríos, una vez que los niños llegaban del colegio.
El vecino estaba intrigadísimo.
Y la intriga era mayor algunos fines de semana. Un hombre joven y los niños se subían al auto, el hombre arrancaba y partían. Regresaban al poco rato, dejaban el auto estacionado en el lugar habitual y volvían a casa. En esos desfiles de fin de semana los niños iban un tanto más callados, peleaban menos.
Un día, el vecino no pudo más con la curiosidad y decidió preguntar. Al ver el desfile diario, salió y esperó a que la faena terminara y se acercó a la mujer:
- Señora, buenas tardes. Yo vivo en la casa blanca del frente y todos los días la veo bajar con sus hijos y subir al auto y...
- Ya me imagino que debe de estar muy intrigado con lo que hacemos.
- Pues, sí... --dijo el vecino con algo de vergüenza.
- Mi esposo me regaló este auto por mi cumpleaños el año pasado. Su idea era que yo aprendiera a manejar, pero lo cierto es que tengo mucho miedo, no me atrevo a salir ni media cuadra. Para que el auto no se malogre es que lo enciendo todos los días. Mis hijos lo toman como un juego, y mi sobrina nos acompaña solamente para evitar que las peleas de los niños lleguen a mayores. Algunos fines de semana ni esposo lleva al auto a dar una vuelta, para que el motor no pierda la costumbre de funcionar --terminó la mujer, riendo, consciente de que era una situación curiosa.
Los vecinos se despidieron y cada uno se fue a su casa. El señor se mudó al poco tiempo y nunca supo si la mujer le perdió el miedo a manejar o si finalmente se cansaron y vendieron el auto.