jueves, 25 de septiembre de 2014

Las gotas que volvieron

Esta historia es prestada, me la contó una persona que me autorizó a usarla en el blog. Así que, con ese permiso, la cuento.
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Era una una tarde fría, como los últimos días de este invierno que no quiere irse. Salía del complejo médico en el que había pasado buena parte de la tarde, tras la consulta con un oftalmólogo. Iba un poco mareada por unas gotas que me pusieron para verme el fondo de ojos. Tras una larga espera, finalmente llegó mi ansiado turno. El médico me atendió, recibí papeletas con citas para nuevos exámenes, y lo que más esperaba: las gotas que me aplico religiosamente todas las noches y que tienen un alto precio en las farmacias.

Ya en la calle, tomé un taxi para ir a casa, en medio del tremendo tráfico de la llamada hora punta. El taxista era un joven atento y muy correcto, y tomó el camino a mi casa por la ruta más corta, como yo le indiqué. Llegamos a mi destino, le pagué lo acordado y entré al edificio donde vivo.

Ya dentro de mi casa, me dispuse a arreglar mis cosas y poner todo en su lugar. Fue ahí que me di cuenta de que no veía la bolsa que me dieron después de mi cita, la pequeña bolsa donde había guardado los frascos con las gotas y las papeletas de las nuevas citas. Busqué y busqué, miré dos y hasta tres veces en los mismos cajones y rincones sin éxito. Así pasó cerca de media hora, hasta que tuve que decirme resignadamente que había olvidado la bolsita en el taxi. "Toda la tarde perdida y sin conexiones para seguir el tratamiento. La dejé en el taxi, mejor lo doy por perdida", reflexioné tristemente.

Fue un momento de confusión, pero felizmente no duró mucho.

En el preciso instante en que el pensamiento de confusión cruzaba mi cabeza, escuché un timbre que no era el de mi departamento, sino el del costado, Aun así, yo estaba segura de que era mi taxista. Entonces salí corriendo y ahí estaba efectivamente el hombre, tocando todos los timbres y mirando todas las ventanas para ver si acertaba y divisaba mi cara. Por fin me vio, me dijo que venía a entregarme la bolsa que dejé olvidada en su taxi. Le agradecí mucho y le dije, hoy le va a pasar algo muy bueno, por este acto de bondad que acaba de hacer. Que Dios lo bendiga. Lo único que pensé en ese momento era cuánto habría recorrido ya, a una hora en que todo lo que hay en la calle son autos, personas apuradas, bocinazos, apuro, impaciencia, este hombre se había tomado la molestia y el esfuerzo de regresar a mi casa, a la casa de una desconocida cuyo nombre ni siquiera sabía, solamente para devolverme una bolsita muy valiosa para mí, pero que para él no significaba gran cosa.

Claro que hay gente buena y generosa en el mundo. Hechos así nos devuelven la fe en la humanidad.

martes, 16 de septiembre de 2014

Recordando una simple historia simple

Hace ya seis años publiqué esta historia. El niño del que se habla debe tener ya siete años, debe estar en primer o segundo grado y no tiene la menor idea de este episodio del que es protagonista.
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Era una tarde cualquiera de esos días soleaditos que nos regaló julio de 2008. Yo estaba en una avenida de doble sentido de Miraflores intentando cruzar la pista.

Del otro lado de la pista que yo quería cruzar venía una mujer joven con un bebé en su coche. Presumo que eran madre e hijo. El niño tendría unos ocho meses, o por lo menos edad suficiente como para estar bien sentado, agarrado con ambas manos al tablero del coche. Tenía un gorrito amarillo que le tapaba la cabeza, pero le dejaba toda la cara libre para seguir con mucha atención lo que pasaba a su alrededor. Volteaba continuamente la cabeza de izquierda a derecha y viceversa, mirando los carros pasar.

No sé por qué ese bebito despertó mi curiosidad, y decidí quedarme ahí para poder verlo de cerca cuando el dúo pasara a mi costado.

La madre cruzó el primer carril de la pista sin problema. Subió el coche a la berma y lo bajó para cruzar el segundo carril usando la rampa que está ahí con ese fin. Al bajar, no se dio cuenta de que la pista tenía un bache, que provocó que el bebé se fuera con toda su humanidad hacia atrás. Vi cómo sus piecitos se levantaron y volvieron a su sitio en cuestión de segundos. Él seguía muy atento a todo lo que pasaba a su alrededor.

Terminaron de cruzar la pista y, al llegar a la vereda, nuevamente la madre no se dio cuenta de un desnivel, bastante más grande que el primero. Otra vez, el niño se fue con todo él hacia atrás, en un choque de su espalda con la parte posterior del coche un poco más violento que el anterior, obviamente sin mayores consecuencias... aparentemente.

Inmediatamente después de eso, el niño volteó hacia su madre y le lanzó una mirada que parecía decirle: "¡¿QUÉ TE PASA?! ¡TEN MÁS CUIDADO!" Con mayúsculas además.

Vi su cara claramente, ya estaban a un metro de mí.

No pude evitar reírme. La madre también rió, lo miró, le pidió disculpas entre risas y mimos y siguieron su camino.

Una simple historia simple, pero inolvidable.
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Imagen de Google Images

sábado, 6 de septiembre de 2014

Tazas que desaparecen, peines que se multiplican

Poco antes de la Navidad pasada, compré una taza roja de apreciable tamaño para regalárselo a una persona querida, para tomara su café diario después del almuerzo o en el momento que prefiriera.

Era un regalo que pensé indicado para esta persona, que alguna vez comentó que su taza de café ya tenía algunos añitos de uso. Tomé nota del comentario y decidí que las fiestas navideñas eran una buena ocasión para impulsar el cambio de taza.

Como faltaban algunas semanas para la importante fecha decembrina, puse la taza en un lugar apartado, con la idea de sacarla con poca anticipación para envolverla. A mediados de diciembre, me dispuse a envolver mis regalos y fui a buscar la taza... pero no estaba.

Busqué y busqué por todos lados. Miré en los sitios lógicos, luego pasé a los ilógicos. Nada, no tuve éxito. La taza roja desapareció. Hasta el día de hoy no la encuentro. Tuve que pensar en otro regalo, que fue bien recibido.

Hace pocas semanas, en medio de arreglos y limpiezas, encontré un peine del que ya casi no me acordaba. Se convirtió en mi peine favorito, lo usaba y dejaba siempre en el mismo sitio, para evitar que corriera el mismo destino que la taza roja.

Un día, lo agarré como cualquier día, y luego de usarlo lo volví a guardar. Al poco rato, lo vi por otro lado y me intrigó muchísimo porque no era el lugar donde lo había dejado. Cuando fui a ponerlo en el lugar habitual, enorme fue mi sorpresa cuando me vi con dos peines exactamente iguales, uno en cada mano.

No sé de dónde apareció ese segundo peine. Estoy empezando a creer que la taza roja se transformó. Total, siempre me han enseñado que la materia no se crea ni se destruye (ni desaparece), solamente se transforma.

Esta es la foto de la semana. Si bien no es precisamente una foto de invierno, me llamó la atención esta tuna roja, puesta en el borde un pequeño muro, como esperando a su dueño. Aunque las tunas rojas son comunes, la variedad verde es mucho más habitual.