viernes, 29 de marzo de 2019

Día de locos

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Ese día se despertó alegre y feliz. Tenía una entrevista de trabajo, un trabajo para el que se sentía perfectamente capaz, y al día siguiente viajaba por un semana. No veía las horas de disfrutar sus vacaciones.

El día se anunciaba bueno.

Todo salió bien en la entrevista, al menos así lo sintió. Al salir, cuando la encargada de la recepción le devolvió su documento de identidad que dejó al entrar, oyó un anuncio inesperado:
- Tu documento de identidad venció ayer. Acá eso no es importante, pero para otras cosas lo vas a necesitar vigente.

El alma se le cayó a los pies. No podía ser, cómo había pasado por alto algo tan importante. ¿Cómo iba a viajar con un documento vencido? Había decidido no llevar su pasaporte, solamente el documento de identidad. Y a esas alturas, viajar con el pasaporte y dejar la renovación del documento de identidad al regreso no era opción porque... el pasaporte también estaba vencido hacía más de un mes.

El día se empezó a torcer.

Eran poco más de las diez de la mañana. Decidió ir a hacer el pago para la renovación del documento, pero ¿de cuál? El pasaporte se lo entregaban de inmediato, pero necesitaba el documento de identidad vigente.

Su buena estrella, la que va a su lado siempre casi desde que tiene uso de razón, le hizo ver que lo mejor era pagar por ambas renovaciones. Después vería qué hacer.

Pagó sin problemas. Para su fortuna, casi no encontró colas al hacer el pago, así que lo hizo en 15 minutos.

Al salir, decidió ir al documento de identidad primero. Ese documento demora casi una semana en estar listo, pero su buena estrella le hizo sentir que podía intentar iniciar el trámite e ir con esa constancia más su documento vencido a renovar su pasaporte. Felizmente, todos los lugares a donde debía ir estaban muy cerca uno de otro.

El día volvía a parecer auspicioso, pero todavía lo sentía torcido.

Nuevamente, encontró la oficina vacía. Así que no se demoró ni media hora. Le contó al digitador su situación, y él le aseguró que con la constancia de renovación bastaba para los trámites. Eso sí, debía mostrar el documento de identificación vencido:
- Ese no será problema -contestó.

Fue a su última parada, la oficina de pasaportes. De nuevo, casi no había público esperando. Llegó donde la digitadora, le contó su situación, y ella le respondió de manera tranquilizadora:
- Basta que tus datos estén actualizados en el sistema, y ya deben estar porque eso se hace prácticamente en tiempo real.

Treinta minutos después, salió de la oficina de pasaportes, con su documento de viaje renovado, con el trámite de su documento de identidad iniciado, con sus planes de viaje enteritos.

Ahora sí, el día de locos que empezó con buenos anuncios y se torció por unas horas terminó bien.

jueves, 14 de marzo de 2019

Hormiguita trabajadora

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Mis actividades diarias me hacen pasar muchas veces por la esquina entre la avenida Larco y la calle Schell, en Miraflores. Es una zona sumamente transitada, a lo largo de todo el día hay autos, buses, peatones, ciclistas, turistas. Esa agitación es habitual a partir de las diez de la mañana, más o menos.

Pero yo voy por ahí mucho más temprano, a las 7:30 a.m., tres veces por semana. Cuando vas por los mismos sitios a la misma hora, te acostumbras a ver a las mismas personas, Y si uno va caminando, es mucho más probable que hasta llegues a saludar a esas personas.

Es lo que me pasa. En mi camino, voy saludando a vigilantes, vendedores ambulantes, agentes de serenazgo, en fin, personas que desde muy temprano empiezan sus actividades diarias.

De todas esas personas que veo tres veces por semana, la que más despierta mi admiración es Sara. La llamo Sara porque no conozco su verdadero nombre, pero su nombre no es muy importante.

Todas las veces que cruzo por esa esquina, Sara ya está prácticamente instalada en su lugar. Y todas las veces que la veo, está disponiendo los artículos que vende en su pequeño puesto: galletas por un lado, chocolates por el otro, botellas de agua y gaseosa en el nivel más bajo, caramelos por delante, bocaditos salados y dulces colgados en ganchos especialmente dispuestos.

Todo de manera ordenada y limpia, tan ordenada y limpia como ella misma está.

Es un gusto verla con qué cariño dispone todo, y es admirable verla ordenar todo, cosita por cosita, todos los días. Solamente puedo imaginar que todas las noches realiza el procedimiento inverso, en el que guarda los mismos artículos en la cajas de las que yo veo que saca las cosas cada mañana.

Casi dos horas más tarde, regreso por la misma esquina. A esa hora, Sara ya tiene el puesto listo, y se nota que ya emprendió las ventas diarias.

Paso a su lado tres días a la semana, dos veces cada día. Nos saludamos con un "buenos días" y una sonrisa, y cada quien sigue en lo suyo. Nunca hemos pasado de ese brevísimo intercambio.

Desde aquí, mi admiración a Sara, y a través de ella, todas las Saras del mundo.

miércoles, 6 de marzo de 2019

La tortuga que desapareció

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En la casa de mi niñez, había un pequeño jardín al fondo. No daba para mucho, pero era espacio suficiente para plantas y algunas flores. Una vecina lo tenía lleno de hierbas con las que preparaba su inolvidable "agua de brujas", cuyo sabor delicioso no he vuelto a probar.

En el jardín de mi casa teníamos una tortuga. Ignoro cómo llegó ahí, no sé quién la llevó a la casa. Lo único que recuerdo es que era chiquita, que cabía fácilmente en la palma de una mano adulta y que era una mascota que no daba ningún trabajo. Supongo que alguien se encargaba de darle alguna que otra hojita, pero no era algo de lo que estuviera pendiente.

Recuerdo cómo la miraba avanzar, a paso de tortuga, literalmente. Se demoraba largos minutos para recorrer pequeños trechos, de vez en cuando se detenía y sacaba el cuello. Luego seguía con su lento avance, tan lento que quizá ni cuenta se daba de que estaba enfrascada en vueltas sin fin.

Curiosamente, no recuerdo si tenía nombre. De haberlo tenido, probablemente no hubiera sido nada ingenioso ni parecido a Burocracia, la tortuga de la genial Mafalda. Estaba ahí, y no se le sentía. Ni para recordar si tenía nombre.

Alguna vez leí que una tortuga puede morir si queda tendida sobre su caparazón. Desde ahí, vivía pendiente de que no le ocurriera nada parecido.

A veces, la tortuga no se dejaba ver, hasta que nos dimos cuenta de que se metía por un desnivel mínimo que había entre el fin del jardín y la pared de la casa. Tal vez ahí se sentía a gusto, se quedaba horas en ese refugio.

Un día, hubo obras en la casa. El jardincito del fondo desaparecería y daría paso a una habitación con piso de cemento que haría las veces de escritorio. Se le comenzó a llamar cuarto de estudios incluso antes de que empezara la construcción. El lugar se vio lleno de material y trajines de quienes se encargarían de llevar a cabo las obras, era un ir y venir constante que duró algunos días.

Cuando llegó el momento de retirar la tierra para echar el cemento, la tortuga no aparecía por ningún lado. Entre todos la buscamos, pero fue una misión imposible.

La tortuga desapareció, probablemente se había escondido en su refugio cuando comenzaron los trajines de las obras y ya pudo salir más.