miércoles, 24 de agosto de 2022

El entrenador soñado

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En tiempos recientes, cuando el mundo se detuvo y quedamos encerrados en casa, leí que muchas personas pasaban las noches con insomnio. Algo que era comprensible.
En cambio yo, empecé a tener sueños diversos, sueños raros, sueños vívidos, sueños que olvidaba a los pocos minutos de haberme despertado. Menos uno, uno solo que recuerdo todavía.
En esos días de encierro no había nada, todo estaba restringido, lo último que veíamos eran partidos de fútbol o de cualquier deporte. Hasta las Olimpiadas quedaron suspendidas. Por eso lo raro de ese único sueño que recuerdo.
Era de noche, estaba yo en un recinto al aire libre con muchas mesas. Había mucha gente sentada a la mesa, conversando alegremente, sin mascarillas, sin distancia social, sin protocolos ni ninguna de esas palabras que tanto sonaban en esos tiempos. Y que suenan hasta ahora.
Yo llegué en medio de un grupo y de inmediato detecté en una mesa al Entrenador. Ese Entrenador alto y flaco de desordenado peinado, de andar elegante y felino, el que había logrado un milagro que prácticamente todo un país esperó durante 36 años. Ese Entrenador que en más de una encuesta obtenía más del 90% de aceptación. Sí, ya lo hubiera querido cualquier político.
Ajá, ese Entrenador.
El Entrenador estaba rodeado de otras personas, todas hablaban y reían alegremente. Yo avanzaba sin dejar de mirar al Entrenador, que en un momento notó mi mirada.
Sus ojos y mis ojos se encontraron. Sigo avanzando, los ojos del Entrenador me siguen. Y así fue durante largos segundos hasta que no me aguanté. Me acerqué a la mesa del Entrenador y le dije: "una cosa es entrar a un lugar y notar que el Entrenador está ahí. Y otra totalmente diferente es entrar a un lugar y que el Entrenador note que estoy entrando".
El Entrenador sonríe... y se acaba el sueño.

sábado, 13 de agosto de 2022

La taza del bonzo blanco

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Presto mi espacio para otra historia prestada.
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Agradezco a Gabriela por permitirme usar su blog para contar esta pequeña historia antigua.
Cuando llegó la fecha para recibir el sacramento de la Confirmación, mi mamá me pidió que eligiera a mi madrina. En esa época, la confirmación se recibía a los ocho años.
Yo elegí como madrina a una amiga de mi mamá, una maestra de escuela, la señorita Irene. Ella estuvo a mi lado durante la ceremonia y luego todos fuimos a casa para una pequeña celebración. Al finalizar, mi flamante madrina me dio un regalo, algo que yo recibí fascinada: un libro.
En mi casa todos eran grandes lectores, había muchos libros y teníamos un estante bien surtido. Pero el libro que recibí de mi madrina era especial y diferente: era mío. Era mi primer libro propio, algo que yo podía llevar y guardar donde quisiera.
Se titulaba: La taza del bonzo blanco. Apenas recuerdo la portada, un anciano y un niño con el fondo de un jardín, o algo así. Tampoco recuerdo de qué trataba el argumento. Pero desde que lo tuve en mis manos aprendí a mirar y estimar los libros como algo especial que ayudaban a alimentar mis fantasías de pequeña soñadora.
Hace poco recordé esta historia y se me ocurrió pedir ayuda a san Google. Puse el título en el buscador: La taza del bonzo blanco, y quedé maravillada: ahí está, en medio de ofertas de libros antiguos, en una colección de Los cuentos del abuelo Anacleto. Libros de segunda mano, dice el subtítulo.
El libro de mis recuerdos existe y se sigue vendiendo. Su autor es Antonio Huonder, aunque no encontré información sobre este señor. Pero dejó su huella imborrable, sin importar el paso del tiempo. Por eso sé que los libros, esos que puedes tener en las manos, abrir sus páginas y conmoverte con sus historias, nunca dejarán de existir. A pesar de todos los adelantos virtuales, siempre habrá un libro en algún lugar de la casa.