martes, 18 de diciembre de 2018

El duendecito itinerante

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Se acercaba la Navidad, cada día eran menos los cuadraditos que faltaban para que el calendario marcara el tan esperado 24 de diciembre.

El hombre esperaba ese momento todos los años con la ilusión de un niño. Lo mejor para él era decorar la casa con adornos navideños, los clásicos duendes, arbolitos, coronas, guirnaldas. Las piezas más destacadas de la decoración eran un Papá Noel gigante a un lado de la sala y un nacimiento igualmente grande en el otro extremo.

Concluida la decoración interior, el hombre procedía todos los años a colgar otros adornos especiales para la puerta de su casa. Así, la Navidad daba la bienvenida a los visitantes. Ahí estaba, una guirnalda en una puerta y un duende en la otra. Esos dos adornos los sujetaba con una cuerda bien atada, con tres nudos muy ajustados.

El toque final era una corona de luces de colores que ponía al centro de la ventana. De noche, las luces bailaban al ritmo de una disposición aparentemente aleatoria.

Una vez concluida la tarea que tomaba toda la mañana, el hombre se sentaba orgulloso a contemplar su obra. No le importaba que todo el esfuerzo debía deshacerse menos de un mes después, él era feliz de ver su casa en modo navideño.

Más tarde ese día, el hombre salió a hacer una gestión. Grande fue su desazón cuando notó que el duende que poco antes había colocado con tanto cariño en la puerta no estaba. Miró alrededor y lo vio tirado en el suelo. Imaginó el golpe que debió haberse dado el pobre duende al caer y le dolió todo lo que al muñeco no le había dolido.

Lo volvió a amarrar, salió y se olvidó del asunto.

Cuando regresó horas después, volvió a encontrar el duende fuera de lugar. Esta vez no estaba  en el piso. Alguien lo había dejado apoyado contra la puerta. Nunca antes le había pasado eso. Nunca antes había tenido que recoger un adorno puesto apenas horas antes. Volvió a agacharse, volvió a ajustar los nudos. Los ajustó un poco más esa vez.

Al día siguiente, nuevamente el duende no estaba donde debía estar. Ahora lo habían colocado bien sentadito al pie de las escaleras del edificio.

Decidió agarrar al toro por las astas, o al duende por el gorro. Entró a su casa, le puso una cuerda más larga alrededor del gorro y otra delgada alrededor del cuello, casi imperceptible.

Por cuarta vez, fijó al duende en su sitio, lo amarró con nudos fuertes desde el gorro y desde el cuello. No ajustó mucho la cuerda del cuello, lo suficiente para asegurarlo solamente.

Ya con esas nuevas amarras el duende itinerante no volvió a caerse.

¡Feliz Navidad a mis queridos lectores! Gracias por su constante compañía y comentarios.

viernes, 7 de diciembre de 2018

El par dispar

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Se pasó todo el día sin querer mirar hacia abajo. Nunca pensó que estar tantas horas sin dirigir la vista a sus pies le iba a resultar tan difícil. Tal vez ser consciente de que no debía o no quería mirar para abajo lo complicaba más.

Esa mañana, cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde. Ya estaba lejos de casa, no lo podría solucionar. Solamente atinó a lanzar un pedido al cielo, con la esperanza de que fuera recogido y debidamente cumplido, y que ese día en particular, quienes estuvieran cerca tampoco miraran hacia abajo. Que nadie dirigiera la vista hacia sus pies.

Qué largo se le hizo el día. Larguísimo. Agotador. Todo el rato tuvo que estar pendiente de que nadie mirara a sus pies. Fueron muchas horas, nunca antes se había dado cuenta de cuántas horas pasaba fuera de casa cada día.

Por ahí hubo ciertamente un momento de peligro. Y más de uno. Segundos de tensión en los que, felizmente, pudo lograr que su interlocutor no llegara a desviar totalmente la vista hacia abajo. Con tal de distraer a terceros de miradas invasoras, ese día saludó a personas que nunca saludaba, señaló hacia cuadros en los que nunca antes había reparado y se pasó el día alejando la atención de otros de esa visión indeseada. Indeseable.

Cada vez que detectaba que alguien inclinaba la cabeza en la temida dirección, el corazón se le aceleraba, sentía cómo el sudor humedecía sus manos y la habitual seguridad de su voz se desvanecía.

Perdió la cuenta de la cantidad de veces que miró el reloj. Su reloj. El reloj de la esquina inferior derecha de su computadora. El reloj de pared. El reloj digital del pasadizo. Así fue que notó la gran cantidad de relojes de todo tamaño y tipo que rodeaban su vida.

Pero la hasta entonces inimaginable cantidad de relojes que descubrió que rodeaban su vida no hizo que el tiempo avanzara más rápido.

Los últimos minutos de la jornada fueron los peores. Si horas antes el tiempo avanzaba lento, después simplemente no avanzaba. Las manecillas no se movían, los dígitos no cambiaban.

Hasta los sentía burlones...

Como no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista llegó el tan esperado momento de ir a casa. Ya la claridad del día había acabado, eso le dio un poco de sosiego tras esa jornada tan tensa.

Entonces sí, al llegar a su dormitorio, se sacó los zapatos y a continuación pudo por fin sacarse las medias de diferente color que en todo el día había evitado mirar.