Un amigo, lector y comentarista frecuente del blog me mandó esta historia para publicarla el 31 de octubre.
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Hace algunos años mi madre tuvo un problema de salud tan serio que tuvimos que llevarla de emergencia al hospital. Si hubiera estado en una sala normal hubiera sido una cuestión de paciencia, pero lo preocupante es que la internaron de inmediato en trauma shock, aquella sala donde se lleva a los enfermos graves y que precisan de una atención inmediata.
Confieso que fue una de las noches más difíciles de mi vida y no le desearía a nadie pasar por una experiencia parecida. Al día siguiente fui a visitarla tratando de aparentar tranquilidad con una expresión forzada de optimismo. Cuando vi su expresión tan demacrada, deduje que no había pasado nada bien la noche. Pero también noté que deseaba contarme algo que le había sucedido.
Con escepticismo (¿qué puede pasar de grave en un hospital? Suficiente con los problemas que tienen los pacientes) le pregunté por el motivo de su inquietud. De acuerdo a su relato, cuando dieron las doce de la noche aún se encontraba despierta. Por indicación de los doctores, su cama estaba elevada al máximo nivel y no lograba conciliar el sueño. Para distraerse trató de orar un poco, pero no lograba concentrarse.
La sala de pacientes se encontraba en silencio a excepción de alguno que otro pitido de las máquinas conectadas a los pacientes. La oscuridad invadía todo el espacio libre, salvo por un rayo de luz que venía de la puerta que daba al corredor principal.
Mi madre disimuladamente miró al paciente del costado. Según había escuchado, había sido victima de un asalto y se encontraba en un coma profundo. El paciente no reaccionaba desde que lo habían internado en la sala. Su aspecto no era muy alentador, estaba cubierto de tubos y apósitos.
Lo que realmente llamo la atención de mi madre fue que al pie de la cama había una forma sentada. ¿Visitas a la medianoche? Imposible. ¿Una enfermera? Peor aun, porque ellas siempre están en constante movimiento. Cuando aguzó la visión, notó que era figura sentada y cubierta por un largo manto negro. En la mano sostenía una herramienta cuyo extremo se perdía en la oscuridad. Era imposible distinguir su rostro pues estaba oculto por una capucha aunque algunas greñas escapaban.
Mi madre no podía creerlo. Se sobó los ojos, y cuando quiso mirar de nuevo, la figura había desaparecido.
Cuando terminó su historia, fue inevitable que me sintiera algo escéptico. Atine a tranquilizarla y la conminé a que se olvidara del tema. Bromeando le dije: "Madre, si la hubiera visto al pie de su cama, tendría más razones para preocuparse". Ella mostró una sonrisa optimista y me dijo que prefería descansar.
Antes de retirarme, miré la cama del costado y noté que estaba vacía. "Bueno, se habrán llevado al paciente", pensé. Pero como no quería quedarme con la duda, me acerqué a la recepción. Cuando le pregunté a la enfermera por el paciente de mi interés, solamente atinó a mirarme con expresión resignada…
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Hace algunos años mi madre tuvo un problema de salud tan serio que tuvimos que llevarla de emergencia al hospital. Si hubiera estado en una sala normal hubiera sido una cuestión de paciencia, pero lo preocupante es que la internaron de inmediato en trauma shock, aquella sala donde se lleva a los enfermos graves y que precisan de una atención inmediata.
Confieso que fue una de las noches más difíciles de mi vida y no le desearía a nadie pasar por una experiencia parecida. Al día siguiente fui a visitarla tratando de aparentar tranquilidad con una expresión forzada de optimismo. Cuando vi su expresión tan demacrada, deduje que no había pasado nada bien la noche. Pero también noté que deseaba contarme algo que le había sucedido.
Con escepticismo (¿qué puede pasar de grave en un hospital? Suficiente con los problemas que tienen los pacientes) le pregunté por el motivo de su inquietud. De acuerdo a su relato, cuando dieron las doce de la noche aún se encontraba despierta. Por indicación de los doctores, su cama estaba elevada al máximo nivel y no lograba conciliar el sueño. Para distraerse trató de orar un poco, pero no lograba concentrarse.
La sala de pacientes se encontraba en silencio a excepción de alguno que otro pitido de las máquinas conectadas a los pacientes. La oscuridad invadía todo el espacio libre, salvo por un rayo de luz que venía de la puerta que daba al corredor principal.
Mi madre disimuladamente miró al paciente del costado. Según había escuchado, había sido victima de un asalto y se encontraba en un coma profundo. El paciente no reaccionaba desde que lo habían internado en la sala. Su aspecto no era muy alentador, estaba cubierto de tubos y apósitos.
Lo que realmente llamo la atención de mi madre fue que al pie de la cama había una forma sentada. ¿Visitas a la medianoche? Imposible. ¿Una enfermera? Peor aun, porque ellas siempre están en constante movimiento. Cuando aguzó la visión, notó que era figura sentada y cubierta por un largo manto negro. En la mano sostenía una herramienta cuyo extremo se perdía en la oscuridad. Era imposible distinguir su rostro pues estaba oculto por una capucha aunque algunas greñas escapaban.
Mi madre no podía creerlo. Se sobó los ojos, y cuando quiso mirar de nuevo, la figura había desaparecido.
Cuando terminó su historia, fue inevitable que me sintiera algo escéptico. Atine a tranquilizarla y la conminé a que se olvidara del tema. Bromeando le dije: "Madre, si la hubiera visto al pie de su cama, tendría más razones para preocuparse". Ella mostró una sonrisa optimista y me dijo que prefería descansar.
Antes de retirarme, miré la cama del costado y noté que estaba vacía. "Bueno, se habrán llevado al paciente", pensé. Pero como no quería quedarme con la duda, me acerqué a la recepción. Cuando le pregunté a la enfermera por el paciente de mi interés, solamente atinó a mirarme con expresión resignada…