domingo, 24 de diciembre de 2017

Crónicas de viaje: Compartir turrón de doña Pepa en Colombo

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Publicado originalmente en el sitio web de la reunión de Global Voices en Colombo, y traducido para Global Voices en Español.

Era la noche del miércoles 29 de noviembre, y muchos de los colaboradores de Global Voices estábamos en la recepción del hotel Mount Lavinia, pues habíamos acordado ir a cenar en algún restaurante cercano al hotel. Estaba con ganas de ir, pese a que estaba cansada y seguía con desfase horario.

Dos días antes, había llegado a Colombo después de viajar más de 36 horas desde Lima, mi ciudad en el Perú. Había sido una larga travesía, cuyo mayor tramo fue un vuelo de 15 horas desde Sao Paulo hasta Dubái. Eran muchas las emociones que se mezclaban dentro de mí, emociones que se intensificaban a medida que se acercaba la fecha de la partida. Había entusiasmo y alegría que animaban mi espíritu, y también curiosidad sobre cómo se sobrevive a un vuelo de 15 horas.

Siempre con ganas de compartir sabores de mi país con mis compañeros de Global Voices, llevé postres peruanos. Tenía mazamorra morada y chicha morada para mi viajera secreta y también para algunos amigos. Y por primera vez, también llevé una caja de turrón de doña Pepa para compartir con tantos colaboradores de Global Voices como fuera posible. 

Tradicionalmente, el turrón de doña Pepa se conseguía solamente en octubre, mes relacionado con el Señor de los Milagros y sus procesiones alrededor del Centro Histórico de Lima. Sin embargo, ahora se puede comprar turrón todo el año y no es necesario esperar un mes especial para disfrutarlo.

El turrón viene en un bloque. En este caso, era un bloque de 250 gramos que debía cortarse en pequeños pedazos para comer fácilmente. Así que llevé el turrón con su empaque original y fui al restaurante para pedir un cuchillo. El administrador me lanzó la mirada más extrañada... pero todo se aclaró cuando le mostré el turrón y le conté de mis verdaderas intenciones.

El propio administrador buscó el cuchillo y fue lo suficiente amable y atento como para cortar el turrón en trozos que se pudieran comer de un bocado. Mientras estaba enfrascado en la tarea, le expliqué qué era lo que tenía en frente y le insistí en que se quedara con un pedazo para que lo probara.

Con mi turrón repartido en dos platos, fui a la recepción y empecé a ofrecérselo a los demás que estaban ahí. Todos mostraron curiosidad, pero me di cuenta de que, tras probar un trozo, a algunos les gustó el sabor más que a otros.

Tres compañeros de Global Voices me preguntaron por qué no había llevado cebiche. El cebiche es el plato bandera de la cocina peruana, y los peruanos estamos antipáticamente orgullosos de nuestra cocina, así que mi orgullo nacional me hizo sonreír: "Esta vez no hay cebiche, chicos. Pero prueben un poco de turrón".

Después de 15 minutos, ya no quedaba turrón. En los platos solamente quedaban migas. Lamentablemente, no tomé fotos del momento. Échenle la culpa al cansancio y la diferencia horaria.

Entre las risas y las explicaciones de lo que estaba ofreciendo, tuve la maravillosa sensación de que compartía un pedacito de mi país con personas de casi todos los rincones del mundo. Y esa es una de las cosas que me fascina de esta maravillosa comunidad: lo enriquecedor que es compartir un momento, un trocito de mi rincón del mundo con alguien que, a la vez, comparte conmigo un trocito de su rincón del mundo en un infinito proceso de aprendizaje.

¡Realmente somos globales!
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¡Feliz Navidad a mis lectores!


lunes, 11 de diciembre de 2017

Crónicas de viaje: Ver llover en Colombo

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- ¿A dónde viajas?
- A Sri Lanka.
- ¿¡A dónde!?

De ahí venía la explicación, que Sri Lanka es una isla en forma de gota al este de India. Creo que nadie nunca antes había oído la expresión "lágrima de la India".

Debo haber escuchado esas preguntas más de 50 veces en los últimos dos meses cuando en la conversación surgía el asunto de mi viaje. Y es que la última reunión de Global Voices se llevó a cabo en Colombo, capital de Sri Lanka.

Como suele ser con estos viajes, los preparativos fueron casi tan emocionantes como el viaje mismo. Lo que más opacaba la emoción era la cantidad de horas que debía pasar en un avión: en total, 25 horas, sin contar las esperas en tres aeropuertos. El tramo más largo era de 15 horas... entre Sao Paulo y Dubái.

Finalmente, llegamos a una ciudad que nos recibió llena de verde. Digo llegamos porque el grupo de iba nutriendo en cada parada. De Lima partí sola, en Sao Paulo me encontré con Victoria y en Dubái ya éramos más de diez. A Colombo nuestro avión llegó casi junto a otro procedente de Doha, con otra parte del grupo. Así que en el aeropuerto internacional de Bandaranaike éramos un grupo muy nutrido que partió en tres camionetas rumbo al hotel.

En la tarde de la llegada, Janine, Tadeo y yo fuimos a una tienda de artesanías. En realidad, los tres andábamos como zombies, veníamos viajando desde el sábado y ya era lunes. Hechas las compras, regresamos al hotel. Todavía no anochecía y Janine y yo, que compartíamos la habitación, ya estábamos durmiendo como si fuera medianoche.

Ni cuenta nos dimos de la lluvia que empezó esa noche. Que empezó esa noche y no paró en toda la semana que estuvimos por ahí.

Es rara la sensación de lluvia para mí, que vivo en una ciudad asentada en un desierto donde la lluvia son gotas mínimas que no echan a perder los planes de nadie. Ahora ya puedo decir que sé cómo es oír llover.

El hotel elegido estaba al lado de la playa, a la que nadie pudo ir porque no paró de llover. Desde mi ventana, veía el mar encrespado por el viento que acompañaba la constante precipitación. El Índico ante mis ojos, tan cerca y a la vez tan lejos.

Así transcurrió esa inolvidable semana, entre reuniones, risas, encuentros, conversaciones y mucha camaradería. Y lluvia, mucha lluvia. Supe que al día siguiente de mi partida, que fue de noche, salió el sol.

Tuve que recorrer casi medio mundo para ver llover. Valió la pena toda la aventura.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Bodas de aluminio

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Sin darme apenas cuenta, casi como por arte de magia como dice la canción, este blog cumplió diez años. Qué lejana y qué cercana a la vez se siente esa primera publicación, que vino llena de dudas.

Y acá estamos, apagando diez velitas, celebrando bodas de aluminio, cumpliendo aniversarios metálicos, contando ya los años con dos dígitos y en décadas.

Ha sido un viaje fantástico, y lo seguirá siendo. Viene junto con otro viaje fantástico, diez años de una hermosa amistad descubierta en Global Voices.

Vamos por diez años más, y muchos más.
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Hablando de Global Voices, acá mi más reciente artículo en su sitio web.


miércoles, 8 de noviembre de 2017

Ardilla osada

Desde hace algún tiempo se ven ardillas en Lima, aunque de todas maneras no son muy habituales. Las que se ven por acá son plomas y de colas poco frondosas, no como las tradicionales marrones que hemos visto toda la vida en los dibujos. Eso sí, tienen la cola lo suficientemente larga como para indicar claramente por dónde andan.

Siempre que las veo, andan a salto de mata, o a salto de cables aéreos, sobre las copas de los árboles que adornan las calles por acá cerca, generando revuelo a su paso. Nunca las había visto desplazarse a ras del piso.

Hasta hace poco.

El otro día caminaba por la avenida Larco, entre el ruido y la prisa de esta avenida tan transitada por peatones y vehículos, donde se oyen todos los acentos y todos los idiomas. Es una vía cosmopolita, imagino que prácticamente todos los turistas que vienen a Lima pasan por ahí.

De repente, con el rabillo del ojo noté un movimiento acelerado muy cerca de mí, y cuando volteé en esa dirección, logré ver a una ardilla que bajaba de un árbol. Su paso iba cambiando de rápido a cauto a medida que se acercaba al suelo. En un momento se detuvo, como calculando dónde dar el siguiente paso.

Ya para ese momento, algunas personas se habían detenido a mirarla. La ardilla seguía observando fijamente el suelo casi sin moverse.

Finalmente se decidió. En un instante, saltó del delgado tronco del árbol al suelo, giró 180 grados y quedó frente a la pista que, coincidentemente, estaba vacía. La luz de un semáforo cercano contenía a los autos en ese momento. La ardilla se quedó calculando unos segundos más y de repente, saltó a la pista y cruzó la avenida corriendo. Como si hubiera habido una sincronización previamente ensayada, en el segundo en que el animalito ya estaba a salvo en la otra acera, los autos comenzaron a pasar a gran velocidad.

Por un breve momento, la ardilla se quedó mirando el tramo que había recorrido. Casi se podía sentir que se felicitaba, admirada de su propio valor.

Después, en un segundo, se trepó al árbol que tenía más cerca y se perdió entre sus hojas en un abrir y cerrar de ojos. Interiormente, aplaudí esa muestra de coraje que tuve el privilegio de presenciar una tarde cualquiera de primavera.

lunes, 30 de octubre de 2017

El carro de lujo

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Hace algunos años, escuché un diálogo entre una abuela y su nieta, de ocho años. A continuación, lo reconstruyo para mis lectores, imaginando cómo lo contaría la abuela.
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- Abu, cuéntame de cuando eras chiquita.

Quien habla es mi nieta de ocho años. No me sorprende pues más de una vez me ha pedido que le hable de mis vivencias de niñez. Imagino que le sonarán lejanas en tiempo, espacio y dimensión.

Yo nací en la década de 1940, en una pequeña ciudad de Loreto, en la selva de nuestro Perú. Mi infancia fue dulce y serena, pero felizmente ni triste ni sola. Está llena de recuerdos buenos y de los otros, pero mayormente buenos.

- A ver, ¿qué quieres que te cuente?
- ¡Del carro de lujo! –responde, con un brillo en los ojitos que me anima a contarle.
- En la ciudad donde yo crecí, no había muchos carros. No se necesitaba tener carro porque el sitio es chico, a todos lados nos íbamos caminando. Además mi papá, tu bisabuelo Pedro, era un gran caminante y con él a su lado, mi hermana y yo recorríamos a pie casi todas las calles de nuestro rinconcito del mundo.
- Yo también tengo mi rinconcito en el mundo, pero ir caminando me cansa a veces.
- Bueno, es que no teníamos otra manera de ir de un sitio a otro.

Traté de imaginar lo que una niña nacida en el siglo XXI piensa de los recuerdos de su abuela, no solamente por los años que nos separan, sino por el hecho de ser ella una limeña acostumbrada a una urbe enorme, llena de carros, movimiento, gente, tiendas y no a una ciudad pequeña donde la gente vivía con las puertas abiertas como dando la bienvenida a personas amigas y donde a veces el medio de comunicación eran las campanadas de la iglesia. Un tiempo sin televisión, sin computadoras, sin celulares debe sonarle como ciencia ficción o relatos de una realidad alterna en un universo paralelo.

- ¿Quieres que te cuente? –le dije, volviendo a este tiempo.
- Sí, abu, por favor.
- Bueno, no había muchos carros. En verdad, solamente había dos carros, y los dos eran de la misma familia.
- ¡¿Dos carros nada más?! –su voz denota una incredulidad enorme. En su cabeza no cabe que existieran únicamente dos carros para toda la gente.
- Sí, dos carros. Ya te digo que no necesitábamos más porque caminábamos a todas partes. Uno de esos carros era una camioneta con tolva, de color azul, con la pintura bastante oxidada. Casi ni se movía de su sitio, creo que no funcionaba. Nunca lo vi en ninguna otra parte más que en la entrada de la casa de esta familia.

Mis recuerdos volaron a esa calle paralela a la de mi casa. Cada vez que iba al colegio con mi hermana pasábamos por la esquina y ahí estaba estacionada la camioneta azul. Siempre. Todos los días. Recién ahora me pregunto qué hubiera sentido si un día no la hubiera visto al pasar por ahí. En ese tiempo, nunca nos preguntábamos para qué servía un auto que vivía estacionado.

- El otro carro era cosa seria. Era un auto, como cualquier carro que ves por la calle, con cuatro puertas. Ese sí era nuevo, de color verde. Sus asientos también eran de color verde.
- No me gusta mucho el color verde.
- Se veía muy elegante. Recuerdo la primera vez que lo vi. Parecía magia, como los carros que solamente había visto en el cine. Me hubiera encantado pasear en ese carro.

Cómo olvidar ese día. Un ruido extraño y nuevo llenó las calles. Todos salimos corriendo a ver qué era y nos quedamos con la boca abierta y el corazón acelerado cuando lo vimos pasar. “Así deben pasearse los ángeles”, recuerdo que pensé.

- ¿Te subiste alguna vez?
- No, pero por la ventana podíamos ver los asientos. A veces nos lo encontrábamos estacionado afuera de la municipalidad, o frente a alguna casa. Entonces, tu tía y yo nos quedábamos asombradas mirándolo. Los otros niños también lo miraban, probablemente como tú te quedarías mirando una nave espacial si la encontraras estacionada frente a tu casa.
- ¿Y quién manejaba? – quiso saber.
- Un señor que era amigo de mi papá. Cuando nos encontraba mirando su carro con la boca abierta se reía, nos decía con una sonrisa amplia “cualquier día, los llevo a pasear”. Y todos soñábamos con ir a pasear en ese carro tan lindo.
- ¿Y se fueron a pasear?
- No, eso nunca pasó.
- ¿Por qué? –su tono me hizo recordar la decepción que sentíamos cada vez que oíamos pasar el carro pensando cuándo podríamos subir.
- No sé. Supongo que en realidad el señor no tenía pensado llevarnos a pasear, pero lo decía porque nos veía la cara de ansiedad. Era un hombre muy bueno.
- Abu, pero, si nadie manejaba en ese sitio, ¿dónde aprendió a manejar ese señor?
- Ah, es que él había vivido un tiempo en una ciudad más grande y ahí aprendió a manejar.

De nuevo retrocedí en el tiempo. Volví a mi salón de clases y cómo nos alborotábamos cuando escuchábamos el ruido característico del carro de lujo pasando por las afueras del colegio. Tratábamos de verlo pasar, pero para eso había que estar al lado de la ventana.

Lo que queríamos era ver si algún otro niño estaba gozando de un paseo en esa maravilla verde.

Hasta donde sé, nunca nadie más que el dueño y su esposa se subieron al carro más famoso de mi pequeño rincón del mundo. Ahí donde los amaneceres pintan de anaranjado el río, donde la lluvia toca música cuando golpea los techos metálicos de las casas, donde las flores son de plástico y hay que mandarlas a hacer porque no crecen en los jardines, donde las manzanas son artículos de lujo que no se tiene todos los días, donde la tierra mojada tiene un olor característico que a veces siento percibir, donde el cariño viene en forma de plátanos, gallinas y sonrisas.

Donde ver pasar un carro de lujo era motivo de alegría.

domingo, 22 de octubre de 2017

El hombre del nombre incompleto

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Es chiquita y es dueña de su mundo. Su mundo son su papá, su mamá, su hermana mayor. También hubo alguna vez una hermanita menor, pero de ella no se habla porque se fue al cielo y todos se ponen tristes cuando la recuerdan.

Pasa sus días inventando juegos con su hermana mayor. Son inseparables, aunque pelean como pelean todos los hermanos. A veces las acompaña su tío que parece su primo porque nació apenas un día antes --sí, solamente un día-- que su hermana mayor.

Tiene una imaginación activa, presta a llevarla de su mundo a un mundo de princesas, de enigmas, de flores, de primaveras. Como solamente tiene tres años, todavía no va al colegio. Las letras son un misterio, pero para ella no es problema. Su imaginación compensa con creces los símbolos que aún no sabe descifrar.

Su mamá trabaja en casa, como trabajan las mamás de todos los demás de su pequeña ciudad selvática. Se encarga de los quehaceres domésticos, de cocinar, de tener todo en orden. Y cose, cose mucho para la niña de activa imaginación, para su hermana y para quien tenga a bien encargarle costuras.

Su papá trabaja en una casa comercializadora. Como la ciudad en la que viven queda a orillas de un río importante, hay mucha actividad comercial de ahí a otra ciudad muy grande a la que se llega en vapor. El viaje dura cuatro días de ida y cinco de vuelta. El regreso es más largo porque es contra la corriente del río más largo del mundo.

La imaginativa niñita está acostumbrada a ver en su casa a los trabajadores de la comercializadora a donde su papá va todos los días elegantemente vestido de terno y corbata a pesar del calor amazónico. Pero los hombres que con frecuencia van a su casa visten de manera mucho más sencilla. Son hombres hoscos, cuando entran a su casa apenas saludan y casi no hablan con nadie. Se limitan a cumplir el encargo para el que han ido y salen de ahí sin mayor trámite.

Pero la mamá de la niña es una mujer sumamente caritativa. Cuando uno de estos hombres llega, ella lo saluda con mucha educación y a algunos hasta cariñosamente. Con sus tres años, la niña no puede entender que sus papás son padrinos de casi todos en su pequeña ciudad, pero le parece normal que su mamá se dirija a muchos por su nombre de pila. Es que son sus ahijados, y aunque lo sabe no lo entiende plenamente.

Así fue que un día llegó un hombre a quien nunca antes había visto. Cuando sintió entrar a alguien a su casa, corrió con su hermana a ver quién era y qué quería. Lograron oír de casualidad: "soy Pablo Torres, busco a la señora Julita, le tengo un encargo de don Pablo".

"Pablo Torres", pensó la niña. Le fascinó pensar que su papá se llamaba Pablo Cortés Torres. Este hombre y su papá se llamaban casi igual.

Se quedó mirando a Pablo Torres. No podía dejar de mirarlo, ese hombre se llamaba como su papá pero incompleto. En su ensimismamiento, no se percató de que su mamá le preguntó al hombre del nombre incompleto si había almorzado, ni notó que el hombre del nombre incompleto le dijo que no. Ella seguía mirándolo como si fuera un ser fantástico, una criatura mágica.

El hombre del nombre incompleto.

Volvió a la realidad cuando vio que el hombre del nombre incompleto empezaba a comer. Vio cómo agarraba la cuchara. Primero le llamó la atención que un hombre grande comiera con cuchara algo que no era sopa. Después le llamó la atención que el hombre del nombre incompleto no agarrara la cuchara como todo el mundo, sino que más bien empuñara la cuchara.

Volvió a mirarlo fascinada. Un mundo nuevo apareció con el hombre del nombre incompleto.

Entonces, el hombre del nombre incompleto levantó la vista. Tal vez había notado la presencia de la niña y los ojos infantiles que no se despegaban de él. Nunca se sabrá si el hombre del nombre incompleto se incomodó ante ese silencioso escrutinio. Lo que sí sabe es que la miró, se la quedó mirando algunos segundos, después le guiñó un ojo, le sonrió y siguió comiendo.

Pablo Torres, el inolvidable hombre del nombre incompleto.

viernes, 13 de octubre de 2017

La otra mano

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Guía para entender a una zurda impenitente

“Bésame, soy zurdo”, fue la frase que salvó la tienda de Ned Flanders, el zurdo animado más querido de la cultura pop. No es mala idea como frase de bandera, bueno, dependiendo de a quién le pidamos el beso de manera tan imperativa. Una tienda llena de adminículos e implementos para los que usamos la otra mano, ciertamente me encantaría visitarla, si fuera real, claro (ahí te quisiera ver, diestro lector, tratando de lidiar con objetos al revés, con la diferencia de que para ti sería cosa de chiste mientras nosotros debemos vérnoslas con esas situaciones todos los días).

Cary Grant es el señor Blandings, o el señor Blandings es Cary Grant, da igual. El orden de los factores no altera el producto, y el producto es una escena donde el señor Blandings trata de afeitarse mientras la señora Blandings intenta maquillarse en el diminuto espacio que es el baño. No es el reflejo del espejo, no, el hombre sostiene su afeitadora con la otra mano. Alto, moreno y zurdo es como describiría a Cary Grant, ese galán del que ya se hablaba en pasado cuando descubrí que me gustaba el cine. Vaya coincidencia, mi galán favorito resultó ser zurdo.

Ludwig van Beethoven compuso música inmortal, y es doblemente admirable si pensamos que se volvió sordo a los 30 años. Y es triplemente admirable si sabemos que era zurdo. ¿Te imaginas? En un tiempo en que los que escribimos con la otra mano éramos estigmatizados, Beethoven logró sobresalir de manera brillante siendo sordo y zurdo.

Imagino a Barack Obama y a Bill Clinton indultando a dos pavos en Acción de Gracias, una de las costumbres de esta fecha tan celebrada en Estados Unidos. Hasta los puedo visualizar firmando los decretos con la otra mano. Ciertamente que cinco de los siete últimos presidentes estadounidenses son zurdos, pero estos dos me son bastante más simpáticos que los demás.

La famosa y enigmática sonrisa de la Mona Lisa la pintó Leonardo con la otra mano. Entre las múltiples habilidades de este genio del Renacimiento está que escribía como espejo, de derecha a izquierda. Es emocionante pensar que comparto una habilidad con Leonardo, y no, no es la pintura.

Jerry Seinfeld es el creador de la magnífica serie epónima, símbolo de los años 90 pero vigente hasta ahora. En un capítulo, Jerry se despierta a medianoche tras un divertido sueño que le servirá para alguna de sus rutinas de comediante. Anota una palabra a la volada a oscuras en un papel que tiene en su mesa de noche. Al día siguiente, le es imposible descifrar su propio garabato. Lo mismo pasa con todas las personas con las que consulta. ¿Sería ilegible porque lo escribió con la otra mano? Nunca llega a saber qué era lo que había escrito.

Alejandro Fermín era torero, era extremeño, y era zurdo. ¿Cómo le dirían? ¿El diestro zurdo? Difícil imaginar la trayectoria de un torero zurdo impenitente que hacía sus faenas con la otra mano en una actividad tan llena de supersticiones y recomendaciones.

Los Beatles eran cuatro, eso ya se sabe. Resulta que dos de los cuatro, o sea, la mitad de los Beates, son zurdos. Casualmente son los dos que aún quedan vivitos y coleando, Paul y Ringo. Imagino a Paul componiendo la melacólica Yesterday con la otra mano. Tal vez a eso se refiere su Let it be, déjalo ser... zurdo.

La famosa “mano de Dios” de Maradona es la otra mano. Es que el Diego es otro zurdo de los buenos. Porque también están los malos, no todo puede ser perfecto. Osama, Hitler por mencionar apenas a dos, así de pasada. De Jack el Destripador se sabe poco, y entre lo poco que se sabe es que muy probablemente era zurdo, de acuerdo con el sentido (si algo de sentido tiene ir por ahí destripando gente) de los cortes que infligía a sus víctimas.

Esos son algunos miembros del privilegiado grupo que usa preferentemente la otra mano en su vida diaria, grupo en el que orgullosamente me incluyo. Aunque por ahí dicen que somos una minoría silenciosa, casi inexistente más allá de nuestro círculo, nunca lo he considerado un problema ni una dificultad. Eso sí, hay cosas mínimas que son parte de mi día a día y que solamente notamos quienes estamos de este lado (y que tú, querido diestro que lees esto, ni imaginas), pero digo que soy una zurda impenitente, así que me las arreglo de manera tal que salgo airosa siempre... o casi.

El origen de la palabra zurdo no es claro. Algunas fuentes dicen que proviene del latín soccus, pantufla empleada por mujeres y comediantes. Era el calzado que en el teatro romano antiguo llevaban los cómicos, a diferencia del coturno, con el que elevaban su estatura los trágicos. La palabra zocato, de la que deriva zurdo, se aplica al hombre torpe y obtuso. Otra vez, zurdo equivale a torpe. A ver, pues, intenten vivir y desarrollarse con la otra mano en un mundo donde todo está al revés.

Otros dicen que viene de una voz prerromana pirenaica, afín a las palabras vascas zurrun («inflexible, pesado») y zur («avaro, agarrado»). Numerosas lenguas románicas vecinas, como el gallego, el bearnés y el portugués, poseen términos emparentados con zurdo. En todos los casos suelen partir de la idea de «grosero», «torpe». Esquerrà, en aragonés y catalán, está originada de la euskera ezkerra, que significa literalmente mano equivocada. Dicho de otro modo, otra mano.

En la Biblia, el libro de los Jueces, los libertadores que salvaron al pueblo de Dios de la esclavización, dice en el capítulo 20, versículo 16: “de toda esta gente, setecientos hombres escogidos eran zurdos; capaces cada uno de lanzar con la honda una piedra a un cabello sin errar”. Vaya, por fin nos reconocen como tiradores de certera puntería, y nada menos que la Biblia. Tal vez eso nos quite un poco lo de impenitentes, aunque en mi caso descarto tajantemente esa posibilidad. Felizmente, no hay ninguna afirmación de que Caín haya matado a Abel enarbolando la quijada de burro con la otra mano. Sería el colmo.

Aunque no hay estadísticas exactas, se calcula que aproximadamente un 8 y un 13 % de la población mundial usa la otra mano, y son más los zurdos (13 %) que las zurdas (9 %). No se sabe por qué. Lo que se sabe es que de lo bueno, poco. Y de las buenas, pues poquísimas, ejem.

Las reglas de cortesía se originan en tiempos oscuros en que la gente vivía pensando cómo defenderse de los demás. Se estrecha la mano derecha para demostrar que uno va desarmado. El invitado de honor se sienta a la derecha del anfitrión porque así se le complica un ataque con arma blanca al invitado, que queda con la mano izquierda al lado del anfitrión. En los castillos medievales, las escaleras y pasamanos están hechos de tal manera que los atacantes deben subir agarrándose con la mano derecha, con lo que deben llevar las armas para lucha cuerpo a cuerpo con la otra mano.

Es como para ponerse a pensar si hubiera sido una buena atacante en los tiempos medievales. La otra mano que ahora me limita tal vez me hubiera salvado la vida.

Y no es la única ventaja.

Alguna vez leí las confesiones de un carterista londinense que, ya reformado, daba consejos a las damas para evitar el robo de su cartera. Había sido un carterista finísimo, impecable, inatrapable... hasta que intentó robarle con la otra mano la billetera a una mujer que llevaba la cartera colgada del hombro izquierdo. Lo que normalmente me hace sentir frustrada y hasta torpe (aunque me debo repetir que no es torpeza) resulta que es una buena defensa contra robos al paso.

Algunos zurdos que conozco me dicen que se han acostumbrado a hacer algunas cosas con la mano derecha porque “ya no importa”, sobre todo cuando se trata de implementos compartidos y cambiar de lado las cosas para usarlas con la otra mano puede ser un fastidio. Yo no, repito que soy una zurda impenitente. ¿Por qué debo hacer las cosas incómodamente? No pues, los zurdos también tenemos derechos.

Cómo seremos de escasos que hasta tenemos un día propio, el 13 de agosto, (tenía que ser, 13). También en esa fecha se celebra el Día del Clarinetista (si eres clarinetista y zurdo acabas de perder un día de celebración) e, inexplicablemente, al armadillo. Claro, no podía ser en otro día más que 13 y si el año tuviera trece meses, segurito que el día elegido sería el 13/13. Es para que la gente tome conciencia de cómo debemos enfrentar el mundo con la otra mano.

Pero yo creo que ese no es el camino. Mi sueño es armar una cocina completa con implementos para zurdos solamente para ver cómo se desenvuelven los que son mayoría haciendo las cosas con la otra mano. “Hazlo con la otra mano, pues”, sería yo quien dijera en esa oportunidad, sacándome el clavo con una frase que me han dicho tantas veces. Abrir una lata de conservas era un desafío impensable, hasta que una Navidad, mi mamá me hizo uno de los mejores regalos de mi vida: un abrelatas especial, que se pone a la izquierda de la lata. Nunca más renegué al abrir latas de leche condensada. Otro gran problema es el sacacorchos, pero debo decir que no es una herramienta que use mucho. Siempre hay un caballero (diestro, con toda seguridad) dispuesto a socorrer a una dama en apuros, eso espero.

Existen unas cucharitas especiales para darle de comer a los bebitos. Son cucharitas de mango largo, donde la parte cóncava forma un ángulo con el mango. Pero claro, el ángulo que forma la parte cóncava con el mango está pensado para sujetar el cubierto con la mano derecha. Darle de comer al bebito con la otra mano usando esa cucharita debe ser una misión imposible, y la suciedad que produce intentarlo de ninguna manera se autodestruye en 60 segundos.

El tablero del horno microondas está puesto al lado derecho. Eso significa que la programación de cuánto rato va a estar la comida girando se debe hacer con la mano derecha. Para hacerlo con la otra mano hay que cruzar los brazos.

Lo mismo va para los cajeros automáticos de los bancos. Meter la tarjeta, indicar la clave y qué operación se va a realizar, todo hacia el lado derecho. Realizar la acción exitosamente con la otra mano resulta muy incómodo, pero claro, a estas alturas ya estamos acostumbrados a estos retos.

La tijera es otro adminículo que sabe ocultar bien la dificultad que nos genera a los zurdos. Las tijeras para adultos tienen los ojos dispuestos de tal manera que los zurdos terminamos con el pulgar solito y bien cómodo en el ojo grande y el índice y el dedo medio apiñados en el ojo pequeño. Cortar con la otra mano además implica que la hoja de la tijera que queda arriba tapa la línea que guía nuestro corte, que nunca me salió derecho hasta que me compré mi primera tijera para zurdos. ¿Qué habrá dicho mi informe de nido en el rubro “Corta por el borde”? Mejor no pregunto.

Detalles tan mínimos como el sentido de las letras en lápices y lapiceros, que están hechas para ser leídas mientras se escribe con la mano derecha. Desde la otra mano, las letras quedan de cabeza. Tal vez así fue como aprendí a leer mirando las palabras desde arriba.

Otro detalle mínimo son las reglas. Lo más cómodo para medir con la otra mano sería que los números empezaran desde la derecha hacia la izquierda, con lo que el trazo se podría hacer en el sentido más cómodo, hacia afuera. Tal como están las cosas, el brazo choca con el cuerpo.

Los cuadernos de espiral, tan populares entre los universitarios, no están hechos para quienes escriben con la otra mano. Es muy incómodo, sobre todo cuando se escribe en las hojas pares, pues la mano choca todo el rato con el espiral. La “solución” sería empezar a usar los cuadernos desde la última página, de cabeza. El mundo jamás se adapta a nosotros, ya se sabe, somos una minoría silenciosa.

Recuerdo un capítulo muy triste de la serie animada “Dilbert”. En verdad, no recuerdo ni cómo lo vi ni cómo supe de su existencia. La cosa es que Dilbert se entera de que hay un país llamado Elbonia donde los zurdos sirven para ser esclavos de los diestros. Noto una leve ironía y un toque de humor negro ahí. ¿Cómo sería una revolución de los zurdos? Es como para pensarlo... Zurdos del mundo, ¡uníos!

Las estadísticas dicen que los zurdos vivimos menos que los diestros. Se podría pensar que es consecuencia de nuestra torpeza, claro, intentando sobrevivir en un mundo adverso con la otra mano. Ya quisiera ver a los diestros mostrar su destreza con herramientas que no les son para nada cómodas. De diestros no les quedaría nada. Porque un diestro es una persona muy capaz. ¿Has notado qué es un zurdo? Una manera despectiva de referirse a personas con ideas de izquierda, pero aquí la política queda fuera.

Nicole es zurda, y es una brillante exalumna de Harvard. Por razones académicas viajó a Marruecos, a una zona rural del país. Debía lidiar con las costumbres del lugar, y prevenida como estaba tras una sesión de orientación en Rabat, decidió aplicar eso de “a donde fueres, haz lo que vieres”. Ella vivía en la casa del jefe de la tribu. Estaba consciente de la importante práctica cultural de cuidarse de saludar con la mano derecha y no con la izquierda. Lo mismo para comer, simplemente por higiene pues las personas suelen limpiarse con la mano izquierda después de ir al baño. No quería mandar al traste la señal de respeto que es utilizar la mano derecha para referirse o relacionarse con otras personas. Se le hizo difícil agarrar el pan con la mano derecha, en un plato tradicional donde el pan sirve de base a la comida y que se come con la mano, la derecha, claro está. Lo intentó sin mucho éxito. Entonces, haciéndose la desentendida, intentó agarrar el pan con la otra mano. Instantáneamente, los ojos de la familia se volvieron hacia ella. ¿Sería por usar la otra mano?, pensó, y la tranquilizó la idea de que todo era nuevo y diferente. Siempre la miraban como si fuera de otro planeta.

Adam y Eric, siempre en ese orden, son hermanos. Se llevan poco menos de un año de edad. Cuando eran niños, Adam decidió ser un buen hermano mayor y le dijo a Eric que le iba enseñar a amarrarse los zapatos. Lo intentó muchas veces, y Eric no aprendía. La frustración del niño era mucha, pero seguro todavía no podía expresarla en palabras. Hasta que un día su mamá, que fue quien me contó la historia, notó que algo pasaba con su hijo menor. Cuando le informaron de la imposibilidad de Eric de aprender algo tan simple, su reacción fue enseñarle ella misma a amarrarse los zapatos. Éxito rotundo e inmediato, no más frustración. Es que mamá siempre sabe lo que es mejor para sus hijos y ella encontró la solución en un santiamén. Al confundido y diestro Eric, su hermano zurdo le estaba enseñando a amarrarse los pasadores con la otra mano.

Mi amiga Renée es súper simpática y es zurda, lo que es casi una tautología. Aunque con ella no he intercambiado historias ni anécdotas de su vida cotidiana usando la otra mano, tiene un dato curioso que vale la pena destacar. Su cumpleaños es el 13 de agosto, el Día de los Zurdos. Otra coincidencia que un mal chiste resumiría como siniestra.

Veo patalear al técnico que arregla mi computadora en mi casa. Debe lidiar con el mouse hecho para la otra mano, que personalicé en cuanto supe que existía esa opción. El clic derecho es el izquierdo y el derecho es el izquierdo, pero si es facilísimo. El técnico sabe de esta particularidad de mi mouse, pero no logra habituarse a ejecutar con la otra mano las tareas más simples en un campo que domina a la perfección. Lanzo al Universo la pregunta: a ver, ¿quién es el torpe ahora?

Giselle es una amiga mía muy querida del colegio. No es zurda, pero su esposo sí. Su esposo y su hija mayor, lo que quiere decir que en su casa van al 50 %, hay división perfecta en la lateralidad de la familia. Recuerdo que me contó de la fuerte pelea que tuvo con su esposo una vez que ella amorosamente acomodó la caja de herramientas que él usa para su trabajo diario. Ella no se había percatado jamás de la diferencia cuando se toma una herramienta con la otra mano, no queda lista de inmediato para su uso, hay que acomodarla y eso genera una pérdida de tiempo que puede ser molesta. Supo que lo que primero le pareció una nimiedad era un problema casi mayor cuando su esposo tuvo que enfrentarse al hecho de “manejar” la caja de herramientas con la otra mano. La solución del conflicto fue que tendría mucho cuidado la siguiente vez que ordenara la caja de la discordia... aunque conociéndola, seguro que nunca más ordenó la caja de herramientas. A grandes males...

Coco, otro querido amigo del colegio, tuvo una historia diferente. Me cuenta que sus primeros "síntomas" fueron el uso de la otra mano para casi todo. Sus papás hasta lo llevaron al médico, pero felizmente lo dejaron tranquilo poco después. Aceptaron que su hijo mayor estaba destinado a pertenecer a ese porcentaje minoritario que usa la otra mano. Coco aprendió a escribir sin voltear tanto la mano y el brazo, como regularmente hacen los zurdos para evitar ensuciar el papel. Lo que él hacía y todavía hace es voltear casi horizontalmente las hojas o el cuaderno (yo hago lo mismo). Coco no oculta su orgullo de ser zurdo, tenía la ilusión de que alguno de sus hijos también lo fuera, pero no fue así. Conserva la esperanza con los nietos que todavía no tiene.

Un productor de comerciales me contó que una vez estaban bastante retrasados en una grabación. Debía grabar y tomar fotos en primer plano de un hombre mientras firmaba con mucho estilo usando un lapicero muy elegante, el comercial era del lapicero. El hombre del comercial llamó a avisar que se iba a demorar un poco, pero el productor no se desesperó. Le dijo a su equipo que preparan toda la escena de tal manera que, al llegar, el firmante solamente ocupara el lugar donde todo estaba dispuesto para su firma. Cuando todo estaba listo, papel y lapicero dispuestos, con todo apuntando en la dirección correcta, llegó el firmante apurado y pidiendo disculpas por el retraso. Se acercó a la mesa, se dio cuenta de algo, y levantando la otra mano dijo: “todo esto está al revés, yo soy zurdo”.

¡PLOP!

María del Carmen. Maricarmen. Tía Titita. Mi madrina, para más señas, una madrina que no esperó que sus grandes amigos le dijeran que su segunda hija sería su ahijada. Ella reclamó derecho de madrinaje en cuanto supo que yo venía en camino, sin saber que se venía una zurda. ¿Casualidad o designio del destino? Nació en Huancayo en algún momento de la década de 1940 en un tiempo y lugar en que los zurdos éramos más malignos que accidentes de tránsito (¿has notado que las aseguradoras llaman siniestros a los accidentes? ¿Y qué significa siniestro? Izquierdo.). Cuando empezó su vida escolar, debió pasar por el suplicio de que le amarraran la mano “equivocada” cuando aprendía a escribir. Animosa como ella sola, no se hizo mayor problema y lo resolvió siendo diestra en el colegio y zurda en su casa. Tejía como imagino que solamente la odiseica Penélope tejía, aunque la tía Titita no debía destejer nada durante la noche. Era ambidextra a la fuerza, pero esa asombrosa habilidad adquirida por instinto de supervivencia le hizo perder el sentido de la orientación casi por completo. Son las consecuencias de ser zurda penitente, pero no le quedaba más remedio. No eran épocas en que hubiera derecho al pataleo.

Maricarmen, cuando aún no era tía Titita de nadie, se sabía de memoria el camino de la universidad a la pensión donde vivía en Lima, lugar de residencia que también albergaba a mi mamá donde ambas se conocieron hace más años de los que les gustaría reconocer. Con esa fórmula infalible, no se perdía nunca.

Ella sabía dónde tomar el micro, dónde bajarse y por dónde caminar en un sentido o el otro. Todo iba bien hasta el día en que por algún motivo el micro debió de cambiar de ruta. Terminó en una calle desconocida, no solamente sin saber dónde estaba sino sin saber por dónde regresar a la ruta cotidiana. Empezó a preguntar y un amable camionero le dijo que iba en dirección a su pensión, que la podía llevar. Con todas las dudas, ella aceptó y terminó sentada entre el camionero y su ayudante, rezándole a todos los santos conocidos que no le pasara nada malo... y aguantando estoicamente terribles pisotones cada vez que el chofer aceleraba. O sea, casi todo el camino.

Media hora y quién sabe cuántos pisotones después, se bajó en la puerta de la pensión. No sé si el miedo que sintió o los pies que llevó morados muchos días fue lo que más recordaba del incidente.

Dicen que la única vez que no se perdió al ir a un sitio que no conocía fue porque entendió las instrucciones al revés.

Todas estas situaciones las conozco. Las he vivido más de una vez.

¿Desde cuándo sé que soy zurda? Desde siempre, digamos que desde que tengo uso de razón. Es algo que repetía casi mecánicamente sin darme cuenta de su sentido pleno. Al comienzo, lo sentía como un equivalente exclusivo a escribir con la mano izquierda, la otra mano. Agradezco a Dios no haber tenido nunca que pasar por la conocida pesadilla contada por personas de generaciones anteriores, de que les amarraban la otra mano para que escribieran “como debía ser” (¿te imaginas ese sufrimiento?). Al contrario, entré al colegio bien aleccionada de que jamás dejara que me obligaran a escribir o hacer las cosas de una manera que fuera contra mi naturaleza. No importaba si esa naturaleza era la minoritaria (y menos si es invisible y casi reducida a la inexistencia), debía siempre defender mi manera de hacer las cosas. Me enorgullece decir que soy una zurda impenitente.

La mujer trata de dar de comer a su hija de dos años, en realidad lo hace sin problemas. Mientras ella pone la comida en la boca de la niña, la pequeña juguetea con una cucharita tratando de descubrir el dibujo que hay en el fondo del plato infantil. Entonces, la madre nota algo diferente, está a punto de confirmar algo que ya sospecha. Toma la cucharita que sostiene su hijita y, bajo la mirada atenta de la niña, la pasa de una a la otra mano. La niña intenta seguir revolviendo la comida como había estado haciendo hasta un segundo antes. Le es imposible. Diría mejor que me fue imposible, pues la niña del relato soy yo. Entonces, regresé la cucharita a la otra mano mientras dije a mi mamá con tanta claridad como me lo permitieron mis dos años de edad: “no she pede”. Y no pues, no se podía, mamá, no había que insistir.

La cajera me entrega el vuelto. Se queda en el intento, en verdad. Extiende una de sus manos con las monedas y ahí chocamos. Ella tiene el dinero en una mano, yo espero recibirlo con la otra mano.

Durante un tiempo, jugué softbol, una versión suave del béisbol, tan popular en Estados Unidos y casi desconocido acá. El guante es imprescindible en ese deporte, y se debe usar en la mano izquierda de tal manera que la mano derecha es la que hace los lanzamientos. En el colegio tenían muchos guantes para todos, para poder jugar cómodamente. Cómodo para todos, menos para mí. Debía encajarme un guante en la otra mano, era imposible jugar así. La solución no era simple pues eran tiempos en que por acá todo lo que había era escasez, tanta que no había ni gente que viajara a quien poder encargarle un guante para zurdos. Felizmente, alguien conocido viajó y cuando por fin pude tener mi guante, jugar softbol se me hizo muy fácil. La frustración es una constante compañera de los zurdos, como puedes ver (seguro nunca se te ocurrió que hubiera guantes de béisbol de zurdos).

En una estación de metro en Washington D.C. me enfrento a una acción cotidiana y simple para millones de personas del mundo. Una vez pagado el pasaje, el operador entrega al usuario un boleto con un código de barras impreso. Ese boleto se debe pasar delante de una minipantalla lectora que tiene una luz roja que se pone verde cuando ha leído el boleto y lo ha aprobado. Son muchas lectoras dispuestas una al lado de la otra: se pasa el boleto, lo que hace que la luz roja se ponga verde, se abre una tranquera por un breve tiempo, suficiente para dejar pasar al viajero que luego baja al nivel por donde se aborda a los trenes.

Entonces, paso mi boleto recién pagado, impecable, sin una arruga. Lo pongo delante de la flecha que me indica lo que debo hacer. Nada. La tranquera no se mueve, la luz roja sigue roja. No sé qué hacer, si volver a intentar o si regresar a la ventanilla a reclamar. De repente con el rabillo del ojo, veo que la tranquera de mi izquierda está regresando a su lugar. Caigo en la cuenta de lo que ha pasado: debí haber usado la lectora ubicada a mi lado derecho, no la del lado izquierdo. Debí haber pasado el boleto por la lectora con la mano derecha, no con la otra mano. En el mismo instante en que me resigno a tener que ir a pagar un nuevo boleto, se acerca apresurado un hombre con uniforme que, con una sonrisa y una llave en la mano (derecha, ¿cuál más?), abre la tranquera que no se quiso abrir un momento antes y me indica con un ademán amable y divertido que siga adelante. Lo había visto todo, debe estar tan acostumbrado a ver personas que usan la otra mano que ya no le extraña.

Nunca he llegado a tener los extravíos de Maricarmen, solamente algunos episodios menores que he aprendido a solucionar rápidamente. Me pasa con algunos sitios a los que voy con poca frecuencia, a los que veo como verdaderos panales de abejas. Para no andar dando vueltas como turista perdida, voy a lo seguro, usando la fórmula infalible de Maricarmen. A veces eso me significa recorrer todo un piso entero para dar con el lugar que busco, pero no importa. Es que no siempre el camino más corto entre dos puntos es la línea recta.

Si algo temía en mis años de primaria era a los palotes del bendito Palmer. Nunca me salían bien, jamás. Era una frustración tremenda ver los garabatos que plasmaba en esas hojas de olor inolvidable. Dicen que no hay que compararse con los demás porque te volverás vano y amargado (pues siempre habrá gente más grande y más pequeña que tú), pero me era imposible no comparar mis resultados con los de otros de mi salón. Debí reconocer que mis trazos siempre salían perdiendo, indefectiblemente. Hasta los que tenían la peor letra salían mejor librados que yo. No entendía nada. Me consolaba en silencio, diciéndome que no importaba mucho, que a fin de cuentas, lo importante era que mi letra era buena, lo era y creo que lo sigue siendo, aunque ¿quién escribe a mano más de cien palabras al día ahora?

Años me tomó entender que no era mi culpa. Que a nadie se le ha ocurrido jamás hacer un Palmer para zurdos. En ese momento intenté repetir los palotes que tanto temía, pero hacia el otro lado. Éxito rotundo. Carita feliz y estrellita en la frente para mí.

Lo que nunca pude lograr fue aprender a tejer. En el colegio, alguna vez nos mandaron a tejer cuatro cuadraditos con diferentes puntos: santa clara, arroz, jersey, y no recuerdo el otro. Nueva pesadilla, nunca pude aprender a tejer porque no había nadie que me pudiera enseñar a tejer con la otra mano. Como zurda impenitente, no estaba dispuesta a hacerlo al revés. La solución fue que mi mamá, experta tejedora, hiciera los cuadraditos. Quedaron perfectos, tal vez sospechosamente perfectos, pero nadie dijo nada.

Nunca en mi vida escolar conocí la comodidad que implica escribir apoyando el codo con toda tranquilidad. No, yo debía escribir con el brazo en el aire, temiendo que cualquiera que pasara a mi lado me empujara el codo sin darse cuenta. Cuando eso pasaba, debía hacer borrón y cuenta nueva, literalmente.

En la universidad había solamente tres carpetas para zurdos, pero debía buscarlas y llevarlas al salón donde me tocaba la clase. Lo bueno era que, por fin, podía escribir cómodamente como debía ser. Lo malo es que eso solamente era posible en el primer piso, solamente ahí había de esas carpetas. Además, tenía que ser para las clases de bien temprano. Como yo empezaba casi todos los días a las 7:00 am, por lo menos escribía cómoda algunas veces a la semana.

El niño ve televisión tranquilamente al lado de su tía. Tienen una armonía propia: él ve su programa favorito, ella toma notas de unos papeles mientras lee con mucha atención, cosas de trabajo. A sus ocho años, el niño sabe que su tía es zurda, lo han comentado muchas veces. De repente, el pequeño separa sus ojos del televisor, mira atentamente a su tía que escribe con la otra mano e inesperadamente dice con tono de queja: “yo hubiera querido ser zurdo”. Inevitablemente, una no tan mínima sensación de orgullo hace que el corazón dé un salto. 

Puede parecer obvio, pero ser zurdo es más que escribir con la mano izquierda. Es recibir el vuelto con la otra mano, con lo que a veces esta simple acción termina pareciendo pelea de pulpos. Es pasar el boleto con código de barras con la otra mano, y provocar que se abra la tranquera que no se debería abrir. Es tener que ver siempre cómo se disponen las ubicaciones en una mesa con muchos comensales para no chocar los codos. Es alegrarse cuando se descubre que en una mesa de cinco amigos, tres son zurdos, y que, como nunca, somos mayoría.

A las pruebas me remito. Si no lo lees, ponlo frente a un espejo. Y no, mi letra es bastante mejor que la que ves aquí.
Este texto fue preparado para el taller de Crónicas avanzado de la Escuela de Edición de Lima, junio- julio de 2017.

miércoles, 4 de octubre de 2017

Aprender a extrañar

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Con cuatro años, ya sabe lo que es tener parientes que viven lejos a los que ve algunas temporadas al año. Es que sus abuelos viven en otra ciudad a donde solamente se llega en avión y con frecuencia vienen de visita.

Pero no sabía lo que era extrañar a alguien.

Vivía con sus papás y sus hermanos. También con su tía bisabuela, que había pasado muchos años en la ciudad de donde eran los abuelos y gran parte de la familia materna. Así fue que un día, la tía bisabuela anunció que se iría de visita a esa ciudad, quería pasar un tiempo con sus dos hermanas que vivían ahí. Las hermanas no se habían visto en muchos años.

Llegó el día de la partida de la tía bisabuela. Era una persona mayor, pero bien podía hacer el viaje sola sin problemas. Se despidió de los sobrinos bisnietos y al abrazarlos les ofreció que les traería dulces y cositas ricas para comer juntos a su vuelta. La perspectiva de los ricos sabores no le permitió pensar en otra cosa en ese momento.

Ya de noche, ya cuando se preparaba para ir a dormir, ya sin la tía bisabuela en la casa, se dio cuenta de que algo faltaba en su cuarto. No podía precisar qué era. La rutina diaria estaba alterada, con la tía bisabuela fuera algunas cosas no se desenvolvían con la fluidez de siempre, pero con cuatro años no podía notarlo. Pero sí sabía que lo que faltaba era algo casi palpable que no podía definir por más que se esforzara.

Finalmente, el sueño le ganó a la curiosidad.

Se despertó bien avanzada la noche, como casi todas las noches. Fue al baño en la oscuridad, como casi todas las noches. Al regresar a su cama, como casi todas las noches, quiso tomar un trago de agua del vaso que la tía bisabuela dejaba todas las noches en la mesita que estaba entre su cama y la de su hermana, con quien compartía habitación.

No había vaso de agua. Recién ahí se dio cuenta de qué era lo que faltaba.

Recién ahí se dio cuenta del mecanismo silencioso que significaba la presencia de la tía bisabuela en la casa. A las pocas semanas, con el regreso de la viajera, el vaso volvió a aparecer puntual en la mesa de noche. Ya con otro significado de una vez y para siempre.

Fue así como, a los cuatro años, aprendió a extrañar, aprendizaje que le sirvió poco después para una vida casi completa de añoranza casi absoluta.
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Estos son mis tres últimos artículos publicados en Global Voices, sobre una reciente  e ingeniosa campaña del Ministerio del Interior, en otro recuerdo los tiempos de la hiperinflación y el tercero sobre la fiebre futbolística que ataca al Perú en estos días.

jueves, 28 de septiembre de 2017

Pasos que se acercan

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Con la inspiración surgida por la entrada anterior sobre el misterio de los relojes, alguien que lee este blog me mandó una historia basada en hechos reales. Con la debida autorización, la publico.
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Como todas las mañanas, salí a comprar el pan y el periódico del día. Para esto camino apenas una cuadra y a veces me encuentro con conocidos del barrio que me saludan.

Esta mañana ocurrió como todos los días, el pan calentito, el amable joven del puesto de periódicos, el camino casi desierto de carros por ser domingo y temprano. Así que volvía distraídamente con mis pensamientos, cuando comencé a escuchar que alguien me seguía. Peor aún, alguien iba a mi lado, muy cerca, paso a paso.

Me detenía y mi acompañante se detenía también. Caminaba más rápido y el intruso se apuraba de igual forma. Comencé a asustarme de verdad, y me animé a voltear para verlo cara a cara.

No había nadie ni cerca ni lejos. Ya no ya, como decimos por aquí.

Fue lo máximo, así que empecé a correr, mientras mi acompañante corría a mi lado. Alguien que pasaba por ahí me miraba sorprendido. No me importó y seguí corriendo hasta llegar a mi edificio, lo único que quería era llegar a puerto seguro. Mejor dicho, a puerta segura. Al mirar hacia mi mano para buscar la llave que abría la reja de entrada lo entendí todo.

Era el llavero que golpeaba metálicamente la bolsa de panes en cada paso que daba.
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Este es mi más reciente artículo para Global Voices.


jueves, 21 de septiembre de 2017

Misterio relojero

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Quienes me conocen saben que me gustan los relojes, y saben también que tengo muchos. Es que en verdad no me gustan los relojes, me encantan.

Hace poco, saqué un reloj para ponérmelo ese día, pero tuve que buscarle reemplazo de inmediato porque vi que no funcionaba. "Más tarde lo llevo a cambiarle la pila", pensé, mientras me ponía el otro reloj elegido, previa comprobación de que funcionara.

Recién al día siguiente pude llevarlo al maestro relojero que ya me conoce y a quien encargo estos menesteres y otros relacionados con su oficio. De su destreza depende el buen funcionamiento y exactitud de quienes me dan la hora a lo largo del día.

Tomé el reloj de la caja donde lo tenía guardado, lo metí en mi cartera y me fui caminando hasta el lugar donde atiende el relojero.

Al llegar, luego de los saludos de rigor, le entregué el reloj a la vez que le dije:
- Maestro, espero que sea solamente la batería. Ojalá no se haya malogrado.

El hombre miró el reloj, y mostrándomelo me dijo un segundo después:
- Este reloj está funcionando.

Me lo entregó, lo acerqué a mi cara por las dudas. No solamente estaba funcionando. Estaba con la hora correcta. Con la mayor confusión del mundo, le agradecí al relojero y me di media vuelta. En el camino de regreso a casa, miraba el reloj de vez en cuando para cerciorarme de que siguiera caminando.

Seguía caminando.

No entendía nada.

Cuando llegué a la casa, aún con la confusión por lo que acababa de pasar, me dispuse a guardar el reloj en la caja que comparte con los demás de su especie.

Entonces noté que entre la profusión de tic-tacs, de correas multicolores y de manecillas que indicaban la misma hora había uno que marcaba cualquier otro número. Lo separé del grupo, y ahí entendí todo: ese era el reloj sin batería, no el que había llevado al relojero.

Al menos este misterio relojero quedó resuelto.

¡Fuerza México! 

jueves, 14 de septiembre de 2017

Reclamo airado e infundado

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Relativamente cerca de mi casa, hay un autoservicio bastante grande al que suelo ir a hacer compras. Voy caminando y si las compras no son muy pesadas, regreso caminando también. Pero a veces la carga es mucha y ahí amerita tomar un taxi.

Felizmente, a la entrada siempre hay siempre una fila de taxis registrados en la tienda con los que se puede regresar a casa con seguridad. Las tarifas que cobran son bastante razonables.

Una de tantas veces que tomé un taxi de regreso a casa, me tocó un conductor bastante conversador. Aunque ese día hubiera preferido un viaje silencioso, el tono amable del chofer me hizo seguirle la charla fácilmente.

Pocas cuadras después de haber partido, le cambió la voz. Me di cuenta de que lo que seguía era más serio que sus opiniones sobre el clima y el estado de las pistas:
- ¿Sabe qué me pasó el otro día?
- ...
- Se acercó una señora a mi taxi, igualito como hizo usted ahorita, y me preguntó cuánto le cobraba por llevarla a su casa.

En Lima, con los taxis que uno toma en la calle y no a través de una agencia, el trato del precio del recorrido se hace entre chofer y pasajero antes de subir al auto. En casos como los taxis registrados en los autoservicios, las tarifas son fijas y no cabe discutir al respecto.

Entonces, me siguió contando:
- La única compra de la señora era un televisor. Grande, mínimo 32 pulgadas. La caja nuevecita, se veía la marca. Cuando me dijo dónde vivía, le dije la tarifa y su respuesta fue: "muy caro, señor".

A pesar de que el taxista le dijo que la tarifa ya estaba fijada, la señora insistió en una rebaja. Como la respuesta siguió siendo negativa, la señora se fue de manera bastante altanera y tomó un taxi de la calle. El primero que le dio la tarifa que ella esperaba pagar, sin duda.

Dice el taxista que menos de cinco minutos después, vio que la señora regresaba, casi corriendo con el rostro desencajado. Dando gritos, prácticamente se lanzó sobre el taxista, que no entendía nada hasta que logró sacar en claro que la señora había sido víctima de un robo. El taxista en cuyo auto se había ido la señora la obligó a bajarse en la siguiente cuadra y arrancó raudamente con el televisor nuevo en su caja intacta.

- ¿Se imagina? Por ahorrar uno o dos soles, la señora terminó perdiendo su televisor nuevo recién comprado. Se fue a acusarme con el administrador del autoservicio, que con mucha educación le dijo que la responsabilidad era de ella por no tomar el taxi de la tienda. Muerta de cólera, la señora se fue. Supongo que esta tienda perdió una clienta ese día.
- Una clienta que no necesitan, señor.
- Tiene usted toda la razón.

Este es mi más reciente artículo para Global Voices: Santa Rosa de Lima: Santidad a con modernidad.

domingo, 3 de septiembre de 2017

Estallido doméstico

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Relato basado en hechos reales.
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Al hombre le encantaba el dulce, y si le hubieran dado a elegir, hubiera dicho que el manjarblanco ocupaba definitivamente el primer lugar de la lista. Somos dos.

De alguna manera, en algún sitio, había aprendido a preparar su dulce favorito con un resultado delicioso. Y con un método facilísimo: ponía dos latas de leche condensada en una olla con agua y las dejaba hervir durante dos horas. La única condición era vigilar que hubiera siempre agua suficiente. Transcurridas las dos horas, debía dejar enfriar las latas antes de abrirlas. Tal vez esa espera era la parte más difícil del proceso. Después de eso, solamente le quedaba disfrutar de tanta delicia.

Así que ese día repitió las acciones llevadas a cabo innumerables veces antes: puso dos latas en suficiente agua, tapó la olla, prendió el fuego y se resignó a esperar.

Se hacía de noche y, como todos los días a esa hora, empezó a acicalarse para ir al canal de televisión donde trabajaba como presentador de noticiero nocturno. Era un largo procedimiento en donde los minuteros de los relojes de la casa podían dar dos vueltas completas antes de que se le viera partir al canal, elegantísimo, luciendo ternos que hacían juego con camisas meticulosamente elegidas y corbatas que combinaban a la perfección. Y eso que eran tiempos de televisión en blanco y negro.

La rutina diaria se llevó a cabo sin contratiempos ese día. Todo, menos un pequeño detalle.

Más de una hora después de su partida, mientras los demás ocupantes de la casa veían tranquilamente algún programa nocturno, el ruido más fuerte que hubieran escuchado nunca los sobresaltó de manera indescriptible. Años más adelante hubieran pensado que algún auto se había convertido en vehículo de terror y que lo habían hecho volar por los aires. Pero en esos tiempos, las noticias iban por otro lado y las palabras coche y bomba todavía no iban juntas.

Con el susto aún en el cuerpo, bajaron corriendo sin saber qué buscar ni dónde mirar. El misterio se resolvió al llegar a la cocina, los cabos se ataron en un segundo: en el techo, cual estalactitas, pendían porciones de manjarblanco caliente. En la olla, donde no quedaba una sola gota de agua, una lata solitaria parecía saludar riendo los trozos de su compañera de ebullición vencida por el calor.

Unas manchas marrones en el techo quedaron para siempre como mudo testimonio del olvido de una noche de verano.

viernes, 25 de agosto de 2017

La sorpresa

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La niña no había ido de visita desde hacía más de un mes. Aunque sus fines de semana suelen ser ocupados entre invitaciones a cumpleaños de amigos del colegio, tareas escolares y otras actividades, son raras las ocasiones en que pasen varias semanas antes de verla de nuevo. Claro que está el teléfono para saber de ella y conocer sus novedades, pero definitivamente no es lo mismo.

Por fin ese sábado hubo ocasión de un gran almuerzo. No es necesario un motivo para esas reuniones, las ganas de verse son más que suficientes.

Sentados a la mesa, todos cuentan sus novedades. Las preguntas van y vienen. Son varios días los que hay que cubrir para estar actualizados con las noticias de todos. No faltan las risas, las miradas de complicidad que solamente entienden los autores de las miradas, las caras de asombro ante alguna proeza.

Pasado el almuerzo, la sobremesa y demás protocolos de un almuerzo sabatino, los invitados se van. Como quien dice, "comida hecha, amistad deshecha". La casa queda vacía, casi en silencio solamente interrumpido por las canciones de la radio que hasta hace un momento pasaba desapercibida entre tantas voces.

Con todo de vuelta a la normalidad, te acercas a la computadora para seguir con algo que dejaste a medias la última vez que la apagaste. Te sientas y, sin saber cómo, tus ojos se dirigen a una libreta de notas. Ves unos símbolos en el papel, a la distancia se ven muy tenues, pero es evidente que hay algo escrito.

Acercas la cara para verlo mejor y te das cuenta de que en el segundo papel dice algo. Levantas la primera hoja y ahí está, muy claro. Logras distinguir la letra infantil, la misma letra infantil que te "habla" desde cuadraditos amarillos pegados en lugares que siempre tienes a la vista. Te saluda con apenas cuatro letras, te dice HOLA. Al ver eso, te sientes la persona más afortunada del mundo de que en medio de toda la algarabía del almuerzo, la niña haya pensado en ti y haya dedicado un momento para dejarte esa sorpresa en un lugar donde sabía que tarde o temprano la ibas a encontrar.

Hola también

viernes, 18 de agosto de 2017

Después no se quejen

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Hace algunos años, viajaba yo en una unidad de transporte público limeño que todos conocemos como combis. En estas unidades, es habitual que al chofer lo asista o ayude un cobrador que, como su nombre indica, es el encargado de cobrarles la tarifa a los pasajeros. Otra de sus funciones es decir la ruta del vehículo a viva voz, sobre todo cuando la luz del semáforo hace que el vehículo haga una pausa en su recorrido.

Debo decir en este punto que los cobradores son personas de muy bajos recursos. Por lo general son muchachos, pero a veces nos podemos encontrar con personas un poco mayores en este duro trabajo. A veces hasta mujeres. Yo he visto cobradoras embarazadas. Estos cobradores no solamente deben ir parados prácticamente todo el tiempo, sino que muchas veces deben enfrentar a pasajeros enfurecidos que les hablan con aire de superioridad. Gente así se encuentra en todas partes, tristemente.

A pesar de lo anterior, la gran mayoría de cobradores con los que me he cruzado en mi vida son amables, muy educados dentro de su sencillez y dispuestos a ayudar a quienes viajan en sus unidades.

Esa vez, el trayecto se cumplía de manera normal. Todo iba sin contratiempos, la gente subía y bajaba sin problemas. El cobrador recibía las monedas con que la gente pagaba. Contestó con una sonrisa a un señor que le preguntó dónde debía bajarse y cuánto faltaba para llegar.

Así íbamos avanzando hasta que una señora indicó que se bajaba en el siguiente paradero.

Cuando ya llegamos al lugar y el chofer frenó, la mujer se levantó presta a bajar. Parado en el suelo, el cobrador estiró la mano hacia la señora. Su intención era darle apoyo mientras ella bajaba a la calle. Desde hacía rato que lo hacía con otros pasajeros.

Al ver la mano que el cobrador le ofrecía, la mujer retiró su mano de manera violenta y dijo en un tono sumamente desagradable: "saca tu mano cochina, no te voy a agarrar". Y así, sola, se bajó, indignada por el atrevimiento que acababa de sufrir. Yo la imaginé contando a quien quisiera oírla: "imagínate, el hombre me ofreció su mano sucia... ¡habrase visto!".

Pocas veces en mi vida he visto la Tristeza, así con mayúsculas, reflejada en los ojos de alguien. El mismo muchacho que minutos antes respondía con sonrisas al recibir un pago o contestaba amablemente a quienes le preguntaban dónde bajar para ir a tal o cual lugar tenía la mirada apagada. Me conmovió verlo tan afectado.

Desde su lugar, el chofer le preguntó qué había pasado, y el muchacho le contestó con una voz de humillación absoluta, muy diferente a la que le había oído apenas segundos antes: "la señora no quiso recibir mi mano, dice que está cochina".

Más allá de saber si el cobrador tenía o no las manos sucias, me pareció terrible el tono y el desprecio de esta mujer. Con decirle: "no gracias, no te preocupes", hubiera bastado.

Que después no se quejen con frases como "antes, los jóvenes eran educados".

jueves, 10 de agosto de 2017

Noche de togas y birretes

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Siempre te ha llamado la atención cómo, en un mar interminable de cabecitas que a la distancia parecen iguales, puedes distinguir perfectamente al objeto de tu afecto. Lo distingues a lo lejos y en el segundo que lo reconoces sientes un salto en el corazón. Y es que no parece fácil saber quién es quién cuando todos llevan toga y birretes de idéntico color.

Hay que aprovechar que aún es de día y que hay abundante luz para las fotos de rigor. Ya tienes una anterior del fin de la etapa escolar, ahora se sumará una nueva que indica el fin de los estudios universitarios. Ya serán dos las imágenes que mostrarás con orgullo a quien quiera verlas... y a quien no quiera verlas también.

Se acomodan los asistentes en el recinto especialmente habilitado para la ocasión. Desde tu sitio cuentas las filas de sillas, multiplicas las hileras y concluyes que son 300 las cabecitas que viste un rato antes entre las que pudiste distinguir la que motiva que estés ahí.

De un momento a otro, la iluminación cambia, todas las luces se dirigen a la entrada y empieza el desfile de autoridades y profesores universitarios. Son varias facultades las reunidas ese día, por eso hay tantas personas entre muchachos con toga y birrete, y personalidades universitarias a cargo de la ceremonia.

Todo se desarrolla con orden casi cronométrico. Cada quien tiene su lugar, quien te interesa está casi delante de ti, a varios metros de distancia. Como están todos sentados en orden, vas a saber cuánto falta para que mencionen su nombre y deba pasar al frente para recibir su diploma. A pesar de los reiterados pedidos de mantener el silencio y esperar el momento adecuado para aplaudir, algunos no se aguantan y aplauden y vitorean cuando no se debe. Nunca faltan...

De repente oyes un nombre muy familiar, uno que en su máxima abreviatura has pronunciado infinitas veces. Se pone en fila, recibe su diploma, ves cómo le pasan la borla de un lado al otro para indicar que pasó del grupo de los graduandos al de los graduados.

Una vez que desfilaron todos en orden, uno por uno, anuncian que pasarán a reconocer a los alumnos más destacados de ese enorme grupo, a los que han logrado el primer puesto de cada facultad, siempre en orden alfabético. Vuelven a pedir al público que contengan las expresiones de júbilo hasta que los premios hayan sido entregados, pero nunca faltan los que no hacen caso.

Es eso, llega la facultad que te interesa. El nombre que anuncian es el mismo nombre familiar que esperabas oír y aplaudes a rabiar, y hasta gritas porque ya no importa nada. Y como vivimos en un mundo de tiempo real, anuncias por mensajería instantánea lo que acabas de escuchar.

Poco después, el orgullo se manifiesta frente a frente, con abrazos, sonrisas, felicitaciones y más fotos que se sumarán a las que mostrarás feliz a quien quiera verlas... y a quien no quiera verlas también.

Como hubiera dicho tía Angelita: ¡Bravo, chilín!

jueves, 3 de agosto de 2017

Recordando un almuerzo especial

Se acerca una fecha especial en la familia. Repito esta entrada publicada originalmente a finales de 2013 (por eso se habla de playa y verano) como homenaje al protagonista del importante acontecimiento que se acerca.
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Es un jueves decembrino cualquiera. Vas caminando por la avenida miraflorina más representativa y comercial cuando oyes sonar tu celular en el bolsillo. Es un timbrado personalizado y desde que lo escuchas, sonríes. Sabes quién llama desde las primeras notas, y lo confirmas cuando escuchas esa voz que hace tiempo dejó de ser vocecita.

Después del breve saludo precedido por ese diminutivo de tres letras que es casi su propiedad exclusiva, la exvocecita te dice:
- Voy a ir a la playa a eso de las 11 a. m. ¿Puedo almorzar en tu casa después?
- Esa pregunta ni se pregunta- respondes.
- Ya, te llamo en un rato para decirte la hora en que voy a llegar.

Cumpliendo lo ofrecido, el mismo timbrado suena a los pocos minutos. Te dice que calcula que estará en tu casa a la 1:30 p. m. y que va con un amigo. Le pides que te confirme cuántos comensales serán en total porque justo ese día ibas a comprar almuerzo para ti. Te dice que son él y un amigo. Son tres almuerzos en total, te dices.

A la una en punto estás en el restaurante donde compras los almuerzos cuando no hay nada preparado en casa. No altera tus planes, solamente debes agregar dos órdenes para los acompañantes que te cayeron en suerte, literalmente. Miras la lista de platos del día y escoges lo mismo para los tres. Pagas, esperas y al cabo de cinco minutos estás rumbo a casa, a una cuadra de distancia. Miras la hora, 1:15 p. m.

Dispones los sitios en la mesa, acomodas los respectivos cubiertos en cada lugar, con sus respectivos vasos. Todo mientras escuchas la radio, que siempre está más cerca de la gente.

Casi 15 minutos después, tocan el timbre. Miras por la ventana antes de abrir la puerta, aunque sabes muy bien quién es. Lo abrazas, saludas al amigo y, previa lavada de manos, se sientan a comer. Hablan de todo y de nada, alaban la comida, te resumen su día de playa, hablan de sus planes para el verano que ya se anuncia, les cuentas tus novedades, se ríen de cosas tontas.

Terminada la comida, dices que debes volver a trabajar. Ellos lo saben, se despiden, los ves partir. La casa ha quedado revuelta, llena de arena que barres rápidamente.

Son huellas de un almuerzo especial que ojalá se repita, como le dijiste casi al oído al momento de la despedida. Claro que si, te asegura. Sabes que así será.

miércoles, 26 de julio de 2017

El taxi del bolero

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Hace pocos días, tres hermanas se fueron a almorzar comida de su tierra. Había motivo para celebrar pues la menor de las tres vive en otra ciudad y aunque siempre están comunicadas, no pierden ocasión de reunirse cada vez que pueden. Y más si acompañan la ocasión con delicias que han sabido transmitir a hijos y nietos.

Al terminar la comida, decidieron ir a la casa de la hermana mayor a tomar café y seguir la buena charla. Así que juntas tomaron un taxi. Las tres tienen ya una edad respetable y por eso han decidido no manejar más. Han optado por la cómoda solución de ser pasajeras... y conductoras teóricas sentadas en el lado del copiloto, con freno imaginario. Pero ese es otro cuento.

El restaurante queda en una avenida transitada, por lo que no les costó trabajo encontrar rápido un taxi que las llevara cómodamente.

No habían estado ni dos minutos en el auto cuando a las dos mayores les llamó la atención la música que escuchaba el taxista, también de respetable edad. Eran boleros, de los antiguos, de los que solamente conocen quienes los oyeron cuando eran nuevos, cuando estaban de moda. De cuando se sabían la letra de todas las canciones y conocían a todos los cantantes. Dicen que podemos identificar cuáles son "nuestros tiempos" si conocemos todas las letras y a todos los cantantes".

Fue oír la música, reconocer la canción y casi como un acto ensayado, las dos hermanas mayores arrancaron a cantar a la vez. Cantan bien las hermanas, tienen una voz muy bonita, y cuando cantan juntas hacen un dúo estupendo.

Tímidamente, el taxista las acompañaba. La hermana menor, tan menor que es casi de la generación siguiente, se limitó a escuchar.

Así se fueron todo el camino los tres, cantando y comentando sobre cantantes y voces. Desempolvaron de la memoria letras que habían estado durmiendo por años en sus cerebros, y que al primer acorde, acudieron presurosas para decir "presente".

Llegaron a su destino en un recorrido que, sin duda, les pareció tan rápido como una canción.
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A pocos días de las Fiestas Patrias del Perú, ¡feliz 28!


miércoles, 12 de julio de 2017

Historia de un mochilero

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Hace algún tiempo, me enteré del viaje de alguien cercano y querido a lugares lejanos. A raíz de eso, se me ocurrió esta historia.

MI NIETO, EL MOCHILERO

La noticia me llegó por WhatsApp, una breve línea que me sobresaltó:
- Me voy a Tailandia.

Después de la sorpresa inicial, le contesté con preguntas:
- ¿Cómo, cuándo? ¿Vuelves? –tal vez la última era la más importante. Debo ser la única que pone la interrogación de inicio al usar el teléfono.
- Backpacking por el sudeste asiático. Del 10 de julio al 10 de agosto.

Tailandia… Sudeste Asiático. Relaciono esos nombres con lugares exóticos. Me pregunté si podría señalarlos en un mapa. Mi nieto tiene ya 22 años, está en sus ciclos finales en la universidad, ha cursado sus estudios siempre con buenas notas y siempre entre los mejores puestos de su facultad. Sus méritos son propios y son reales, el orgullo de abuela se hincha solito cuando hablo de él.

Su partida estaba programada para un domingo en la noche. Ese día, hubo un almuerzo familiar para despedirlo, desearle buen viaje y llenarlo de muchas recomendaciones, que él aceptó con paciencia heroica. Es muy paciente, sonríe mucho. Estalla a veces, pero no en esta ocasión.

A la hora de su partida, calculaba todo con el reloj en una mano y la tableta con los horarios del aeropuerto en la otra. A esas alturas, solamente podía desear que todo le saliera bien, que regresara contento, lleno de cosas por contar y, ojalá, enriquecido por la experiencia vivida en lugares tan lejanos.

Su itinerario incluía varias ciudades de Tailandia, Vietnam, Camboya. Desde mi cómodo lugar en casa, estas palabras evocaban películas, noticias buenas y de las otras; en algunos casos, nombres que han marcado a toda una generación, y no siempre para bien.

Esperaba que en el caso particular de mi nieto, todo fuera para bien.

A lo largo de todo el mes que duró su viaje, me mantuve al tanto de su estado y su recorrido a través de su mamá, que gentilmente me reenviaba los mensajes que le mandaba por WhatsApp. Así siempre supe cómo le estaba yendo, de manera indirecta.

Hasta que me animé a escribirle yo:

- ¿Todo bien, hijito?

No me inquietó que su respuesta demorara horas en llegar. Es más, llegó durante la noche. Mi noche, en lo que para él era pleno día.
- Si abu todo bien.

Alguna vez pensé que nunca llegaría a acostumbrarme al estilo de “redacción telefónica”, pero cuando recordé cómo se redactaban los telegramas supe que no hay nada nuevo bajo el sol.

Días más tarde, esta vez de manera espontánea, me hizo llegar la foto de una playa en la que estaba. Un paradisíaco mar azul. Yo me congelaba en Lima, más durante la noche, que fue cuando recibí la imagen. Dejé de tiritar un momento para dar gracias de que estuviera disfrutando.

Estaba contento y eso era lo más importante.

El resto de los días que le quedaban de viaje siempre supe por dónde andaba. No llegué al extremo de marcar con banderitas un mapa de la zona, aunque tal vez lo hubiera hecho de haber tenido el mapa. Me hubiera sentido como en esas antiguas películas de guerra donde los jefes marcan con diferentes colores los avances de su propio ejército y del contrario.

Lo que sí marcaba eran los días que faltaban para su regreso. Tenía un calendario donde ponía marquitas rojas a cada día transcurrido. Cada día, una nueva marca. Hasta que esas semanas parecieron llenas de feriados por las marcas rojas que llenaban los espacios. El 10 de agosto, día del regreso, tenía un gran círculo azul.

Por fin el círculo azul estaba a un día de distancia. Y sin darme apenas cuenta, llegamos al círculo azul. Era el día en que mi nieto mayor llegaba de su periplo al otro lado del mundo.

¡Qué lento se me pasó ese mes!

¿Se sentirán también así las abuelas de los muchachos tailandeses que vienen al Perú a mochilear?

El avión tenía previsto llegar a las 6:00 de la tarde, pero llegó unos minutos antes. No me lo dijo la página web del aeropuerto, sino mi WhatsApp:
- Llegué!!!

El suspiro de alivio que emití fue muy sonoro. Escuetamente respondí con dos caritas felices.

Con la certeza del final satisfactorio de una gran aventura, agradecí vivir en una época en la que pude acompañar virtualmente a mi nieto en su largo viaje, saber cómo le iba casi cada día, ver las fotos de los lugares que estaba visitando y lo bien que lo estaba pasando.

Esa sensación se confirmó dos días después, cuando compartimos otro almuerzo familiar donde ya no hubo recomendaciones ni consejos, sino anécdotas y relatos de acontecimientos vividos en ese mes que, en buena cuenta, se pasó rápido:
- Mira, abu, acá hay más fotos de esa playa.
- ¿Qué playa?
- ¿No te acuerdas? Pero si te mandé la foto por WhatsApp.