viernes, 28 de agosto de 2015

Hombres rudos al rescate

Yo tendría unos doce o trece años, no lo recuerdo muy bien. Lo que sí recuerdo muy bien es que era verano y hacía calor.

Esa tarde de verano, en plenas vacaciones escolares, mi mamá debía llevar el carro a pasar el trámite de la revisión técnica. Era un trámite relativamente fácil, pero se hacía pesado pues eran contados los lugares autorizados para hacerla y todos quedaban lejos y en lugares que yo calificaría como poco seguros. Pero las disposiciones hay que cumplirlas, así que no había vuelta que darle.

Fui con mi mamá esa tarde. El carro estaba en buenas condiciones, a pesar de que no era nuevo, pues previsoramente, se le hacía pasar por una revisión técnica previa con el mecánico de toda la vida que lo dejaba a punto para pasar la revisión oficial con una nota sobresaliente.

El lugar elegido para la revisión fue el local que quedaba más cerca de donde vivíamos en ese tiempo. Así que para allá fuimos. Al llegar, pensamos erradamente que estábamos al final de la fila de autos, así que nos pusimos en lo que creíamos era el lugar que nos correspondía. A los pocos minutos, vino un señor que nos indicó con buenas maneras que la cola no terminaba ahí, sino mucho más atrás.

Con resignación, mi mamá emprendió la marcha hacia el lugar correcto. Salió de nuevo a la pista, que no era pista propiamente, pues en realidad era un piso de tierra lleno de irregularidades. Llegado un punto, debía retroceder para retomar el camino, y para mala suerte, una de las llantas traseras se quedó metida en un hueco que se no veía, justamente porque el piso era sumamente irregular.

¿Qué hacer? Acelerar no fue la solución, el hueco era muy grande y la potencia no era suficiente para hacer salir el vehículo de donde estaba. Así que la única solución posible era recurrir a un servicio de grúas que venía al rescate luego de una llamada telefónica.

No eran tiempos de celulares. Eran tiempos de teléfonos públicos, de tiendas de barrios que alquilaban el teléfono. Recordemos que no era una zona muy segura, pero mi mamá no tuvo más remedio que salir a buscar un teléfono para llamar al servicio de grúas o a alguien que acudiera en su auxilio. Me dejó dentro del carro cerrado, me entregó la llave y se fue.

Recuerdo que la vi partir hacia la avenida importante que estaba a una cuadra del lugar de los hechos. Recuerdo no haber sentido nada de miedo, nada de aprensión. Simplemente me senté a esperar.

No habían pasado ni cinco minutos, cuando un hombre rudo y bastante mal encarado se acercó al carro y me preguntó qué había pasado. Le contesté desde mi sitio que la llanta de atrás se había metido a un hueco, y él se fue a analizar la situación. Volví a ver su cara por la ventana y me dijo: "no te preocupes, acá lo solucionamos. ¿Tienes la llave?"

Sin dudarlo un segundo, se la entregué. Inmediatamente, el hombre dio tres gritos y aparecieron tres hombres más, que casi parecían gemelos del primero.

Me preguntaron si tenía gata*, y les dije que miraran en la maletera. La abrieron con la llave, sacaron la gata con el aparato y levantaron el carro por un lado. Entonces el primero de los hombres rudos se subió al carro y lo prendió. Aceleró, pero no pasó nada. Así que de la nada, dos de los otros hombres sacaron dos gatas y las acomodaron en otros dos puntos del carro. El primer hombre rudo, que en ningún momento se bajó del carro, volvió encenderlo y aceleró.

Esta vez sí, el auto avanzó y salió del hueco. Los hombres rudos recuperaron sus gatas, guardaron la que habían sacado de la maletera y el primer hombre rudo me devolvió las llaves. Recién ahí me preguntó por qué estaba sola en ese sitio, y le conté la historia de la revisión técnica y la confusión de la fila.

El hombre se bajó, no sin antes ponerle seguro a la puerta. No lo vi más, ni a ninguno de los otros hombres rudos.

En ningún momento sentí el más mínimo temor, a pesar de que la zona no era nada segura, de que el aspecto de los hombres era temible, de que tuvieron las llaves del carro en la mano por un rato. A pesar de todo, no dudé de ellos ni por un instante.

A los pocos minutos, apareció mi mamá. Venía a decirme que no había encontrado ningún teléfono y que no sabía qué hacer. Grande fue su sorpresa al ver que el carro ya estaba fuera del hueco. Más grande aun cuando le conté cómo había sido. El remate fue cuando, nuevamente de la nada, apareció un hombre nada rudo y le dijo que se pusiera en el primer lugar de la fila y que pasara la revisión técnica de una vez.

A veces los ángeles vienen mal vestidos, con aspecto rudo y hablando a gritos.

* Es como llamamos en el Perú a lo que en otros países conocen como gato o gato hidráulico.

jueves, 20 de agosto de 2015

Visitando la iglesia

Hace pocos días, tuve una reunión a la que debía llegar puntualmente a las 11 de la mañana. Como no hay un lugar donde esperar, la recomendación que me dieron fue que no llegara con más de 15 minutos de anticipación.

Como soy casi patológicamente puntual, siempre prefiero llegar antes de la hora. Pero esta vez mi previsión fue demasiada, y estuve en el lugar 40 minutos antes de la hora fijada. Tenía que buscar qué hacer en ese lapso.

Muy cerca de mi lugar de destino hay una iglesia. Es una iglesia grande, un importante punto de referencia para la zona. Además está muy unida a mi propia historia pues ahí se casaron mis papás, fue donde hice mi primera comunión y mi confirmación. También en esa iglesia, como parte del coro del colegio, asistí a varias primeras comuniones de promociones menores a las mía.

Casi sentí que la iglesia me llamaba, por lo que decidí entrar para cubrir los largos minutos que tenía por delante.

La iglesia estaba casi a oscuras, pero había algunas personas adentro. Casi todas eran señoras con varias décadas a cuestas, Se respiraba paz y tranquilidad en el ambiente, todo muy distinto a lo que pasaba puertas afuera, donde las bocinas de los carros y los ruidos de sus motores son siempre la norma. Ese ruido se colaba por rendijas cada vez que alguien entrada a la iglesia.

Al mirar el largo camino que separa la entrada de la iglesia de la primera fila de bancas, me fue inevitable pensar en mi mamá haciendo ese recorrido del brazo de mi abuelo de ida y de regreso tomada del brazo de mi papá. Me trasladé en el tiempo y recordé mis nervios el día de mi primera comunión, y el día de la confirmación, tomada con bastante más calma. Cómo no evocar las veces que el profesor de música se desesperaba cuando el coro iba una velocidad mayor a la deseada, pues nuestros ensayos eran con piano y en la iglesia debíamos cantar al ritmo más lento del órgano.

Cuando me di cuenta, estaban prendiendo las velas del altar. Supuse que una misa estaba a punto de empezar. Miré el reloj. Tenía exactamente diez minutos para llegar al lugar de mi reunión. Tiempo de sobra para caminar la distancia de dos cuadras.

Recorrí esas dos cuadras sin apuro y con la sensación de haber viajado en el tiempo, dentro de una nave cuya tranquilidad y calma me habían invitado a recorrer diferentes etapas de mi historia desde una perspectiva insospechada.

martes, 11 de agosto de 2015

Compartida la vida es más burla

La historia que cuento a continuación ocurrió tal cual narro acá y doy fe de cada una de las situaciones absurdas que contiene.

Me vi en el penoso deber de cancelar un celular por fallecimiento de su titular. Era un deber penoso, no solamente porque el motivo de dar de baja ese teléfono era una muerte, sino porque solamente de pensar en enfrentar a la empresa que dice que compartida la vida es más ya es un dolor de cabeza.

Lo primero era averiguar los pasos para el trámite. Así que opté por lo lógico y llamé a su central de información. De desinformación sería mejor decir. Después de una espera sorprendentemente breve, una operadora me contestó:
- Buenas tardes, ¿con quién tengo el gusto?

No sé qué costumbre es esa de pedir el nombre de quien llama en vez de preguntar cuál es el motivo de la llamada. Así que obviando la pregunta, pregunté a mi vez:
- Por favor, ¿me puede decir cuáles son los pasos para cancelar la línea celular de una persona por fallecimiento?
- Claro, debe acercarse a una de nuestras oficinas con la partida de defunción original y su DNI.
- ¿Cualquier persona puede hacer el trámite? ¿No tiene que ser un familiar directo?
- No, no, solamente partida de defunción original y su DNI.

Demasiado fácil, es lo que debí sospechar. Como abogada, debí saber que no era nada lógico. Pero creyendo que compartida la vida es más (¿más qué? Vaya uno a saber) pensé que esta empresa había facilitado la vida a la gente.

Ingenuidades que a veces uno tiene...

Con la partida original y mi DNI, fui a la oficina más cercana, que felizmente es de verdad muy cercana. Pasé por la infame inspección de la recepcionista, que me dio un papelito con una letra y un número y a esperar se ha dicho. Felizmente en menos de 10 minutos, vi mi letra y número en una pantalla. Me sentí como la ganadora de la lotería.

Dije a qué iba y a la pregunta "¿trajo la partida de defunción?", mostré los documentos que tenía en la mano. Después de una breve revisión, me respondieron "¿no es familiar directo? Falta entonces una carta donde uno de los familiares directos le autoriza a hacer el trámite". De nada sirvió decir que la central de (des)información me había dado mal los requisitos a pesar de mi pedido de aclaración. La mujer no salió de decir que no era lógico. Pues no, fue lo mismo que yo pensé:
- ¿Está segura de que solamente necesito esa carta de autorización simple? ¿No me van a salir después con que tengo que traerla con sello de siete notarios de diferentes provincias del Perú e impresa en tinta magenta?
- ...

Al día siguiente regresé con los mismos papeles más la carta de autorización. De nuevo repetí los pasos del día anterior y todo salió bien. O eso parecía. Me aseguraron que el teléfono ya no tenía línea, que estaba cancelado, que ya no podía hacer ni recibir llamadas. Yo les creí. Ingenuidades que uno insiste en tener...

Oh, sorpresa, el teléfono seguía con línea. Y al día siguiente también. Al subsiguiente, igual. Entonces llamé a la central de desinformación a ver si me podían ayudar. Después de una breve espera y de dar mi discurso lo más breve posible, la mujer me dijo que me iba a regresar al menú y que yo debía marcar la opción 6.

Grande fue mi sorpresa, mi disgusto y mi molestia cuando comprobé que el menú solamente tiene tres opciones. Sí, TRES y que además NINGUNA era para celulares, pues en este orden son para telefonía fija, internet y televisión por cable. Como no marqué nada, me contestó otra recepcionista a la que le conté el rollo y ella me insistió: "tiene que marcar la opción 6":
- ¿Pero no oye que le estoy diciendo que solamente hay tres opciones y que ninguna es para telefonía celular?
- Tiene que colgar y...
- ¿Sabe qué? Con muchísimo gusto le cuelgo en este instante.

Así que emprendí nuevo viaje a la oficina de la empresa de telefonía que dice que compartida la vida es más y de nuevo a lo mismo: papelito numerado, esperar a ganar la lotería y pasar a la ventanilla que corresponde:
- Hace tres días cancelé este teléfono. Me dijeron que la cancelación era instantánea, pero el teléfono sigue con línea. Lo último que queremos todos es que se venza el mes y se genere un recibo que haya que pagar.
- Es que no es instantáneo, demora cinco días hábiles.

A los cinco días hábiles, el teléfono seguía con línea. Nueva visita a la oficina de la empresa, nueva consulta, nueva respuesta:
- El teléfono ya está cortado en el sistema. Si le llegara un nuevo recibo, la empresa lo asumiría pues en el sistema el servicio ya está dado de baja. Así que no se preocupe.

¿Debería creerlo? A esas alturas, ya había dejado atrás la ingenuidad.

lunes, 3 de agosto de 2015

Crónicas de viaje: La pampa del puente

Chisporrotear. Conocía la palabra, la había leído y oído muchas veces. Pero nunca había oído chisporrotear hasta hace muy pocos días, en un viaje mágico que hice aprovechando los feriados de Fiestas Patrias.

Todo empezó con una pregunta: "¿vamos a Chacapampa para Fiestas Patrias?", que superada la flojera inicial que despertó fue respondida con "ya, vamos".

Partimos la madrugada de un sábado en caravana con una familia que nos acompañó en la aventura, y después de compartir la Carretera Central con otros vacacionantes que huían de la capital, llegamos a Chacapampa justo a la hora del almuerzo.

Dividimos el tiempo entre conocer los alrededores del Fundo Chacapampa, los pueblos andinos cercanos, de sentarnos alrededor del fuego de la hoguera y de oír chisporrotear la leña de eucalipto que nos procuró un ambiente abrigado en las frías noches. Frías solamente cuando estábamos afuera, pues en el interior de la casa todo lo que había era calor de hogar. Literalmente.

Disfrutamos de desayunos con miel de abeja producida en el fundo, acompañada de jugos de la fruta más fresca que jamás probé y de pan recién horneado que me hizo acordar al que hacía la tía Angelita. Uno cree que se olvida de los sabores, pero pude darme cuenta de que no es así. Los almuerzos fueron variados, pero el más memorable fue la pachamanca que degustamos el último día, donde pudimos ver cómo se prepara este plato tan nuestro, con piedras precalentadas que se colocan en la tierra.

Las tardes transcurrían sin prisa, escuchando las historias de don René, que nos regaló el honor de compartir su cumpleaños con nosotros nada menos que el 28 de julio, la fecha central de nuestras Fiestas Patrias. Las noches eran estrelladas, algo que en otras latitudes es normal y que los limeños no disfrutamos por lo nublado y encapotado que siempre está nuestro cielo. Ver la luna llena era un espectáculo que bien merecía aguantar el frío por un momento.

Así pasaron mis Fiestas Patrias, entre lunas llenas, lunas azules, estrellas, cielos azules, pachamanca, risas entre amigos, historias de toda índole, paseos bajo el inclemente sol serrano meridiano y con muchas ganas de volver a Chacapampa, la pampa del puente, según me dijeron.