jueves, 27 de septiembre de 2018

Relato robado

Arreglando papeles viejos encontré este relato. Sé muy bien quién lo escribió y lo publico en esta bitácora virtual.

RECUERDOS DEL INTERNADO

¿Te acuerdas? Entraste por la puerta de ese colegio enorme, un domingo por la noche. Te llevaron tus padres y te recibieron las monjitas franciscanas que en adelante se iban a encargar de tu educación... y de tu vida.

Tenías miedo, angustia, porque dejaste tu pueblo, tu casa, tu familia... para encontrarte de pronto en una casa grande, en un dormitorio extraño, con personas desconocidas... en un comedor con mesas para seis alumnas --internas como tú-- tan lejos de tu mesa familiar como el cielo de la tierra.

Esa noche lloraste hasta que te venció el cansancio y te quedaste dormida. Tu pequeña vida terminaba y comenzaba otra... tan diferente. Pero ¿lo recuerdas? Poco a poco te fuiste acostumbrando a esa nueva vida. A conocer nuevas amigas, las demás internas que sentían lo mismo que tú. A entender a esas monjitas dedicadas a formarlas y enseñarles tantas cosas que les serían útiles en la vida.

Y así pasó un año y otro año... cinco en total. Y crecías en edad, en experiencias, en conocimientos. Y lo más importante: aprendiste a vivir. Aprendiste a extrañar, a llorar, a sentir la soledad... pero también a jugar, a reír, a compartir historias y canciones. Y a tomar decisiones, quizás pequeñas decisiones, pero en verdad aprendiste a ser independiente, invalorables enseñanzas para tu vida adulta.

Han pasado muchos años. La niña que entró a ese colegio de la mano de sus padres es ahora una "adulta mayor", para decirlo de alguna forma. Pero esa semillita que dejaron las monjitas franciscanas nunca dejó de florecer. Creció y sigue viva con el paso del tiempo, y quizás fue el tronco, el apoyo que sirvió para mantenerte en pie cuando llegaron las fuertes tormentas.

Fue lo que aprendiste en ese internado, valioso legado que te servirá toda la vida.

sábado, 15 de septiembre de 2018

De médicos y médicos

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Mi papá era médico. Mi tío, su hermano mayor, también era médico. Tengo la certeza de que para ninguno era un problema dar consejo profesional a quien se lo pidiera al paso sin pretender cobrar por eso.

Ojalá todos los médicos fueran como ellos... pero sé que no es así. Y lo he sabido en carne propia, con gran decepción de mi parte.

Hace algunos años acudí a un dermatólogo por recomendación de un amigo. Cuando pedí la cita por teléfono pregunté el precio de consulta para llevar la cantidad justa ese día.

Todo muy bien.

Fui a mi cita, le conté al doctor lo que me molestaba y me dijo que la solución era una cauterización, que se podía hacer en ese momento. Hizo la cauterización sin problema y cuando ya me iba, me dijo:
- ¿No tiene otra consulta que hacer? Mire que así nomás uno no va al dermatólogo.

Así que le hice dos preguntas menores referidas a la piel de mis manos y algo en un brazo. Me dijo qué hacer para solucionarlo, que era muy fácil, y con una sonrisa se despidió de mí.

Cuando me acerqué a la recepción a pagar la consulta, la secretaria me dio un monto que era el triple de la cantidad que me habían dicho por teléfono. Todo esto sin parpadear. Mi asombro fue triple también:
- ¿Por qué tanto? A mí me dieron el precio por teléfono, y no era ese.
- Sí, pero usted le hizo tres consultas al doctor, por eso el precio es triple.
- ¿Qué cosa? Eso no me dijeron, además el propio doctor me alentó a preguntar.

Le entregué lo que había llevado mientras la secretaria me dijo que podía completar el saldo otro día. Por supuesto que no completé nada, nunca, a pesar de las varias veces que me llamaron para cobrar. Finalmente, se cansaron de insistir.

Otro incidente fue, casualmente, con otra dermatóloga. La consulta era sobre manchas en la piel, para lo que me recetó un jabón exclusivo y casi a medida que se pedía por teléfono y entregaban a domicilio. Entonces llamé para pedir el casi exclusivo jabón y poco me faltó para estallar cuando me dijeron el precio: 180 dólares. Me lo dijeron así, en dólares:
- ¿Qué cosa? Deshaga el pedido, por favor.
- Pero mire, es un jabón muy fino, muy especial, ideal para su tipo de piel que...
- ¿Por teléfono, por mi voz, puede usted conocer mi tipo de piel?
- No, pero...
- Gracias.

Que se den por felices de que les haya dicho gracias antes de colgar el teléfono sonoramente. La dermatóloga y sus negocios, cuántos caerán redonditos. Y es que ya se sabe que para algunos, cuanto más caro, mejor.

Un tercer incidente le ocurrió a alguien cercano a mí. A esta persona le recetaron un remedio que solamente había en una farmacia de Lima, una farmacia que no tiene sucursal y cuyo único local queda en un distrito a más de dos horas de donde vive esta persona. Cuando preguntó si se lo podían llevar a domicilio, lógicamente con un recargo, la respuesta fue que esa farmacia no hace repartos a domicilio. Ni siquiera con recargo, no hay reparto.

Seguramente la farmacia es de un pariente del médico.

Sí, pues, hay médicos y médicos.

sábado, 1 de septiembre de 2018

La llave

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El hombre regresó a casa esa tarde de sábado. Estaba con sus dos hijos, una niña de diez años y un niño de tres. Se había quedado a cargo de sus hijos pues su esposa estaba fuera de la ciudad por un asunto familiar.

Los tres habían pasado un día muy especial. Salieron temprano, almorzaron en un sitio que eligieron entre todos. La comida fue un poco accidentada, todo lo accidentada que puede ser una comida con un niño pequeño. Nada grave, nada que echara a perder el buen ánimo y las ganas de estar juntos.

Después quisieron ir al cine, pero debieron descartar la idea porque no lograron ponerse de acuerdo sobre qué película ver. Antes de aguantar caras largas, el hombre prefirió irse a un parque cercano a su casa donde los niños pudieran jugar y cansarse un rato. Sobre todo el más chico.

Cuando ya era evidente que el día se estaba convirtiendo en noche, emprendieron el regreso a casa. Salieron del auto, los niños corrieron a la puerta del departamento ansiosos por entrar rápido. El hombre los siguió a pocos pasos.

Al llegar a la puerta, el hombre metió la mano al bolsillo para sacar la llave de la casa. No la encontró. Buscó en los demás bolsillos. Nada. Volvió a buscar en todos los bolsillos, pero no encontró la llave. Entonces, como un chispazo, se le vino a la mente la llave, su llave, en la mesa de la sala de estar. En sus idas y venidas antes de salir, al ver la llave en la mesa pensó repetidamente: "mejor me meto la llave al bolsillo de una vez, no vaya a ser que me la olvide".

Era evidente lo que había pasado. Al salir no se dio cuenta, la señora que los ayuda en la casa casi acababa de llegar y se iba a quedar haciendo los quehaceres. Por eso, en ese momento, el hombre no se dio cuenta de que no tenía la llave porque no cerró con llave. Simplemente cerró.

Se volteó hacia sus hijos para contarles la situación en la que estaban. La niña se preocupó, el niño solamente entendió que no iban a poder entrar a la casa un rato.

Padre e hija empezaron a pensar en soluciones. La mejor opción sería llamar a un cerrajero que aplicara su arte para abrir la puerta sin la llave, pero ¿dónde encontrarían un cerrajero un sábado casi a las siete de la noche?

Otra opción era llamar a la señora que los ayuda en la casa para decirle que iban a su casa a recoger la copia que ella tiene. La señora no vive precisamente cerca, pero a grandes males, grandes remedios. Pero esa opción quedó descartada cuando la señora le dijo que ella no tenía la llave nueva, que la suya era para la cerradura que tenían antes.

De repente, el hombre vio un tenue rayo de luz al final del túnel. Recordó algo. Sin dar explicaciones, les dijo a sus hijos que lo siguieran.

Los tres llegaron al auto, el hombre muy seguro, los niños sin entender nada. Por primera vez renegó de su decisión, que más de uno había cuestionado, de tener sus llaves separadas. De haberlas tenido juntas se hubiera dado cuenta esa mañana antes de partir de que no tenía la llave de la casa. Que solamente tenía la del auto. Y lo hubiera solucionado rápidamente.

Pero no debía pensar en eso ahora.

Se aferró a su tenue rayo de luz al final del túnel. El día que cambiaron la cerradura de la puerta de entrada, él sacó dos copias adicionales de la llave nueva. En la confusión de ponerse las llaves nuevas en el bolsillo, una se cayó debajo del asiento del conductor. Por más que buscó y rebuscó en ese momento, no logró encontrar la llave. Y decidió dejar la búsqueda para más adelante.

Les dijo a sus hijos: "busquemos bien por todos lados del auto, debajo de las alfombras, debajo de los asientos, en todas las ranuras. La solución a nuestro problema está aquí".

Con una calma que lo sorprendió, entre bromas y risas de sus hijos, entre canciones para no perder el buen humor, miraron por todos los resquicios del auto... hasta que encontraron la llave.

No hace falta decir que desde ese día, el hombre lleva un solo llavero en el bolsillo, con llaves de auto y casa juntas.