domingo, 25 de marzo de 2012

Compartida, la vida es menos

Hace poco más de un mes decidí cambiar mi celular. El que tenía funcionaba bien, pero había comenzado a tener algunas fallitas. La principal era que la batería duraba poco más de dos días, mucho menos de la semana entera que duraba cuando recién lo compré, a mediados de 2010.

Sabía que quería un teléfono de la misma marca que uso hace años, una marca que viene de un país muy al norte de todo, donde dicen que hay muchísimos lagos y de donde vino una película que me encantó y que espero poder ver de nuevo alguna vez.

Al local del operador de la red móvil fui, y esperé que me tocara el turno de ser atendida. Cuando finalmente llegó mi turno, y tras los saludos de rigor, le dije al vendedor más o menos lo siguiente:
- Quisiera un teléfono como este -y le mostré el que hasta ese día había usado-, no un smartphone, con timbrados personalizados para saber quién me llama, pero sobre todo que tenga cámara y que sea fácil descargar las fotos a una computadora.

La función de las fotos es básica porque adornan muchas entradas de este blog.

El hombre sacó un catálogo y llegó a la página de la marca que buscaba. Me mostró varias opciones pero me sugirió un modelo en particular. Me lo pintó tan maravilloso y funcional al teléfono que si me hubiera dicho que volaba, se lo hubiera creído. Hice caso de la recomendación y decidí adquirir ese teléfono.

Pagué en la caja y después fui a recoger el teléfono nuevo de manos de un técnico que le colocó la batería y le insertó el mismo chip de mi teléfono antiguo. Me hizo un recuento de los accesorios que venían en la caja: el cargador de la batería, el adminículo para manos libres, el manual del usuario y el certificado de garantía.
- ¿Cómo? ¿Y el cable para descargar las fotos?- le pregunté.
- No, este modelo no viene con cable para fotos. Lo tiene que comprar aparte, y acá a la entrada hay un módulo donde lo puede encontrar.

Bastante fastidiada, regresé donde el vendedor y, sin importarme que estuviera atendiendo a otro cliente, le dije:
- ¿No le pedí específicamente que quería un teléfono del cual poder descargar las fotos fácilmente?
- ...
- Resulta que este teléfono que me acaba de vender no viene con el cable para descarga de fotos.
- Si, pero... -y con la mano empezó a señalar hacia la entrada.
- Si, ya sé que ahí lo venden. Pero eso significa un gasto mayor.

Fui al módulo de la entrada y la señorita que atiende me dijo que los cables de ese modelo se habían terminado y que no sabía cuándo le llegaría una nueva remesa. Regresé donde el vendedor, que seguía atendiendo al mismo cliente de un rato antes:
- ¿Sabe qué? Justamente el cable para este modelo se ha terminado. Y acá me quedo, ensartada con un teléfono al que le falta lo único que quería que tuviera. Felizmente con ustedes, compartida la vida es más. No sé más qué, pero no quiero imaginar lo que sería si la frase fuera "compartida, la vida es menos".

Al día siguiente fui a un lugar que me queda bastante cerca y que se especializa en artículos de computación y afines donde pude comprar el cable preciso (nota aparte: es un lugar fascinante). Asunto solucionado, pero eso no quita el disgusto que a un cliente le den algo que no tiene exactamente lo único que pedía. Justamente, como la quinta rueda del coche.
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miércoles, 14 de marzo de 2012

Extraña es la naturaleza humana

Casi por definición, a los seres humanos no nos gusta sufrir, y hacemos de todo por tener una vida placentera y cómoda. Por eso es que se me hace hasta contradictorio que las personas acudan voluntariamente a un gimnasio.

Ahí vemos a personas de todo tipo. Están los gorditos que quieren dejar de serlo con el sudor de su frente, nunca mejor dicho. Están los flaquitos que quieren seguir siéndolo. Y están aquellos que no encajan en ninguno de los dos grupos, pero que han puesto todo el empeño en cumplir eso de "mente sana en cuerpo sano".

En alguna de esas tres categorías me encuentro desde hace poco más de tres meses. Por eso siento que puedo hablar con conocimiento de causa de esta extraña contradicción de la naturaleza humana que determina que personas comunes y corrientes dejen la comodidad del mullido asiento desde donde ven televisión y se vayan a sudar la gota gorda a un gimnasio. En mi caso, desde hace poco más de tres meses me levanto una hora antes de lo que acostumbraba para enfrentarme a esas temibles máquinas y extenuantes rutinas durante 50 minutos tres veces por semana.

Como voy a la misma hora, alterno casi siempre con la misma gente. Un tímido saludo al comienzo se convierte en risa cómplice cuando por ahí se escucha una respuesta al instructor, que para mí debe ser elevado a la categoría de héroe anónimo. Ahí debe aguantar todo tipo de respuestas cuando, no sé con qué criterio, nos ordena hacer una u otra cosa. Pero sigue al pie del cañón, sin rendirse.

Extraña y contradictoria puede ser la naturaleza humana. Y lo más extraño es que esa contradicción no es gratuita. Hay que pagar para acceder a ella.
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viernes, 9 de marzo de 2012

Recordando diálogos inolvidables

Esta entrada se publicó originalmente en julio de 2009, hace poco menos de tres años. Me agrada ver que varios de los lectores de entonces siguen llegando por acá todavía. Según las estadísticas, es uno de los más leídos. Por eso, y porque me recuerda momentos inolvidables, la vuelvo a publicar.
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- Oye, ¡no tienes cejas! —dice ella, asombrada.
- No —responde él, con cara y tono de fastidio—. ¿Recién te das cuenta?
- Si, como siempre tienes los lentes puestos nunca lo había notado.
- Toda mi vida he envidiado tus cejas, las comparaba con las mías y salían perdiendo.
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La pequeña levanta un paquete del piso y exclama algo ininteligible.
- Imbécil tú —dice el más grande, con la velocidad de un acto reflejo.
- ¡Pobrecita! —sale la segunda, defensora—. Ella dijo "¡qué bestia!"
- ¿Qué les pasa? Yo dije "¡pesa!" —concluye la pequeña.
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- ¿Yo tengo piernas? —pregunta el más grande.
- No, nunca me había fijado. Tus pies salen directamente de debajo de tu tronco —responde la pequeña, sin evitar lanzar una muy sonora carcajada.
- No, no —dice el más grande, riendo también—. Quise preguntar si tengo las piernas quemadas.
- Ah, si, un poco... creo.
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El más pequeñito pone en fila las figuritas de su álbum de superhéroes, mientras va enumerando en voz alta los nombres de los que ya tiene.
- Acá están el Hombre Elástico, la Mujer Invisible, la Mole y el Doctor Chumana.

Quien lo oye conoce a los Cuatro Fantásticos, pero ese doctor mencionado al final no le suena para nada. Teme preguntar y sentir que su tiempo de estar al día con los nombres de los superhéroes ya pasó. Pero el más pequeñito insiste y lo repite todo:
- Mira, acá están el Hombre Elástico, la Mujer Invisible, la Mole y el Doctor Chumana.
- ¿Doctor Chumana? A ese no lo conozco —después de todo, hay veces en que la curiosidad puede más que el orgullo—. ¿Es un nuevo miembro de los Cuatro Fantásticos o es de otro lado?
- ¿Quién es el Doctor Chumana? ¡Antorcha Humana!

Ahora si quedó completo el cuarteto de superhéroes, tal como siempre lo conoció.
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viernes, 2 de marzo de 2012

El modular, o cuando la palabra no cuenta

A propósito del post anterior reproduzco, con el debido permiso, un texto publicado en el ahora lejano 1993. Aprovecho para contarles que la casa ya no parece zona de desalojo gracias a otro maestro que completó lo que el otro dejó de cualquier manera.
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El modular

Esta es una historia verdadera. Cualquier semejanza con hechos similares ocurre a cada rato.

Germán soñaba con un mueble modular para colocar sus libros, televisor, VHS, un equipo y algunos adornos. Corría diciembre de 1991 cuando se le presentó un carpintero sin trabajo que le contó su triste historia: esposa enferma y tres hijos sin pan.

Germán se sintió tocado por el espíritu navideño y, como tenía algún billete, decidió encargar el modular de sus sueños al carpintero desocupado, de nombre Abel. Hicieron el trato: de 500 soles quedaron en 300, con un adelanto de 250 soles para compra de materiales, por aquello del alza de los precios. Germán desocupó y pintó su sala y esperó iniciar el nuevo año con su nuevo, moderno y funcional modular.

Pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó, y don Abel no volvía. Desesperado, Germán fue a buscarlo una y otra vez; al principio, don Abel le daba mil pretextos; después, la esposa enferma y los hijos sin pan comenzaron a negarlo y a tratar a Germán con desprecio; finalmente, el propio carpintero desocupado le dio una respuesta insolente: “denúnciame pues”, a sabiendas de que nadie haría un juicio largo y costoso para recuperar 250 soles.

Germán acudió a la Policía, donde lo trataron muy cortésmente, pero le informaron que requerían de una orden judicial para proceder.

Llegamos a febrero de 1993, y los libros de Germán están en una caja, el equipo en una mesita incómoda y los parlantes en el suelo; el televisor y el VHS en la casa de su mamá.

Germán esta pensando en hacerse justicia con sus propias manos, es decir, en convertirse en Caín y golpear con un fierro en la cabeza a Abel. Pero lo hemos convencido de que con eso no ganará nada y sólo conseguirá ver el sol a cuadritos. Al verlo tan descorazonado, hemos pensado en hacer una colecta o una función de beneficio pro modular.

Pero la pregunta es ¿qué hacer? ¿Podrá alguna vez Germán recuperar su dinero? ¿Tendrá alguna vez su modular? Esperamos sugerencias.

Expreso, 6 de marzo de 1993.
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