Era día de inauguración del Mundial de Fútbol Brasil 2014. Se había acabado el primer partido del campeonato, con victoria del país anfitrión.
Tenía algunos asuntos que hacer, y como todos eran bastante cerca unos de otros, decidí ir y volver caminando. Todavía era de día, no eran ni las 5:00 p.m. Las calles estaban vacías, seguro todos estaban más interesados en ver el partido que estar en la calle. Un país tan futbolero como el Perú, que no ve a su selección en un mundial desde 1982, se las arregla para alentar equipos, camisetas y colores ajenos como si fueran propias. Será la magia del fútbol.
Terminé lo que tenía que hacer y emprendí el regreso a la casa. Caminaba tranquilamente por la avenida Larco, cuando al cabo de una cuadra de recorrido, noté que un perrito caminaba a mi lado. No era un perro callejero, no, qué va. Se notaba que era una mascota querida y especial. Iba vestido con la camiseta verde y amarilla característica de la selección brasileña de fútbol.
Al comienzo, no le hice mayor caso. Simplemente me pareció gracioso verlo vestido así, con paso tan decidido, muy seguro de la ruta que debía tomar. Su dueño iba pasos más atrás, pero no parecía muy preocupado de cuidar a su mascota.
Llegamos al primer semáforo, la luz estaba en rojo. Me paré a esperar el cambio de luz a verde. El perro también se paró. Lo que llamó mi atención fue que el perro se pegó a mi lado, como si me conociera. No le di mayor importancia, pensé que era algo casual.
Avanzamos unas cuadras con el perro a mi costado, y llegamos a una nueva luz de semáforo que otra vez tocó en rojo. Cambió la luz y retomé la marcha. El perro también. Me di cuenta de que casi parecía que era mi perro.
La gente me sonreía, era evidente que las simpatías las despertaba el can. Debe haber sido un espectáculo singular, yo caminando al lado de un perro, aparentemente mío, elegantemente vestido con una camiseta verdeamarela que ostentaba el número 10 muy visible en su lomo, al mismo ritmo, a la misma velocidad, como si fuera una rutina estudiada y practicada durante años.
Así caminamos las casi diez cuadras de mi recorrido. Ya iba a llegar a la esquina donde debía voltear, faltaba poco para que la magia se acabara. Volteé a mirar al dueño, le dije que tenía un perro increíble. Su respuesta fue una enorme sonrisa.
Desvié mi camino, ellos siguieron de largo. Di unos pocos pasos hacia adelante, pero retrocedí para darles una última mirada. Que par tan especial formaban. Los vi alejarse hasta que cruzaron la pista y se perdieron de vista.
Mucha gente recordará ese día de inauguración mundialista por detalles relativos al partido. Yo lo recordaré como el día que el perro de un extraño decidió que yo sería buena compañía para un recorrido en una calle miraflorina, una tarde cualquiera de otoño.
Cuarta semana
Acá la foto de la cuarta semana, del desafío de doce fotos, una por cada semana del invierno.
Tenía algunos asuntos que hacer, y como todos eran bastante cerca unos de otros, decidí ir y volver caminando. Todavía era de día, no eran ni las 5:00 p.m. Las calles estaban vacías, seguro todos estaban más interesados en ver el partido que estar en la calle. Un país tan futbolero como el Perú, que no ve a su selección en un mundial desde 1982, se las arregla para alentar equipos, camisetas y colores ajenos como si fueran propias. Será la magia del fútbol.
Terminé lo que tenía que hacer y emprendí el regreso a la casa. Caminaba tranquilamente por la avenida Larco, cuando al cabo de una cuadra de recorrido, noté que un perrito caminaba a mi lado. No era un perro callejero, no, qué va. Se notaba que era una mascota querida y especial. Iba vestido con la camiseta verde y amarilla característica de la selección brasileña de fútbol.
Al comienzo, no le hice mayor caso. Simplemente me pareció gracioso verlo vestido así, con paso tan decidido, muy seguro de la ruta que debía tomar. Su dueño iba pasos más atrás, pero no parecía muy preocupado de cuidar a su mascota.
Llegamos al primer semáforo, la luz estaba en rojo. Me paré a esperar el cambio de luz a verde. El perro también se paró. Lo que llamó mi atención fue que el perro se pegó a mi lado, como si me conociera. No le di mayor importancia, pensé que era algo casual.
Avanzamos unas cuadras con el perro a mi costado, y llegamos a una nueva luz de semáforo que otra vez tocó en rojo. Cambió la luz y retomé la marcha. El perro también. Me di cuenta de que casi parecía que era mi perro.
La gente me sonreía, era evidente que las simpatías las despertaba el can. Debe haber sido un espectáculo singular, yo caminando al lado de un perro, aparentemente mío, elegantemente vestido con una camiseta verdeamarela que ostentaba el número 10 muy visible en su lomo, al mismo ritmo, a la misma velocidad, como si fuera una rutina estudiada y practicada durante años.
Así caminamos las casi diez cuadras de mi recorrido. Ya iba a llegar a la esquina donde debía voltear, faltaba poco para que la magia se acabara. Volteé a mirar al dueño, le dije que tenía un perro increíble. Su respuesta fue una enorme sonrisa.
Desvié mi camino, ellos siguieron de largo. Di unos pocos pasos hacia adelante, pero retrocedí para darles una última mirada. Que par tan especial formaban. Los vi alejarse hasta que cruzaron la pista y se perdieron de vista.
Mucha gente recordará ese día de inauguración mundialista por detalles relativos al partido. Yo lo recordaré como el día que el perro de un extraño decidió que yo sería buena compañía para un recorrido en una calle miraflorina, una tarde cualquiera de otoño.
Cuarta semana
Acá la foto de la cuarta semana, del desafío de doce fotos, una por cada semana del invierno.
Océano Pacífico, visto desde el Malecón de Miraflores |