miércoles, 28 de noviembre de 2018

La mantequilla que perdí

Imagen
Hace algunos sábados fui muy temprano a un autoservicio cercano a comprar unas cuantas cosas que se necesitaban en casa.

Como me suele suceder, y no creo ser la única, terminé comprando algunos artículos que no estaban en mi lista mental de compras. Uno de esos artículos no previstos fue una mantequilla. La única razón para comprarla fue que estaba de oferta, pues no era de la marca que siempre compro.

Con todos los artículos elegidos, fui a la caja. Pagué todo, y hasta recuerdo que la cajera me entregó la mantequilla en la mano. Metí las compras en una bolsa de tela que ahora llevo casi siempre para estos menesteres y me fui a casa. Así tengo la doble ventaja de no usar bolsas de plástico y de no cargar el peso en las manos sino en un hombro (igual se siente el peso, pero menos).

Llegué a la casa y guardé las cosas en su sitio. Luego me olvidé del asunto y me dispuse a disfrutar de mi sábado.

Esa noche, recordé la mantequilla que había comprado, pero estaba segura de no haberla visto cuando guardé las cosas al volver de la tienda. Busqué por todos los lugares imaginables, y después por los inimaginables, pero no la encontré.

"Tal vez al final no la compré", pensé, pero recordaba claramente que la cajera me había entregado la mantequilla en la mano en el último instante. Por casualidad, encontré el comprobante, lo revisé y ahí estaba la mantequilla, con su precio rebajado y todo. Casi sentí que la bendita mantequilla me sacaba la lengua, burlona, lo que solamente me molestó más de lo que ya estaba. Terminé botando el comprobante.

Me resigné a perder la mantequilla...

El lunes por la noche vi un rayito de luz al final de la bolsa de compras: "¿y si la había dejado olvidada en la caja?". Así que decidí ir al día siguiente a averiguar.

Fui directo a la recepción de clientes, donde siempre hay una atenta señorita dispuesta a ayudar. Debo anotar que es un autoservicio donde todos los trabajadores son amables, la atención que dan es excelente.

Le conté a la señorita todo el episodio, ella buscó en el cuaderno de olvidos (sí, existe, y la lista de olvidos es larguísima) y encontró que efectivamente ese sábado a esa hora, en la caja que le había dicho, se había quedado olvidada una mantequilla de la marca indicada. Entonces me preguntó si tenía la boleta; mi respuesta fue negativa. Pero le aclaré que había hecho la compra con la tarjeta de cliente frecuente, la que acumula puntos para descuentos y otras ofertas.

Apuntó mi nombre, mi teléfono, el número de mi tarjeta de cliente frecuente y me dijo que me llamaría en cuanto comprobara lo dicho.

Así pasó todo ese día, el siguiente y otro más hasta que se cumplió una semana del olvido. Regresé a la tienda a preguntar, me atendió otra señorita igual de amable y me dijo que seguramente no habían encontrado mi boleta "en el sistema"... ese inubicable y a la vez omnipresente sistema que nos gobierna.

Pasó otra semana más y decidí volver a preguntar. Esta vez me atendió una tercera señorita, que revisó su cuaderno, habló con alguien por una radio, volvió a revisar su cuaderno y me dijo: "adelante, vaya a tomar otra mantequilla de esa marca y vuelva por acá, por favor".

Obedecí sin demora, regresé a su puesto, firmé una conformidad de entrega y salí con mi mantequilla.

Esa es la historia de la mantequilla que perdí... y que encontré.

Este es mi más reciente artículo para Global Voices.


martes, 20 de noviembre de 2018

Bodas de Acero

Imagen

Y sin darme apenas cuenta, casi como por arte de magia, este blog cumple 11 años hoy. Gracias por acompañarme en este camino.

domingo, 11 de noviembre de 2018

El pasajero amable

Imagen
Hace algunas semanas iba a hacer unas compras. En esos casos, voy en bus y regreso caminando. Lo hago así para no demorar a la ida y tomarme todo el tiempo del mundo a la vuelta, ya sin apuros.

Ese día, subí a un bus en una avenida cercana a mi casa para un trayecto que no demora más de 20 minutos en una mañana de sábado. Como el vehículo estaba con pocos asientos ocupados, elegí uno al lado de la ventana, sin mayor expectativa que llegar a mi paradero de destino. Este bus no tenía cobrador, así que uno debía pagarle directamente al chofer al subir. Eso no es lo habitual en los buses de Lima, donde la figura del cobrador es casi obligada.

Pagué y me senté. Delante de mí iba un pasajero en quien apenas reparé al subir.

Unas cuadras más adelante, el bus paró para que subieran pasajeros que no logré distinguir desde mi asiento. En eso, como impulsado por un resorte, el hombre que iba delante de mí se paró de un salto mientras le decía al chofer:
- Un momento, señor, por favor.

Se bajó del bus. Me extrañó tanto lo que estaba haciendo que no le quitaba el ojo. A los pocos segundos, subió de nuevo acompañado de dos señoras bastante mayores, una más que la otra. El hombre tenía tomada de una mano a la señora de más edad, y con mucha suavidad la ayudó a subir. La otra señora pudo subir sin dificultades y sin ayuda.

Ambas se sentaron en los asientos reservados y se dieron cuenta de que había que pagarle al chofer pues no había cobrador. La más joven empezó a rebuscar en su cartera y sacó una moneda. Cuando extendió la mano para pagar, soltó la mano y la moneda se cayó. Se cayó y rodó por el bus. Rodó y fue a dar a la pista.

El pasajero amable lo había visto todo, y con la misma agilidad mostrada instantes antes, se levantó y dijo:
- Señor, por favor, un ratito, a la señora se le ha caído su plata.

Volvió a bajar del bus, recogió la moneda del suelo, volvió a subir y entregó la moneda al chofer, que le entregó dos boletos. El pasajero amable entregó los dos boletos a las señoras:
- Gracias, hijito, muchas gracias. Que Dios te bendiga.
- De nada, madrecita, de nada.

A veces, los ángeles de la guarda se disfrazan de pasajeros amables, y nos los podemos encontrar en un viaje de bus, una mañana cualquiera de un sábado de primavera en una caótica, desordenada y encantadora ciudad que a veces nos regala pausas como esta.
-------------------
Hoy, 11 de noviembre de 2018, cumplo 11 años de haber entrado a Global Voices, Hoy, 11-11-18 cumplo 11 años en esta maravillosa comunidad. Es una fecha especial a nivel internacional, pues se conmemoran cien años del fin de la Primera Guerra Mundial.

jueves, 1 de noviembre de 2018

La taza del bonzo blanco

Como tantas historias publicadas en este espacio, este es un relato prestado de alguien que recuerda un episodio de su niñez.
-----------------------
Imagen
(Agradezco a Gabriela por permitirme usar su blog para contar esta pequeña y antigua historia.)

Cuando llegó la fecha señalada para recibir el sacramento de la confirmación, mi mamá me pidió que eligiera a mi madrina. En esa época, la confirmación se recibía a los ocho años de edad. Yo elegí como madrina a una amiga de mi mamá, la señorita Irene, que era maestra de escuela. Ella estuvo a mi lado durante la ceremonia y luego todos fuimos a casa para una pequeña celebración. Al finalizar, mi flamante madrina me dio un regalo, algo que yo recibí fascinada: un libro.

En mi casa todos éramos grandes lectores, había muchos libros y teníamos un estante bien surtido. Pero el libro que recibí de mi madrina era especial y diferente: era mio. Era mi primer libro propio, algo que yo podía llevar y guardar donde quisiera. Se titulaba: La taza del bonzo blanco.

Apenas recuerdo la portada, un anciano y un niño con el fondo de un jardín, o algo así. Tampoco recuerdo de qué trataba el argumento. Pero desde que lo tuve en mis manos aprendí a mirar y estimar los libros como algo especial que ayudaban a alimentar mis fantasías de pequeña soñadora.

Hace poco recordé esta historia y se me ocurrió pedir ayuda a san Google. Puse el título en el buscador: La taza del bonzo blanco, y quedé maravillada. Ahí está, en medio de ofertas de libros antiguos, en una colección de Los cuentos del abuelo Anacleto. Libros de segunda mano, dice el subtítulo.

El libro de mis recuerdos existe y se sigue vendiendo. Su autor es Antonio Huonder, aunque no encontré información sobre este señor. Pero dejó su huella imborrable, sin importar el paso del tiempo. Por eso sé que los libros, esos que puedes tener en las manos, cuyas páginas puedes abrir y cuyas historias pueden conmoverte, nunca dejarán de existir. A pesar de todos los adelantos virtuales, siempre habrá un libro en algún lugar de la casa.