viernes, 26 de mayo de 2017

Ver televisión en el siglo XXI

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Trece jueves al año desde 2014 me prendo del televisor para ver una serie española que me encanta, Cuéntame cómo pasó. La descubrí por casualidad cuando andaba por su tercera temporada, y hace pocos días vimos el capítulo final de la décima octava temporada.

Vaya que ha pasado el tiempo.

Cuántos jueves habré estado siguiendo las alegrías y tristezas de los Alcántara, más de 300 si contamos los capítulos totales. En los primeros tiempos, si alguna razón me impedía verla en directo gracias al canal español en cable, lo grababa y lo veía en cuanto podía. Y así fue hasta que los adelantos permitieron prescindir de la grabación, pues el sitio web del canal que transmite la serie permite ver los capítulos con un clic.

Desde hace pocos años, veo la serie en línea, en vivo, a la misma hora que la transmiten en España. O sea que la veo a la par que el público que sigue desde la península a esta familia a la que le ha pasado casi de todo.

Recuerdo otros tiempos, cuando grande era nuestra suerte si lográbamos ver una temporada completa de la serie que nos gustaba, aunque fuera cinco años después.

Desde hace dos años, no solamente veo Cuéntame en vivo sino que además la veo mientras la comento con otros cuentamaníacos que también se pegan al televisor trece jueves al año. Todo gracias a Twitter, esa red social de la que alguna vez me expresé de manera burlona. Es de sabios rectificarse.

Entonces, mientras para mí son las 3:50 pm o 4:50 pm, dependiendo de la hora en España, para mis amigos europeos son las 10:50 pm. Mientras para mí es plena tarde, ellos ya están dando por terminada su jornada y se acurrucan cómodamente a ver la serie por televisión mientras yo la veo en la computadora, rogando por tener buena señal, que no se corte.

Nos hemos autodenominado "La cuadrilla de San Genaro", y cada semana vamos creciendo. Ahí nos encontramos Fran Castaño, Sasa, Elena, Rubén Millares, Alma Blog y Sandra Snow, Mención aparte merece Lucía Froncová, que nos acompaña desde Eslovaquia y en perfecto castellano nos cuenta que su abuela, a quien siempre mandamos saludos que ella responde, no entiende por qué su celular suena tanto tan tarde en la noche todos los jueves. Hasta la cuenta oficial de la familia Alcántara se nos ha unido últimamente. A ver si en algún momento tambén vemos por ahí a Ariadna, panameña a la que conocí hace años, gracias a Cuéntame también.

Cada semana, de alguna manera nos enteramos de la etiqueta con la que vamos a seguir el capítulo del jueves que viene. Ya el mismo jueves, alguno de la cuadrilla toma lista para ver si estamos completos, y si alguno no contesta, pues no paramos hasta saber dónde está.

Es una carrera ver Cuéntame con un ojo y con el otro leer los tuits y notificaciones que llegan conforme avanzan el capítulo. Una vez se me colgó la computadora en ese frenesí y perdí diez preciosos minutos de la trama, así que desde ese día veo Cuéntame en mi laptop, mientras en la computadora "grande" leo y respondo los tuits de este loco grupo de cuentamemaníacos, tuiteo lo que se me ocurre, veo lo que otros seguidores fuera de esta cuadrilla internacional dice, les respondo. El intercambio es infinito.

Termina el capítulo pero no terminan los tuits. A mí me asombra que, a pesar de ser ya de madrugada para los demás, sigan con ánimos de comentar que si Antonio dijo esto, que si tal frase de la abuela Herminia los emocionó, si renegaron con la actitud de tal o cual personaje.

Por increíble que parezca, horas más tarde vuelvo a ver el mismo capítulo, ya en la tranquilidad de la noche, por cable. Tengo ocasión de fijarme en los detalles que pasé por alto en la transmisión en linea.

A estas alturas, no me cabe duda de que ver televisión en el siglo XXI sabe más a futuro que esas imágenes de autos voladores y gente andando con trajes espaciales con que nos pintaban al año 2000 hace nada. ¿Qué sigue? Hasta de miedo preguntar.

Hasta enero de 2018, familia Alcántara. Mientras tanto, sigamos leyéndonos, cuadrilla de San Genaro.

sábado, 20 de mayo de 2017

Recordando al gato techero

En la entrada anterior, un gato era protagonista no deseado de los hechos. A propósito de esta historia, reproduzco otra historia también con gatos que ya apareció en este blog hace algún tiempo.
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En la casa de mi niñez, era lo más normal ver gatos techeros paseándose sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo. Los oíamos caminar por los bordes de las paredes que separaban las casas, a veces maullaban y muchas veces se peleaban con unos gritos que hacían que se nos erizaran los pelos.

Recuerdo algunos incidentes relacionados con gatos. Una vez, uno de ellos se paseaba de lo más tranquilo dentro del armario que estaba en el dormitorio principal. ¿Se imaginan abrir la puerta para sacar la ropa del día y que un gato salte desde adentro?

Otro episodio fue cuando la tía Angelita preparó pasta para un almuerzo especial y la puso a secar toda la noche en una mesa en el pequeño patio que había al fondo de la casa. Grande y amarga fue su sorpresa cuando descubrió en la mañana que el almuerzo especial lo habían tenido los atrevidos gatos en horario nocturno. Esa vez sí que supieron actuar en silencio.

Sin embargo, hay un incidente que recuerdo mucho porque duró varios días, tal vez hasta semanas.

En una de tantas veces vimos pasar uno de esos gatos, mi papá no tuvo mejor idea que poner un platito con leche para el pobre gato hambriento que pasara por ahí. Ahí estaba un gato blanco con manchas marrones disfrutando de tan inesperado banquete. Lo disfrutó tanto que al día siguiente pidió repetición. Y al día siguiente, ahí estaba el gato regalando maullidos, exigiendo su ración láctea. Por supuesto, sin ningún éxito pues la oferta solamente fue válida por ese día.

El gato era insistente, o simplemente tenía mucha hambre, pues día tras día maullaba para exigir su leche hasta que se cansaba y nos dejaba tranquilos hasta el día siguiente.

Como no hay mal que dure cien años, la primera solución fue agarrar al gato y soltarlo a una cuadra de la casa. Pero no duró mucho la tranquilidad, pues al poquísimo tiempo, ahí estaba el gato de nuevo, gran conocedor del barrio, exigiendo su leche. Día, tras día, tras día.

Entonces la solución fue más radical. Tras una refriega que duró algunos minutos, se logró meter al gato en una bolsa de plástico. Todos subimos al auto de mi mamá, y mientras Fina hacía tremendos esfuerzos para contener al gato dentro de la bolsa, enrumbamos al mercado que estaba como a diez cuadra de la casa.

Una vez en la parte de venta de pescados, pudo Fina soltar a su presa, aunque por los arañones con los que terminó, no podría decir quién era la presa. El gato salió como una saeta de la bolsa, no lo dudó un segundo ni miró atrás, y en instantes desapareció entre los compradores del mercado, confundido entre ruidos de intercambios comerciales, bocinazos, altavoces, motores en marcha y megáfonos con ofertas de todo tipo.

Nunca más vimos al gato. Nunca más se le dio leche a ninguno de estos felinos, que siguieron paseando y haciendo de las suyas, dueños de esos techos que creíamos nuestros.

domingo, 7 de mayo de 2017

Comensal inesperado

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La tía Angelita era una experta cocinera, para ella casi no había reto culinario que no pudiera derrotar. Casi...

Tenía la tía Angelita un molino para pastas, que usaba de vez en cuando. Recuerdo que mezclaba harina con otros ingredientes, amasaba todo y luego lo pasaba por el molino. Por el otro lado, salían unas tiras largas de pasta fresca que ella dejaba a secar toda la noche para preparar al día siguiente.

Todo el proceso era un gran acontecimiento en que mis hermanos y yo participábamos solamente como espectadores. Recién al final se nos permitía agarrar los pequeños restos de pasta que hacíamos pasar por el molino. Esa parte de la pasta estaba tan manoseada que era imposible pensar en que fuera para comer.

Ese día, la tía Angelita preparó su pasta como siempre. La dejó lista y estirada encima de enormes telas que tenía con ese motivo. Luego la tapó con otro trozo enorme de tela y la dejó a secar. Todo estaba encima de una mesa que teníamos afuera de la cocina, en una parte semitechada que estaba prácticamente al aire libre.

No recuerdo nada de esa noche en particular. Seguramente nos fuimos a dormir pensando en la delicia que comeríamos al día siguiente. Era algo que se repetía con cierta frecuencia, por lo que no tenía nada de excepcional... hasta ese momento.

Lo que sí recuerdo es lo que pasó al día siguiente. Los gritos ahogados de la tía Angelita muy temprano esa mañana. Sin entender nada, bajamos todos asustados, corriendo para ver qué motivaba el asombro enorme de mi pobre tía.

En ese momento se enfrentaba incrédula tal vez al único reto para el que no pensó siquiera que debía prepararse.

La pasta estaba toda revuelta, los trapos con que quedó tapada la noche anterior era una confusión arrugada y sucia. No hubo que pensar mucho para descubrir al culpable, pues había huellitas de gato formadas por harina por todas partes, y si se le seguía el rastro, iban de la pasta  por el suelo, subían por la pared y llegaban hasta el muro que separaba la casa con la casa vecina.

Fue la última vez que la tía Angelita usó el molino para pastas.