jueves, 26 de febrero de 2015

Crónicas de viaje: Ir al baño en Asia

Cuando se está de viaje es común encontrar diferencias en cosas que hacemos todos los días. Si eso pasa hasta al viajar entre ciudades de un mismo país, las diferencias son mucho mayores cuando se va de un continente a otro.

Hace poco más de un mes estuve una semana en la ciudad filipina de Cebú. Además, para llegar hasta ahí, tuve que hacer un cambio de avión en el aeropuerto de Narita, en Tokio.

Grande fue mi sorpresa cuando entré a un baño en el aeropuerto al llegar a Tokio y descubrir un apoyabrazos, casi como los que hay en el cine.

Fue inevitable tomar una foto
Cómo no va a despertar curiosidad
Hay controles para poner música que sirva de inspiración y también para ocultar ruidos incómodos. Otro control pone el asiento a una temperatura agradable y no me animé a probar los otros. Me sentía casi en un episodio de "La dimensión desconocida".

Uno de los baños que usé en Cebú fue otra historia. En ese caso, no era la cantidad de controles, sino las gráficas recomendaciones que estaban pegadas en la puerta.

De todas, fue la primera línea la que llamó mi atención. Dice: "Siéntate como una reina (dibujito que muestra cómo se sienta una reina), no como un sapo (dibujito que muestra cómo se sienta un sapo)".

Honestamente, nunca me he sentado, ni intentado siquiera, sentarme como un sapo. No conozco a nadie que se siente así al ir al baño. Es más, jamás se me hubiera ocurrido que alguien se pueda sentar como un sapo. En mi caso, siempre como una reina.

Lo que sí encontré fue un inodoro con cara de sapo.

Quién me hubiera dicho que hasta las costumbres para ir al baño cambian tanto de un lugar a otro. Todo esto también despertó la curiosidad de mi amiga Laura.

viernes, 20 de febrero de 2015

Crónicas de viaje: Estampas de Cebú

El jeepney avanza por las calles de Cebú, en Filipinas. Es domingo en la mañana. El alegre grupo que colma los asientos del singular medio de transporte siente como una aventura el breve recorrido, mientras mira una carrera de maratonistas dominicales sudar la gota gorda.

Una mujer está echada en la calle, al borde de la vereda. Parece ser el lugar donde duerme habitualmente. La alegre algarabía de voces políglotas se apaga en cuanto pasa por su costado. La mujer los mira, silenciosa, inexpresiva, por unos segundos. Después se da la vuelta y pone la cara hacia la pared.

Hay un gentío sin precedentes a las afueras de un templo de Cebú. La visita papal es un reciente acontecimiento que todos guardan en sus memorias. No olvidemos que estamos en el país con mayor cantidad de católicos en el continente asiático, así que la concurrencia es sorprendente. Ni el tremendo calor les impide ejercer su fe.

Una fila interminable de personas espera un taxi a la entrada de un centro comercial. La cola crece a cada segundo, los taxis aparecen cada varios minutos. El evidente desbalance entre personas y taxis hace que el proceso sea lento y desesperante. La cosa se pone peor cuando empieza a llover, aunque felizmente no dura mucho.

En un centro comercial, los caleidoscópicos pasillos se multiplican sin cesar. Es fácil perderse de vista y un segundo basta para alejarse del grupo de acompañantes. De todas maneras, el lugar no es grande, así que un sonoro grito basta para que el grupo se reúna sin problemas. El regateo está a la orden del día. En menos de 24 horas, los cálculos de moneda toman apenas segundos. Son datos imprescindibles para decidir si la compra se realiza o no se realiza.

jueves, 12 de febrero de 2015

Crónicas de viaje: Todo sea por esa sonrisa

Al día siguiente de llegar a Cebú, nos dimos cuenta de que teníamos que tener algo de moneda filipina. Todos los que viajamos teníamos dólares en el bolsillo, pero poco se podía hacer con esos billetes en las tiendas locales.

No era tan fácil encontrar lugares donde cambiar la moneda. Acostumbrada a como estoy a que en el Perú sea sumamente sencillo hacer esa operación en todos los bancos, en casas de cambio y hasta en la calle con cambistas autorizados y debidamente identificados con chalecos característicos y credencial de la municipalidad, se me hacía raro tener que sortear tantas complicaciones para cambiar mis dólares.

Los bancos prestan ese servicio exclusivamente a sus clientes, y además solamente hasta el mediodía. El hotel en el que estábamos alojados no cambiaba dólares, las tiendas aceptan pagos únicamente en pesos filipinos. La solución era una casa de cambios, que no ponen restricciones.

Felizmente, había una casa de cambios prácticamente frente a nuestro hotel. Así que fui con mi amiga Laura. Cruzamos la pista, que es toda una aventura, incluso para una limeña que ha debido aprender a sortear casi sin renegar a choferes y peatones que no distinguen el verde del rojo. Nótese el "casi" de la frase precedente.

Llegamos a la casa de cambios y atendieron a Laura primero. Cuando ya estaba en mitad de mi operación, la oí hablar con alguien que le contestaba en un tono tan bajito que no lograba entender lo que le decía.

Cuando me di la vuelta ya para irnos, vi que el interlocutor de Laura era un niño de unos siete años. Iba vestido con ropa raída, el pelo alborotado y sucio, con un calzado que prácticamente eran suelas muy gastadas. Ahí logré escuchar que el niño le pedía plata para comprar un chocolate, de los que vendían en la misma casa de cambios.

El niño nos había visto con efectivo, obviamente las dos éramos turistas. Pienso en el tiempo que le habrá tomado reunir el valor para acercarse a Laura.

Ella le dijo que le indicara qué chocolate quería, y el niño se lo señaló sin decir nada. Preguntamos el precio, y sin que mediara palabra entre nosotras, cada una compró un chocolate y se los pusimos en las manos que con inocencia infinita el pequeño ya tenía extendidas hacia nosotros.

Sin decir nada, agarró sus chocolates y se fue corriendo muy rápido con las dos manos llenas, quizá temiendo que el momento fuera una fugaz ilusión. Esa sonrisa que lo iluminó todo alrededor habló más que si hubiera dicho "gracias" mil veces.

domingo, 1 de febrero de 2015

Crónicas de viaje: Desayunando mango en Filipinas

Acabo de pasar una semana inolvidable en Filipinas, un país al otro lado de mi Perú, donde se llevó a cabo el más reciente encuentro de esa comunidad maravillosa que se llama Global Voices.

Viajar desde Lima a Cebú, la sede de la reunión, es toda una experiencia. Desde que supe que mi nombre estaba en la lista de asistentes, comenzaron las consultas y trámites de requisitos de viaje, de pasos por los diferentes aeropuertos, de documentos que había que llevar.

Mi primer viaje a Asia supuso una buena dosis de nervios. No todos los días me dicen que debo viajar seis horas, esperar tres horas en un aeropuerto en el que estuve alguna vez, viajar catorce horas, esperar tres horas en un aeropuerto inmenso para viajar cinco horas más hasta llegar (¡finalmente!) a mi destino.

Partí de Lima un domingo en la noche. Tremendas filas en el mostrador de la aerolínea que me llevaría a Houston, Texas. Avanzó mucho más rápido de lo que imaginé y dos horas después ya volaba rumbo a Estados Unidos. Un buen menú de películas me hizo llevaderas las seis horas.

Primera escala en el estado de la estrella solitaria, control migratorio, control de aduanas, control de seguridad. Control y control es todo lo que oyes la primera media hora. Pasada esa etapa, me encontré con Romina, en cuya compañía haría el resto del viaje. Ella llegaba desde Buenos Aires.

Catorce horas más tarde y diez películas después, aterrizamos en el aeropuerto de Narita, en Tokio. Me habían advertido que no me dejara intimidar por las enormes dimensiones de este terminal aéreo porque "todas las personas ahí son muy amables". Debo confesar que nada me hubiera preparado para la amabilidad del personal que trabaja ahí. Todos nos recibían con sonrisas, pero lo más sorprendente fue que una señora salió al encuentro de un grupo de viajeros de mi avión y nos preguntó: "¿Cebú?" Cuando dijimos que sí, nos hizo señas para que la siguiéramos.

Nos dejó en la puerta donde debíamos abordar el bus que nos llevaría desde un terminal al otro del aeropuerto. El recorrido toma más o menos diez minutos. Imposible hacerlo caminando.

Ya en la sala de embarque previa al último vuelo, reconocí más caras que antes solamente había visto en pequeñas fotografías de diversos perfiles. Formábamos un grupo más o menos nutrido.

Cinco horas después, ya martes cerca de la medianoche, al otro lado del mundo, un amable funcionario filipino de Migraciones sellaba mi pasaporte mientras me daba la bienvenida a su país.

Teníamos un comité de bienvenida esperándonos. De ahí al hotel, a dormir algunas horas antes de empezar la verdadera aventura que es uno de estos encuentros de Global Voices.

Pocas, muy pocas horas después, estaba desayunando mangos en el comedor del hotel Diamonds de Cebú, rodeada de gente de partes tan diversas del mundo que hay que vivirlo para creerlo.