lunes, 28 de abril de 2014

La figurita n°50

Por lo menos una vez en la vida, todos hemos sucumbido a la tentación de llenar un álbum de figuritas, como llamamos en el Perú a lo que en otros países se conoce como álbum de cromos. Aunque es casi una actividad de tiempos escolares, el último álbum en el que me enfrasqué fue hace unos diez años, algo después de haber terminado el colegio. Ahí estaba yo comprando figuiritas de Candy Candy, todo un ícono de mi generación, y lo más gracioso era que intercambiaba mis repetidas con la señora dueña de la tienda de la esquina de mi casa.

Recordé todo esto a raíz de la fiebre que he visto desatada por el álbum alusivo al Mundial de Fútbol Brasil 2014. La semana pasada estuve en una reunión de amigos, todos treintones y cuarentones, hablando de las figuritas que les faltaban, de cuántas repetidas tenían y de cómo intercambiaban con otros coleccionistas esas repetidas. Uno de ellos llegó a decir que pensaba comprar el álbum ya lleno y los demás saltaron respondiéndole que la gracia de todo el asunto era llenarlo, figurita a figurita, y no comprarlo completo.

Los recuerdos fueron más lejos en el tiempo, no me quedé solamente en el álbum de Candy Candy. Mi caprichosa mente me llevó a una época algo más lejana, de cuando apareció el álbum "El porqué de las cosas" que mi hermano mayor, el sabedor de todas las cosas, juntaba con devoción. Recuerdo que cada figurita tenía una pregunta en la parte delantera y la respuesta estaba en el recuadro correspondiente en la página del álbum en donde correspondía. Eran preguntas de varios temas, del tipo ¿por qué sale el arco iris?, ¿por qué nos duele la cabeza?, ¿por qué las jirafas tienen el cuello tan largo? y muchas más de ese estilo.

Cuando ya le faltaban muy pocas para completar el álbum, después de haber agotado todos los intercambios posibles en el colegio, cuando comprar figuritas nuevas significaba llenarse de más repetidas y muy pocas nuevas, mi mamá optó por ir al mercado de Jesús María y buscar ahí a alguien que vendiera las figuritas sueltas y que diera la posibilidad de escoger solamente las faltantes.

Recuerdo que encontramos un muchacho que tenía una caja con las figuritas muy bien ordenadas y, lista en mano, mi hermano le iba pidiendo los pocos números que le faltaban y el muchacho se los entregaba sin la menor demora. Así fue hasta que llegaron a la figurita n°50.

El muchacho no la tenía.

Mi hermano la había perseguido sin éxito desde hacia semanas en sus intercambios en el colegio. El muchacho preguntó a uno de sus colegas. Tampoco tenía la esquina figurita n°50. Recurrieron a un tercero, con igual suerte.

Al final no recuerdo si logró consiguió el elusivo cromo que yo había visto en otros álbumes bien puesto en su lugar. Lo que sí recuerdo es que esa página estaba con un recuadro sin llenar, como un lunar en una galería colorida y diversa.

domingo, 20 de abril de 2014

Una palabra inolvidable

Un día de primero de secundaria, la miss Silvia, nuestra profesora de Literatura, nos leía un texto del libro que usábamos ese año. Era un libro de color rosado oscuro, de una editorial argentina cuyo nombre eran dos apellidos. Supongo que serían los dueños o fundadores de la editorial.

El relato en cuestión estaba escrito en primera persona y se trataba de un hombre que caminaba por el andén de una estación esperando un tren. Recuerdo que el tono de la narración era triste y nostálgico, el hombre partía sin querer partir, dejando atrás personas y circunstancias que no quería dejar atrás para enfrentar un futuro incierto que no le era del todo agradable y que probablemente no quería enfrentar.

En un momento, decía el relato, mientras el protagonista de la historia recorría el andén, las maletas golpeaban sus corvas. Como si la estuviera viendo, recuerdo que la miss Silvia detuvo la lectura, nos miró por encima de sus lentes y nos dijo: "corva es la parte trasera de las rodillas", mientras con la mano libre nos señalaba el punto exacto al que hacía referencia. Luego prosiguió con la lectura.

Ahí entendí el origen de la palabra encorvado. Además, nunca olvidé el significado de la palabra corva.

Muchos años después, sentada con mi hermano en torno a una mesa redonda, probablemente compartiendo algún rico bocado, comentó casi al azar:
- El otro día, me di un golpe en la corva.

Mi mente retrocedió en el tiempo, y volví a estar sentada en la clase de Literatura de primero de secundaria de la miss Silvia, volví a verla leer el libro rosado oscuro de una editorial argentina y la explicación que nos dio, mirándonos por encima de sus lentes. Recordé todo eso en una fracción de segundo, pero no dije nada, hasta que mi hermano me preguntó:
- ¿Sabes dónde aprendí que esa parte detrás de las rodillas se llama corva?
- ¿En un libro de literatura rosado oscuro...? -respondí, con una pregunta.
- ¡Sí...!
- ¿...cuando un hombre caminaba por el andén mientras su maleta le golpeaba las corvas?
- ¡Sí!

Nos reímos mucho, asombrados ante la coincidencia. Él había usado ese mismo libro color rosado oscuro cuatro años que yo, y también fue con ese libro que supo que la parte de atrás de la rodilla se llama corva.

Por alguna razón que no sabría explicar, este episodio vino a mi mente una tarde de otoño. Lo que sí sé es cuándo y cómo aprendí el significado de corva, una palabra inolvidable.

viernes, 11 de abril de 2014

"¿No tendrá otro billetito?"

Pasa un día cualquiera, en que vas a comprar algo con el mejor de los buenos ánimos.

Al momento de pagar, sacas un billete y lo entregas al vendedor. Como si se desencadenara una serie de mecanismos contenidos en un protocolo que casi has aprendido a conocer, el vendedor escudriña tu billete, lo mira por el anverso, lo mira por el reverso, se lo acerca a los ojos, lo mira de lejos, lo estira al punto que sientes que lo va a romper, lo pone a contraluz, lo vuelve a mirar por el reverso y luego por el anverso. Entonces, te lanza una mirada indescifrable y te dice con tono que parece de pregunta:
- ¿No tendrá otro billetito?

Encima te lo dicen así, con un diminutivo, como para que duela menos, o la molestia sea menor o para que no creas que le tienen cólera a tu billete, o quién sabe para qué.
- ¿Qué tiene este billete de malo?
- Es que está rotito -de nuevo el diminutivo.

A la vez que te dice eso, te muestra una muesca de un nanomílimetro de largo, apenas perceptible al ojo humano. Debe ser imperceptible para un lince también.
- ¿Dónde esta rotito? -siguiendo el mismo estilo.
- Acá, ¿no lo ve?
- No, no lo veo.
- Es que así no se lo puedo recibir.

Estás ante dos opciones: cambiar el billete o pelear. Más de una vez he optado por lo primero, cuando realmente reconozco que el rotito existe, después de un minucioso escrutinio y siempre pensando que lo puedo entregar en una próxima transacción comercial. Sin embargo, en más de una ocasión no lo he querido hacer así:
- Tal vez usted no, pero se lo recibirá cualquier otra persona, tal como yo lo recibí.
- ...
- Además, el Banco Central de Reserva tiene una directiva sobre cambio de billetes deteriorados, y aunque ese billete no está deteriorado ni rotito, se lo pueden cambiar.

Ese es el tipo de respuesta que puedes recibir cuando tienes un abogado al frente. Quedan dos opciones, que el vendedor acepte el billete o que insista en su negativa. Si acepta el billete, se completa la compra y todos quedan felices. Si el billete no es aceptado y tú insistes en que el billete está perfecto, la única salida es decir:
- Entonces no compro nada. Gracias -y haces el ademán de irte.

Lo más seguro es que la compra se concrete luego de esto, especialmente si el comprobante de pago respectivo por la transacción ya fue emitido.

No sé cómo será en otros países, pero en el Perú la gente es sumamente detallosa con los billetes. La situación empeora cuando el pago se hace con dólares, algo bastante habitual por estos lados. Ahí sí, quien recibe el billete no transige por nada del mundo. En realidad es una situación ridícula, porque en Estados Unidos, el hogar de los dólares, circulan billetes rotos con la mayor tranquilidad. Me refiero a billetes rotos de verdad, no uno con un invisible rotito.

Ahí quisiera ver a los vendedores y cajeros peruanos preguntarle al cliente si "no tendrá otro billetito".

jueves, 3 de abril de 2014

Desconectados no podemos nada

El otro día, A perdió su celular. Lo último que hizo con ese teléfono fue contestar una llamada mientras caminaba por la calle. Dice que lo guardó, y se dio cuenta de que no lo tenía cuando quiso hacer otra llamada un rato después. El teléfono había desaparecido.

No le quedó más remedio que suspenderlo y adquirir uno nuevo.

Al día siguiente, A fue muy temprano a comprar su nuevo teléfono. No quería complicarse la vida con tecnologías que cree que ya no podrá aprender, así que su idea era un teléfono simple, que le permitiera hacer y recibir llamadas, enviar y recibir mensajes de texto y poco más.

Una vez que venció los afanes de la persona que le atendió, que a toda costa quería venderle un teléfono de esos inteligentes que abundan ahora, A salió feliz con su celular nuevo que cumplía con todos los requisitos que buscaba. Hizo algunas llamadas de prueba sin ningún problema y se fue a su casa.

Esa misma tarde, notó que el teléfono no tenía línea. Lo apagó y prendió varias veces, pero no hubo cambio. Intentó llamar a la empresa prestadora de servicio celular, pero no lo logró. Marcó un número en el que le contestó directamente una persona y no una máquina. Le pareció muy raro a A, pues la costumbre es pasar por infinidad de grabadoras que mencionan una serie de opciones que rara vez contienen lo que se busca. Le contó toda la historia y la respuesta que recibió fue:
- Tendría que llamar en todo caso a lo que es este mismo número, pero en todo caso marcar lo que es la opción 6.
- Pero no me contestó ninguna máquina con opciones, de frente me contestó usted -replicó A.
- Qué raro. En todo caso, vuelva a llamar y marque lo que es la opción 6.

Obedientemente, así lo hizo A y de nuevo, le contestó una persona que le dijo lo mismo, que volviera a llamar y marcara la opción 6. A, siempre paciente, estaba empezando a hartarse. Intentó una tercera vez, y lo mismo.

No le quedó más remedio que ir de nuevo a presentar su reclamo. El hombre de la puerta se le acercó muy amable y A le contó su problema. La aparente solución fue apagar y volver a prender el teléfono, y el teléfono volvió a la vida. "Qué raro", se dijo A, pero como su pericia con estos aparatos es casi nula, pensó que algo habría hecho mal.

Esa noche en su casa, de nuevo, notó que el teléfono volvió a quedarse sin servicio. Lo apagó y prendió varias veces sin éxito. Con resignación, programó su mañana de sábado para ir, por tercera vez en 24 horas, a presentar su reclamo. Esta vez, pediría que le atendieran propiamente, no dejaría que le despacharan en la entrada.

Cuando le llegó su turno, contó el problema como por décima vez y la respuesta fue que era cosa de la línea, que como la había suspendido, algo estaba fallando con la restauración del servicio. Después de largos minutos de ingresar códigos en una computadora, de múltiples consultas telefónicas, de una que otra pregunta entre trabajadores de la empresa, A recibió la buena noticia de que el teléfono estaba totalmente funcional. Dice que lo probó y que finalmente funcionaba.

Ojalá que al leer esto, A no me termine contando que los problemas siguieron, al igual que las contradicciones de una empresa que dice la vida es más cuando se comparte, pero que a la hora de la hora, lo único que saben hacer es echarle la culpa al usuario. ¿Y el compartir? Muy bien, gracias por preguntar.