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El hombre esperaba ese momento todos los años con la ilusión de un niño. Lo mejor para él era decorar la casa con adornos navideños, los clásicos duendes, arbolitos, coronas, guirnaldas. Las piezas más destacadas de la decoración eran un Papá Noel gigante a un lado de la sala y un nacimiento igualmente grande en el otro extremo.
Concluida la decoración interior, el hombre procedía todos los años a colgar otros adornos especiales para la puerta de su casa. Así, la Navidad daba la bienvenida a los visitantes. Ahí estaba, una guirnalda en una puerta y un duende en la otra. Esos dos adornos los sujetaba con una cuerda bien atada, con tres nudos muy ajustados.
El toque final era una corona de luces de colores que ponía al centro de la ventana. De noche, las luces bailaban al ritmo de una disposición aparentemente aleatoria.
Una vez concluida la tarea que tomaba toda la mañana, el hombre se sentaba orgulloso a contemplar su obra. No le importaba que todo el esfuerzo debía deshacerse menos de un mes después, él era feliz de ver su casa en modo navideño.
Más tarde ese día, el hombre salió a hacer una gestión. Grande fue su desazón cuando notó que el duende que poco antes había colocado con tanto cariño en la puerta no estaba. Miró alrededor y lo vio tirado en el suelo. Imaginó el golpe que debió haberse dado el pobre duende al caer y le dolió todo lo que al muñeco no le había dolido.
Lo volvió a amarrar, salió y se olvidó del asunto.
Cuando regresó horas después, volvió a encontrar el duende fuera de lugar. Esta vez no estaba en el piso. Alguien lo había dejado apoyado contra la puerta. Nunca antes le había pasado eso. Nunca antes había tenido que recoger un adorno puesto apenas horas antes. Volvió a agacharse, volvió a ajustar los nudos. Los ajustó un poco más esa vez.
Al día siguiente, nuevamente el duende no estaba donde debía estar. Ahora lo habían colocado bien sentadito al pie de las escaleras del edificio.
Decidió agarrar al toro por las astas, o al duende por el gorro. Entró a su casa, le puso una cuerda más larga alrededor del gorro y otra delgada alrededor del cuello, casi imperceptible.
Por cuarta vez, fijó al duende en su sitio, lo amarró con nudos fuertes desde el gorro y desde el cuello. No ajustó mucho la cuerda del cuello, lo suficiente para asegurarlo solamente.
Ya con esas nuevas amarras el duende itinerante no volvió a caerse.
¡Feliz Navidad a mis queridos lectores! Gracias por su constante compañía y comentarios.