jueves, 30 de junio de 2011

De abrigo y sombrero

Si pasamos todos los días a la misma hora por el mismo sitio, lo más probable es que veamos siempre a la misma gente haciendo lo mismo cada vez que los veamos.

En mi recorrido diario veo todas las mañanas a la señora que lleva a su nieto al colegio. Van caminando despacito los dos, el niño lleva una mochila colgada de la espalda y no para de hablar. La abuela carga la lonchera y parece escucharlo, por lo menos, se le ve atenta a cada palabra del niño. De vez en cuando asiente y eso le da cuerda al niño. Imagino que así es la caminata diaria de Marcela a su nido. Así eran las caminatas con Gonzalo cuando era chiquito.

Está la señora siempre apoyada de un murito que hay entre la pared de su casa y la calle. Fuma un cigarro y echa las cenizas a una taza blanca a la que le falta el asa. Mira a la gente pasar sin decir nada más que un ocasional saludo a una que otra persona.

Hay una pareja de señores a quienes la corrección política me obliga a llamar adultos mayores. Van de la mano, sin hablar mucho. El señor mira a todo aquel que se le cruza y hace un saludo con la cabeza mientras sonríe bondadosamente. Me hacen recordar a mis propios abuelos.

Estas son algunas de las personas que veo a diario en diferentes momentos del día. Se puede uno imaginar a dónde van y de dónde vienen todos ellos.

Todos menos uno.

En medio de toda esa colección de personas está el hombre del sombrero. De abrigo y sombrero. Parece extraído de la portada del Cementerio de Praga. Un anacronismo total, más enigmático aun porque es un hombre joven y porque siempre lo veo de noche. Camina en sentido contrario a mí, por lo que lo puedo mirar discretamente desde media cuadra de distancia. Pasa con la vista puesta al frente, jamás lo he visto mirar a los costados. Parece muy decidido. Su paso es muy decidido. Misterioso.

Richard Castle ya hubiera elaborado una serie de alucinantes explicaciones sobre este peculiar personaje: que es un viajero del tiempo, que es miembro de un grupo que rescata valores decimonónicos, que todos los días va a un fiesta de disfraces, que acaba de cometer un asesinato y está vestido así para despistar. Se me acaban las ideas, pero es que no tengo la imaginación que semanalmente suele desplegar Castle.

El hombre de abrigo y sombrero es decididamente intrigante.
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Dicen que todos los peruanos somos embajadores del Perú. Si me conceden un pasaporte diplomático, gustosa cumplo el servicio de manera voluntaria. Pongo en conocimiento de quien corresponda que me pueden contactar por medio de este blog.

jueves, 23 de junio de 2011

Un domingo cualquiera

Este post casi se quedó olvidado entre los borradores sin publicar, no sé por qué.
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Ese domingo empezó casi como un domingo cualquiera.

Gonzalo se había quedado a dormir en la casa, algo que ya no pasa muy seguido. Él, mi mamá y yo decidimos ir a tomar desayuno por ahí. Así que terminamos sentados en una mesa cuadrada, con algo de frío, mirando el mar. Comentamos un libro que los tres habíamos leído, no al mismo tiempo, claro. Un libro que trata de cadetes, de perros, de ciudades, de mañanas frías, de exámenes robados, de delaciones, de honor, de deshonor.

Casi como un domingo cualquiera.

Más tarde ese mismo día, Marcela estuvo en la casa, como un domingo cualquiera. Salimos a la bodega de la esquina, a comprar el helado de siempre.

Al regresar, le pregunté si quería ir a ver los caracoles. Es lo que le he preguntado las últimas semanas, pero por alguna rara circunstancia, los caracoles solamente están de lunes a viernes. Tal vez el fin de semana se van a algún tipo de retiro.

Fuimos al jardín, y ahí estaba. Un caracol avanzaba muy lentamente, moviendo las antenas (o como se llamen en los caracoles), casi como si nos detectara. Marcela tenía los ojos abiertos como platos. Creo que ya había empezado a creer que los caracoles no existían.

Nos quedamos un rato mirándolo y luego nos regresamos a la casa. Ella estaba fascinada gritando que "había visto al caracol". Casi como un domingo cualquiera.

Esa misma noche, un post de mi amiga Sylwia me hizo ver que a veces vale la pena empezar en pequeño. Que no tiene nada de malo vivir un día cualquiera. Un domingo cualquiera. Tal como ese domingo, que no tuvo nada de extraordinario. O tal vez si.
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Tengo nuevo post en Global Voices en inglés y en castellano.



miércoles, 15 de junio de 2011

Furia derramada

Una mancha de pintura blanca frente a mi casa inspiró esta historia del género del microrrelato, como las que publica Rammenas.
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Cada día se despertaba con más furia que el día anterior. Furia contra el cajero del banco que contaba uno por uno los billetes antes de entregárselos. Furia contra la policía que detenía el tráfico y provocaba que llegara tarde. Furia contra la persona que caminaba lentamente dos pasos adelante por la calle y no le dejaba pasar. Furia contra el vendedor que le ofrecía falsas maravillas por teléfono. Furia. Furia por todas partes.

¿Cuál era la causa de tanta furia? Imposible saberlo. Tal vez la acumulación de frustraciones, de una lista de 'casis' que solamente crecía y crecía. Tal vez no ver el mar al que se había acostumbrado tanto. Tal vez el clima. Tal vez que en la televisión no ponen nada bueno.

Imposible saberlo.

Un día, al salir de su casa, vio en el suelo un balde de pintura abierto. Estaba en medio de la pista. Miró a todos lados. No había nadie que pareciera ser el dueño del balde. Regresó a su casa y esperó un rato. Nadie apareció.

La ocasión era perfecta.

Salió, y sin importarle nada, sin siquiera mirar a los lados, con toda la fuerza de esa furia contenida, le dio una feroz patada al balde de pintura. Fue una delicia ver la pintura salir volando por todos lados. Fue una delicia sentir que la furia se convertía en miles de insignificantes gotitas blancas.

Sin mirar atrás, se fue para iniciar su rutina diaria, sabiendo que la furia liberada en esa feroz patada le deparaba un día totalmente diferente. Una actitud totalmente diferente.

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No me sorprende que haya gente que prediga y predique terremotos. Probablemente haya habido de esos desde que el mundo es mundo. Lo que me sorprende es que haya gente que los crea, que se llene de pánico. Hace pocos días hubo toda una alarma por un supuesto vidente que anunció una catástrofe tremenda en Lima. Lo más gracioso fue que pasó el viernes señalado, sin ninguna novedad felizmente, y estoy segura de que todas las personas que estuvieron preocupadas por el supuesto hecho simplemente se olvidarán de todas las precauciones lógicas en una zona sísmica como la que habitamos.

lunes, 6 de junio de 2011

Plazos que se cumplen

Desde semanas antes, todo hacía sentir que ese domingo el mundo se iba a acabar. Fuera como fuera, el lunes inmediato siguiente se veía lejano, utópico. Hasta daba vergüenza admitir que se le veía con alivio incluso, pues representaba el final de un camino largo que muchas veces se tornó insoportable.

Ese lunes ya estaba a apenas 24 horas de distancia. Las mismas 24 horas de distancia que separa los lunes de los domingos desde el inicio de los tiempos.

Así ese lunes llegó, porque no hay plazo que no se cumpla. Por más lejano que parezca.

Y ese lunes utópico, que finalmente se tornó real, amaneció húmedo, como amanecen los días de mediados de año. Las abuelas paseaban con los nietos por la calle, como todos los días del año. Las personas caminaban al lado de sus mascotas, como todos los días del año. Las tiendas atendieron como siempre, como prácticamente todos los días del año. La gente compraba como siempre, como todos los días del año. Los carros circulaban por la calle, como todos los días del año.

Un breve diálogo oído al paso entre el señor que vende la fruta y una compradora de plátanos: va a ver que nada va a pasar. Tanto se le cree a uno como se le cree a otro. Y si no, se lo haremos saber. No hay que estar preocupados.

A lo lejos se oía el persistente cantar de unos invisibles pájaros.

jueves, 2 de junio de 2011

Y más perlitas

A riesgo de aburrir... más perlitas.

En portada y a todo color. Aunque a estas alturas, después de todo lo que se ha visto en esta serie de perlitas, un acento ausente parece ser una omisión perdonable. Parece nomás, porque de ninguna manera se puede permitir un error así. ¿Es que estos textos no pasan frente a los ojos de revisores antes de mandarlos a imprimir?
Siempre he sido muy básica para los colores. Azul, rojo, amarillo, verde, marrón, morado. Si quiero especificar, le agrego un adjetivo como claro, oscuro, etc. ¿Será por eso que no conozco ese color que han puesto al lado del morado? Porque no creo que se refieran al color malva. Definitivamente, debe ser otro color que no conozco.

¿No será que va a llegar? ¿Acaso se puede omitir la preposición solamente porque el verbo que está inmediatamente antes termina en A? Si el verbo estuviera en segunda persona del singular, es decir, si se dirigiera a un , ¿diríamos vas llegar? No, ¿no cierto? Señores del diario decano y su suplemento sabatino, creo que a estas alturas los puedo declarar un caso perdido.

Así es estimado cliente, antes de que lo consuman a usted (no sabemos quién), por favor cancele sus productos. No vaya a ser que a usted lo consuman y después no tengamos a quién cobrarle lo que usted consumió.

Más claro quedaría este mismo texto si dijera: "Estimado cliente: sírvase cancelar sus productos antes de consumirlos".

Las perlitas nunca dejan de sorprenderme.

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1. A propósito de un post previo, una reflexión de Javier Marías. Coincido con todo lo que expresa en ese artículo.

2. Gracias, Abufares.