jueves, 27 de enero de 2011

El caso de las pulseras búmeran

El búmeran, versión castellanizada del boomerang, es un arma arrojadiza, propia de los indígenas de Australia, formada por una lámina de madera curvada de tal manera que, lanzada con movimiento giratorio, puede volver al punto de partida.
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Una noche de sábado de hace algunos años, en tiempos cercanos a la Navidad, me di cuenta de que en el brazo me faltaba una pulsera de plata. No podía recordar cuándo la había visto por última vez, así que busqué en todos los rincones que pude en mi casa. Para mi mayor frustración, ese día había caminado por muchos lugares, por lo que con mucha pena tuve que aceptar que la pulsera se había perdido.

De todas maneras, cada vez que limpiaba debajo de los muebles de mi cuarto, buscaba con la esperanza de encontrar la pulsera perdida. Pero nada.

Así pasó un año entero. Ya hasta me había olvidado de la existencia de la pulsera hasta que en una de esas molestas limpiezas obligatorias vi un pequeño destello en una esquina. Cuando me acerqué a ver de qué se trataba... eureka. Era la pulsera perdida. Se había encajado en una parte de zócalo que se había despegado de la pared y ahí se había pasado cómodamente más de un año.

Al cabo de unos meses, advertí la ausencia de la otra pulsera. Al igual que con la primera, justo fue un día en que había estado en muchos sitios. Busqué y busqué, pero no la encontré. No voy a tener suerte en lo mismo dos veces, me dije.

La di por perdida.

Hasta que hace apenas unas semanas, la encontré encima de mi escritorio. No he querido preguntar dónde estaba ni quién la encontró. Prefiero creer que el efecto búmeran opera sin ningún tipo de intermediación.

Eso me hizo recordar que un día, también de la nada, reapareció mi marcador de libros. Seguramente la dimensión desconocida terminó por aburrirlo.

jueves, 13 de enero de 2011

Por eso no estoy en Facebook

Más de una vez me han preguntado por qué no estoy en Facebook. Otras veces, la cosa ha sido más como un reclamo que como una pregunta. Acá trataré de dar alguna respuesta.

La razón principal por la que no tengo una cuenta en Facebook es que no estoy a gusto con la vitrina que supone participar en esta red social o en cualquier otra. Y no digo que quienes piensen de manera distinta estén equivocados. Es cuestión de gustos y de lo que nos haga sentir cómodos.

Hace poco más de dos años, ya varias personas me habían dicho que me habían buscado en Facebook sin éxito. La respuesta entonces era la misma de ahora: no soy usuaria. Algunos intentaban convencerme de las bondades de la más popular red social del momento.

Tanto va el cántaro al agua, que me ganó la curiosidad y decidí abrir una cuenta. O tal vez fue más para conocer al monstruo por dentro. Fue justo un 27 de julio por la noche(*), y con todas las reservas del mundo, me convertí en usuaria de Facebook. Luego de llenar los datos necesarios y de cargar una foto, acepté las varias invitaciones que algunas personas me habían estado enviando antes de abrir la cuenta. Después busqué algunos nombres de personas conocidas y los invité a hacerse amigos míos. En el mismo lapso, más o menos una hora, recibí invitaciones de amistad de algunas personas.

Ahí llegó mi primera inquietud. No entendí (y sigo sin entender) cómo esas personas se enteraron de que había abierto una cuenta en Facebook. Se me hace que se pasan el día viendo quiénes son usuarios nuevos para ver si los invitan a ser amigos o no. O tal vez tienen un sistema que les avisa. No sé. El hecho es que no acepté todas esas invitaciones. Se me hacía muy raro tener como amigo a alguien que tal vez ni me reconocería si me viera pasar por la calle y que me agregaba a su lista solamente porque mi nombre le sonaba o porque yo era alguien a quien podría conocer por estar en la lista de amigos de sus amigos.

Al día siguiente, al abrir mi correo electrónico, encontré más de 50 mensajes originados en Facebook. Todas relacionadas con personas que me invitaban a ser su amiga o personas que aceptaban mi invitación de amistad. Hasta encontré un mensaje en donde me comunicaban que mi hermana y yo ahora éramos amigas. A lo largo del día, siguieron llegando más y más mensajes de ese tipo.

Dejo constancia de que había configurado mis opciones de modo tal que solamente recibiera en mi correo mensajes de invitaciones de amistad y aceptaciones de invitaciones de amistad. No quiero pensar cómo serán las bandejas de entrada de aquellas personas que reciben mensajes de cuando etiquetan a alguien, de cuando ese alguien comenta en la foto de un tercero o de cuando ese tercero pone "Me gusta" a lo que otro escribe. Y así sucesiva y exponencialmente.

24 horas después, cerré la cuenta. Es una decisión que hasta la fecha no lamento, y que se reafirma cada vez que veo recomendaciones de los expertos sobre diversos aspectos de Facebook.

Ahora cuando digo que no pienso abrir de nuevo la cuenta, la pregunta que casi siempre surge es: ¿y si alguien te quiere encontrar? En mi caso es simple, dado que gracias a mis colaboraciones en Global Voices, como traductora y como autora, encontrarme es relativamente fácil. A las pruebas me remito: hace poco más de un mes, por esa vía me encontró un pen friend sueco que tuve cuando teníamos 8 años. Como no me encontró en Facebook, decidió buscarme por otros medios. Me encontró y desde entonces nos escribimos casi a diario.

Dejo constancia de que no critico a quienes usan Facebook y lo encuentran útil, divertido o interesante. Lo que cuento acá es simplemente mi opinión y mi experiencia y no pretendo convencer a nadie.

(*) Las Fiestas Patrias peruanas son el 28 y 29 de julio, y los dos días son feriados.

Nota: aparentemente, no estoy sola en este tema.


miércoles, 5 de enero de 2011

Guía Michelin

Para comenzar el año, aquí otro relato leído no sé cuándo ni dónde que comparto a través de Seis de enero.
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Había un hombre que era orgulloso dueño de un pequeño y simple restaurante de pueblo. Había heredado el negocio de su padre, que a su vez lo heredó de su abuelo. El local en el que funcionaba el restaurante era más que centenario, pero estaba tan bien conservado que nadie tenía ninguna queja sobre su estado.

El hombre, a quien llamaremos Antonio, era un apasionado de la cocina. Se pasaba la vida inventando nuevos platos, innovando platos conocidos, haciendo mezlcas que para otros serían imposibles e impensables. Casi sin que se diera cuenta, su cabeza no dejaba de pensar en novedades y más novedades para su carta.

Antonio era un hombre muy querido en su pueblo. Siempre estaba dispuesto a ayudar al que lo necesitara, a veces a costa de sí mismo. A veces a costa de su comodidad y hasta de su salud. Por eso lo querían y lo respetaban todos. Por eso su fama y su prestigio trascendía las fronteras de su pequeño pueblo de sierra. Era habitual ver su restaurante lleno de comensales venidos de lejos, motivados por la popularidad de sus guisos y su excelente atención.

Y aunque nunca se lo había dicho a nadie, Antonio tenía un único sueño: que su restaurante entrara en la Guía Michelin. Era consciente de lo difícil que era que su sencillo restaurante entrara en tan selecta lista, le decía su parte realista. Pero soñar no cuesta nada, replicaba su parte soñadora.

Así pasaba el tiempo para Antonio, entre ollas y fogones, entre recetas tradicionales e inventadas, entre comensales de toda la vida y recién llegados. Todo siempre dentro de una apacible y conocida rutina.

Hasta que llegó un sobre a nombre de Antonio. Un sobre que cambió su apacible y conocida rutina. ¡Era una comunicación a través de la cual ponían en su conocimiento que un inspector de la famosa guía pasaría por su restaurante para evaluarlo y ver si era digno de entrar en tan selecta lista! Su sueño hecho realidad...

Anotó la fecha en enormes letras rojas en su calendario. Tenía poco más de una semana para sorprender al inspector con un plato totalmente nuevo. Así que puso manos a la obra.

El día de la visita, Antonio estuvo más que nervioso. Atendió como siempre. Como siempre, es un decir porque definitivamente no se trataba de un día como siempre. La curiosidad había llevado al pueblo entero y poblaciones aledañas a comer ese día al restaurante de Antonio. Tuvo un lleno total.

Pasó el día, la hora de almuerzo y la hora de la comida, pero el inspector no apareció. El plato tan especial que había preparado con tanto ahínco esperaba servido. Desolado, al final del día Antonio se sentó en su cocina, pensando con amargura en lo que (no) había sucedido.

Así se quedó dormido. Unos suaves golpes en la puerta lo despertaron, bien pasada la medianoche. Se levantó y al abrir la puerta vio a un hombre con un aspecto muy sucio, con la ropa muy rota. El hombre la contó que había tenido un accidente, que había estado vagando por la zona sin conocerla y que estaba con mucha hambre. Le preguntó a Antonio si podía darle algo de comer, a la vez que le advirtió que no tenía un centavo.

Antonio dudó. No tenía nada en la cocina. Nada en la despensa. El lleno total del restaurante lo había dejado sin reservas. Hasta que vio el plato que se quedaría sin comer. Sería un desperdicio no aprovecharlo. A la vez, sería un desperdicio dárselo a quien no lo sabría apreciar. Finalmente ganó su buen corazón: el hombre comió sin mayores expresiones de gusto, casi sin hablar. Cuando terminó, agradeció el gesto de Antonio y se fue.

Casi amanecía. Antonio no abrió el restaurante. No tenía ganas ni fuerzas de nada.

Hacia la tarde, vio debajo de la puerta un sobre. Era igual al sobre recibido días antes. Lo abrió con manos temblorosas y casi sin poder respirar, leyó: Gracias por haber atendido tan bien a nuestro inspector. Es costumbre de la institución mandar a nuestros agentes de incógnito, pues es la manera en que descubrimos la verdadera alma de los candidatos a figurar en nuestra lista. Usted, su restaurante y su plato fueron del mayor gusto de ese viajero desaliñado al que atendió durante la madrugada.

Y fue así como el restaurante de Antonio entró en la Guía Michelin por la puerta grande.
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A todos los lectores, expreso mis deseos de que 2011 sea un año mucho mejor que 2010.