jueves, 26 de septiembre de 2013

Como siempre

Ese día, Mercedes se despertó temprano. Como siempre, sin ayuda de ningún despertador. Al abrir los ojos, su primer pensamiento fue de cansancio. Si por una vez pudiera quedarme en el cama un rato más, se dijo. Pero sabía que era inútil. Toda su vida, casi desde que tenía uso de razón, había tenido que levantarse temprano. Aunque no tuviera necesidad. Ya se había acostumbrado. En el fondo, sabía muy bien que aunque tuviera la oportunidad, no dejaría de levantarse casi al amanecer.

Además del cansancio, como siempre, sintió que le dolía todo. Como se dice, le dolía desde la raíz del pelo hasta las uñas de los pies. En su caso, no era exageración ni una simple frase hueca. Realmente le dolía todo. Se moviera o no se moviera, hiciera esfuerzos o no hiciera esfuerzos, daba lo mismo. Como siempre, el dolor estaba presente. Era una compañía constante. A veces hasta lo sentía como un amigo fiel que nunca la abandonaba. Quizás hasta lo echaría de menos si un día dejara de sentir dolor.

Se levantó de su sencilla cama plegable. La oyó crujir, como siempre. Recordó la vez que le puso aceite a los resortes. Y recordó cómo extrañó ese crujido compañero. Lo echó en falta hasta que finalmente volvió. Fue recién con ese regreso que pudo volver a dormir tranquila.

Escogió la ropa que se pondría ese día. No era una tarea muy difícil porque no eran muchas sus opciones. No solamente porque tenía muy poca ropa, sino porque además era casi toda igual, de colores oscuros, nada llamativa.

Así transcurrió su mañana. Rutinaria. Repetitiva. Empezó con la limpieza, como siempre... hasta que se vio obligada a postergarla porque notó que se le había acabado el detergente. Notó también que quedaba muy poco jabón. Así que sacó la cajita donde guardaba su plata. Era de las que seguía cobrando en el banco mes a mes, nunca había optado por abrir una cuenta de ahorros para que se la depositaran mensualmente. ¿Y si se olvidan y un mes no me depositan?

Tomó algunas monedas, las metió en su diminuto monedero y partió al supermercado. Le gustaba sentir el aire friecito de la mañana, de la época en que los días fríos y húmedos comienzan a escasear y se asoman de vez en cuando tímidos y ocasionales rayos de sol. Le gustaba adivinar de dónde venían y a dónde iban las personas con las que se cruzaba en su camino. Discretamente, no fuera a ser que las incomodara.

Llegó a la tienda y se dio permiso para recorrer los pasillos sin apuro. Al cabo de un rato, y con un poco de culpa por la demora, buscó el pasillo de los artículos de limpieza. Agarró una bolsita de detergente, de las más chicas. Y buscó el jabón más baratito. Ya tengo todo lo que he venido a comprar, y se encaminó a la caja.

A lo lejos las vio. Paltas en perfecto punto de maduración. Pocas veces se permitía un antojo. Lo pensó dos veces, y no hubo necesidad de una tercera vez. Escogió la más grande y se fue rápido a la caja.

Entregó sus pocas cosas a la cajera, que luego de saludarla con una amable sonrisa, empezó a marcar los artículos. No le tomó mucho tiempo terminar. La cajera mencionó el monto total, y a Mercedes se le hizo un nudo en la garganta. No le alcanzaba. Le faltaban 80 céntimos.

Mientras decidía qué dejar, sabiendo que la decisión razonable sería dejar la palta, la mujer que estaba detrás de ella dijo: señora, no se preocupe, yo le cubro esa diferencia. Y le entregó a la cajera los centavos que faltaban.

Mercedes se sintió tan agradecida y abrumada por ese gesto de una extraña que apenas atinó a voltear y agradecer con un movimiento de cabeza. Al salir de la tienda se dio cuenta de que estaba viviendo un día diferente. Colorido y diferente. Como nunca.
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El bloguero Cyrano, habitual lector y comentarista de este blog, ha lanzado su libro "El párkinson y yo", donde cuenta sus experiencias como paciente con esa condición médica. Es una lectura muy interesante que les recomiendo y que nos hace ver las cosas desde los zapatos del otro, una de las enseñanzas de vida que practica Atticus Finch.

jueves, 19 de septiembre de 2013

La pizza

La protagonista de esta historia era una mujer muy especial. Su principal característica era que siempre pensaba primero en los demás. Había sufrido de mucha pobreza en su niñez y eso la había marcado para siempre.

Ya en sus años dorados vivía en casa de una sobrina nieta. Sus sobrinos bisnietos la adoraban. Se hacía cargo del manejo de la casa, que bajo sus órdenes funcionaba casi a la perfección. Ese "casi" la hacía exasperarse muchas veces, pero era parte de su forma de ser. En verdad, era casi imposible concebir la casa sin su presencia.

Tenía un don extraordinario para la cocina. Casi siempre veía las recetas en algún programa de televisión y sin apuntar ni nada, al día siguiente sorprendía a todos con una comida que provocaba los aplausos de los comensales.

Su rápida mente siempre estaba pensando en diferentes maneras de generar recursos. Esa pobreza tan grande que conoció en sus primeros años le había enseñado a no dejarse estar, y así fue que se le ocurrió unir esa voluntad de ganar un beneficio económico con su habilidad para la cocina.

Cerca de su casa había una panadería. Una mañana se fue a hablar con el propietario y le propuso que cada día le dejaría una pizza completa para que él la vendiera por trozos. Al hombre le pareció una buena idea y quedaron en comenzar al día siguiente.

Efectivamente, al día siguiente, poco después de las 3:00 de la tarde, ella cumplió su parte del trato, dejó la pizza y recibió el pago acordado. La operación se repitió a lo largo de varios meses y tanto ella como el dueño de la panadería estuvieron más que contentos con el trato.

Hasta que un día, cuando llevaba la pizza caliente recién sacada del horno a su lugar de destino, se percató de que un perro la seguía. El pobre can, a todas luces un animal callejero, debe de haber sentido el delicioso aroma de esta delicia e instintivamente lo siguió.

Ella primero no le hizo caso y siguió su camino. El perro no cejaba en su empeño. Así que trató de desprenderse del animal, pero no pudo. Caminaban al mismo ritmo. Deben haber formado un par digno de atención: la mujer con la fuente de olorosa pizza caliente y el hambriento perro que no se despegaba de su lado. Hasta que le dio miedo que el hambre hiciera que el pobre animal callejero la atacara y tomó la decisión de regresar a casa con la fuente llena.

Los más felices fueron los sobrinos, a los que normalmente no permitía ni acercar la nariz a la cocina para que no le arruinaran la mercadería. Se dieron un banquete ese día. En cuanto a ella, decidió unilateralmente dar por terminada la venta diaria de pizzas.

El dueño de la panadería debe seguir esperando hasta ahora la llegada puntual de su producto estrella.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Historia en dos momentos

Sonaba el teléfono y el diálogo iba más o menos así:
- ¿Puedo quedarme a dormir en tu casa el sábado?
- ¿Qué dice tu mamá? -era la pregunta que respondía a la pregunta.
- Que sí.
- Entonces sí, claro, ven el sábado.

Alrededor de las 7 pm del sábado llegaba el niño. Traía por equipaje una mochila azul, negra y roja con el logotipo de unos famosos ladrillitos de juguete con los que se armaban todo tipo de edificaciones e instalaciones. Dentro de la mochila había primorosamente doblada la pijama y una muda completa de ropa para el día siguiente, todo impecablemente limpio y oloroso. No faltaba el cepillo de dientes y ocasionales remedios con la consiguiente indicación de horas en que debían tomarse.

Luego de comer algo rico y de compartir historias narradas o leídas de algún libro tantas veces releído, el niño pasaba la noche viendo televisión hasta horas que normalmente le eran prohibidas. No había problema pues al día siguiente no había que levantarse temprano. De todas maneras, su cansancio lo vencía 30 minutos más tarde de la hora límite.

Al día siguiente, se levantaba tarde y alguna actividad lo mantenía ocupado y distraído hasta que pasaban a recogerlo alrededor del mediodía. La frase final que escuchaba antes de partir era:
- Vienes otro día.

Por toda respuesta, venía un movimiento afirmativo con la cabeza, acompañado de una sonrisa.
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Suena el teléfono y el diálogo va más o menos así:
- ¿Puedo quedarme a dormir en tu casa el sábado?
- ¿Qué dice tu mamá? -es la pregunta que responde a la pregunta.
- Que sí.
- Entonces sí, claro, ven el sábado.

A horas variables del sábado llega la niña. Trae por equipaje una pequeña maleta de colores rosado, celeste y lila con dibujos de personajes con sangre azul. Dentro de la maletita viene primorosamente doblada la pijama y una muda completa de ropa para el día siguiente, todo impecablemente limpio y oloroso. No falta el cepillo de dientes y ocasionales remedios con la consiguiente indicación de horas en que deben tomarse.

Luego de comer algo rico y de compartir historias narradas o leídas de algún libro tantas veces releído, la niña pasa la noche viendo televisión hasta horas que normalmente le son prohibidas. No hay problema pues al día siguiente no hay que levantarse temprano. De todas maneras, su cansancio la vence 30 minutos más tarde de la hora límite.

Al día siguiente, se levanta tarde y alguna actividad la mantiene ocupada y distraída hasta que pasan a recogerla alrededor del mediodía. La frase final que escucha antes de partir es:
- Vienes otro día.

Por toda respuesta, viene un movimiento afirmativo con la cabeza acompañado de una sonrisa.
***
Acá hay otro misterio resuelto, gracias a Autoliniers y Macanudo.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Pequeños misterios resueltos

El sonido misterioso
La mujer entró a su casa, que encontró vacía. Era esa hora en que ya casi no es de día pero todavía no es de noche, cuando en la calle sigue habiendo luz pero en las casas ya está oscuro.

La mujer entró por la puerta de la cocina, la entrada habitual a la casa. Dejó unas bolsas que tenía en la mano con compras y fue ahí que lo escuchó: "tic, tic, tic, tic". Imparable, casi inaudible en un comienzo pero persistente una vez que se percató del sonido. Tic, tic, tic, tic.

Puso su reloj a la altura de su oreja, aunque sabía que esa no era la fuente del misterioso sonido. Lo comprobó segundos después, el tic tac de su reloj era diferente. Este sonido le llegaba de lejos. Tic, tic, tic, tic.

Salió de la cocina rumbo al comedor en penumbra, y sintió alejarse el sonido. Definitivamente, provenía de la cocina. Miró por todos lados, se dijo primero que tal vez fuera un roedor entrometido. Luego del sobresalto inicial ante tal posibilidad la tranquilizó pensar que ningún animal haría un ruido tan acompasado. Tic, tic, tic, tic.

En eso, prendió la luz de la cocina y lo vio. En la pared opuesta a la puerta por donde había entrado, la oscuridad no le había permitido ver el flamante reloj anaranjado nuevecito que colgaba orgullosamente de un clavo puesto especialmente para la ocasión. De ahí venía el misterioso tic, tic, tic, tic.

El pan mordisqueado
En los últimos días, cada vez que sacaba una tajada de pan de la bolsa, la encontraba mordisqueada. O como si alguien hubiera arrancado toda una esquina.

La primera vez que encontró el pan así, revisó la bolsa buscando algún hueco por donde alguien hubiera podido arrancar el pedazo faltante. Nada, la bolsa estaba completa. Revisó el resto de tajadas y comprobó que la única incompleta era la que había estado encima de todas. Después de una concienzuda inspección, decidió que no había peligro en comérsela.

Al dia siguiente, de nuevo a la tajada de encima le faltaba toda una esquina. Volvió a revisar la bolsa, no había huecos y la única tajada afectada era la de encima. Una vez podía ser mala suerte, pero dos ya no. Sobre todo, después de que la vez anterior había las revisado todas las tajadas que quedaban en la bolsa.

Lo mismo pasó cuando ese paquete de pan se acabó y compró uno nuevo. Ya la cosa estaba teniendo asomos de algo en lo que no quería ni pensar.

Hasta que casi casualmente, como si lo acabara de recordar, su madre le dijo que iba a comprar una nueva bolsa de pan porque de las dos anteriores había estado sacando pequeños trozos para evitar tomar una pastilla en ayunas muy temprano cada mañana.