El gerente de la tienda había notado últimamente que las cantidades de chocolates en las estanterías no coincidían con el inventario. Faltaban muchos chocolates, sobre todo de los más caros. De los que tenían avellanas y nueces enteras dentro. Era evidente que alguien se estaba robando los chocolates.
Decidió averiguar quién.
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Sus pequeños hijos le habían pedido nueces. Nueces en cualquiera de sus formas. Lo que fuera: castañas, pecanas, avellanas. Con tal de que fueran nueces, lo demás era lo de menos.
Así pasaron varios días de desesperación para esta pobre madre. Sus pequeños le reclamaban nueces, y ella no sabía de dónde sacarlas. Lo peor es que ella misma hubiera agradecido un puñado de esos frutos. Pero se le hacía tan difícil encontrar nueces... y todo era más difícil todavía sabiendo que sus hijos querían esas nueces con tanta desesperación.
De repente, algo llegó en forma de inspiración. Si hacía un esfuerzo podría encontrar nueces. Era algo arriesgado, pero era tanta su desesperación que estaba dispuesta a correr el riesgo.
Esperó a que fuera de noche. Cuando la afluencia de gente disminuyó, asomó la cabeza por la ventana entreabierta y entró. Un aterrizaje perfecto. Miró a ambos lados y empezó a correr ágilmente entre los pasadizos. Guiada por su olfato y casi sin ver, pues las luces estaban apagadas, llegó al estante de las nueces. En verdad, eran nueces dentro de chocolates, pero no importaba. Sacó todos los que pudo, dejó botados muchos más de los que pudo sacar.
Satisfecha con su botín, llegó hasta donde estaban sus hijos. Les mostró las nueces, les hizo ver que dentro de los chocolates había nueces. Muchas nueces. Suficientes nueces. Estaban felices.
Cuando se acabaron las nueces, repitió la operación. Y así lo hizo, varias veces.
Hasta que llegó el día en que, en medio de su operativo de aprovisionamiento, unas luces le dieron de lleno en los ojos. No sería posible saber quién estaba más sorprendido: el vigilante de la tienda, que sujetaba una enorme linterna encendida en la mano. O la pequeña ardilla que durante semanas había estado llevándole a sus crías las nueces que estaban dentro de los chocolates.
Decidió averiguar quién.
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Sus pequeños hijos le habían pedido nueces. Nueces en cualquiera de sus formas. Lo que fuera: castañas, pecanas, avellanas. Con tal de que fueran nueces, lo demás era lo de menos.
Así pasaron varios días de desesperación para esta pobre madre. Sus pequeños le reclamaban nueces, y ella no sabía de dónde sacarlas. Lo peor es que ella misma hubiera agradecido un puñado de esos frutos. Pero se le hacía tan difícil encontrar nueces... y todo era más difícil todavía sabiendo que sus hijos querían esas nueces con tanta desesperación.
De repente, algo llegó en forma de inspiración. Si hacía un esfuerzo podría encontrar nueces. Era algo arriesgado, pero era tanta su desesperación que estaba dispuesta a correr el riesgo.
Esperó a que fuera de noche. Cuando la afluencia de gente disminuyó, asomó la cabeza por la ventana entreabierta y entró. Un aterrizaje perfecto. Miró a ambos lados y empezó a correr ágilmente entre los pasadizos. Guiada por su olfato y casi sin ver, pues las luces estaban apagadas, llegó al estante de las nueces. En verdad, eran nueces dentro de chocolates, pero no importaba. Sacó todos los que pudo, dejó botados muchos más de los que pudo sacar.
Satisfecha con su botín, llegó hasta donde estaban sus hijos. Les mostró las nueces, les hizo ver que dentro de los chocolates había nueces. Muchas nueces. Suficientes nueces. Estaban felices.
Cuando se acabaron las nueces, repitió la operación. Y así lo hizo, varias veces.
Hasta que llegó el día en que, en medio de su operativo de aprovisionamiento, unas luces le dieron de lleno en los ojos. No sería posible saber quién estaba más sorprendido: el vigilante de la tienda, que sujetaba una enorme linterna encendida en la mano. O la pequeña ardilla que durante semanas había estado llevándole a sus crías las nueces que estaban dentro de los chocolates.