Lo que cuento a continuación me pasó de verdad, hace 5 años, la primera (y hasta ahora única) vez que estuve en Nueva York.
Estaba de vacaciones en Nueva York. Era mi primera visita a esa ciudad y estaba un poco ansiosa.
Estaba alojada en casa de C, una de mis mejores amigas del colegio, que en esos tiempos vivía bastante cerca de la Gran Manzana. La idea era que yo pasara unos días en Nueva York para conocer todo cuanto pudiera. Dadas las obligaciones laborales de C, tendría que hacerlo sola. Lo que si haríamos juntas sería el viaje de ida en tren, con ella como mi guía.
Así que, ni bien llegué de Lima, tomamos juntas el tren a Nueva York. Una vez en el tren las instrucciones fueron precisas: “te bajas en esta estación, buscas en el tablero que está ahí y te fijas en el número del andén. Vas para allá y esperas al tren. Como ves, pasan cada media hora más o menos. Si no alcanzas el tren, lo peor que puede pasar es que tengas que esperar el siguiente. Una vez dentro del tren, solamente tienes que contar cuatro paradas. Te bajas en la cuarta, que es fácil de distinguir porque es enorme. Para el regreso, el camino es inversamente igual”.
Repetí para acordarme: tengo que bajarme en la cuarta estación para el cambio de trenes. Ese segundo trayecto en tren era fácil, porque debía llegar a la última estación. C me estaría esperando, y si no estaba, podía esperarla o llamarla por teléfono.
Parecía muy fácil.
C se regresó a su casa y me quedé sola, alojada en un simpático y barato hotel.
Luego de cinco días de ir caminando a tantos sitios como pude, comiendo lo que podía, durmiendo lo menos posible para aprovechar el tiempo en conocer lo más posible, llegó el momento de regresar a la casa de C.
Fui a esa enorme estación, tantas veces vista en tantísimas películas, compré mi boleto, me fijé en los horarios y esperé un poco menos de media hora. Mi cansancio era tremendo.
Finalmente llegó el tren y me subí. Miré vagamente a los pocos pasajeros que estaban dentro, todos metidos en lo suyo. Todos viajaban solos. Escogí un asiento y me senté. Cuando el tren empezó a avanzar, mis nervios regresaron.
A los pocos minutos, el tren paró en la primera estación. Faltaban tres más. Todo estaba saliendo bien. Los nervios empezaron a disminuir.
De repente, al otro lado del pasillo, un poco más adelante de mi asiento, vi que un hombre me miraba fijamente. Tenía la mirada más dulce que había visto jamás en mi vida. Sonriéndome, movió la cabeza mientras me miraba y murmuró algo que no llegué a escuchar. Con toda mi desconfianza, decidí ignorarlo y mirar hacia otro lado. Pero sus ojos eran tan tranquilizadores. Volví a mirarlo: seguía murmurando mientras señalaba algo con la cabeza. Seguí con los ojos hacia donde señalaba, y entonces vi la estación. La estación que se suponía que era la cuarta parada. ¿Cómo así pasó a ser la segunda?
Me paré apresuradamente. Pasé al lado de este hombre, y recién ahí me di cuenta de su elegantísimo e impecable terno de tres piezas. Creo recordar que hasta tenía sombrero. Fue ahí cuando entendí claramente lo que decía: “esta es tu estación”. Asombrada, apenas pude agradecerle con un movimiento de cabeza antes de salir casi corriendo del tren.
Me quedé en la plataforma, sin poder hablar.
La gente que iba y venía me hizo reaccionar. Con las justas pude ver a qué andén tenía que ir, y con las justas pude subir al segundo tren. Me subí, pero seguía sin salir de mi asombro. Tenía un lío en la cabeza: ¿de dónde había salido ese hombre? ¿En qué momento se subió al tren? Estoy segura de que no estaba ahí cuando me subí. Con toda certeza, hubiera notado a un hombre tan elegantemente vestido. Ciertamente, hubiera notado esa mirada serena, inolvidable.
Entonces me di cuenta: de no haber sido por él, me hubiera quedado tranquilamente en el tren esperando la cuarta estación. ¿Dónde estaría en ese preciso momento? De puro miedo, descarté la idea.
Han pasado años de esto, y sigo sin tener respuestas. Me gusta pensar que era mi siempre atento y elegantemente vestido ángel de la guarda.