jueves, 24 de mayo de 2018

"El cielo y la tierra, el cielo y la tierra"

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Había una vez dos hermanas que jugaban mil cosas juntas. Todavía hay dos hermanas, y aunque ya no juegan mil cosas, siguen juntas. Las llamaremos la mayor y la menor.

Eran ellas dos, aunque a veces se les unía un tío que parecía un hermano porque había nacido prácticamente el mismo día que la mayor. Pero casi todo el tiempo eran únicamente ellas dos y nadie más.

Vivían en una apacible ciudad de la selva donde todos se conocían y todos sabían lo que los demás hacían, y donde pasar al lado de alguien sin saludar era motivo de ofensa y gran malestar.

Así pasaban los días las dos hermanas, jugando al aire libre en su ciudad natal, una ciudad con eterno verano. Nadie las vigilaba, nadie estaba pendiente de ellas porque en esa apacible ciudad de eterno verano nada malo les podía pasar.

Un día como cualquier otro, las dos hermanas jugaban lo que ellas conocían como mundo, y que en otros lados llaman tejo o rayuela. Para ahorrar una raya a las líneas trazadas en el suelo, uno de los bordes de su mundo era el borde del patio donde jugaban. Después de eso, el suelo se inclinaba en una pendiente de varios metros. Nada que no se pudiera recorrer caminando, pero no era muy agradable de recorrer porque prácticamente era donde la gente lanzaba sus desechos.

Así jugaban las hermanas una mañana cualquiera en su apacible ciudad del eterno verano. Le tocaba lanzar y saltar a la mayor. La menor vio que su hermana lanzaba la piedra que usaban como tejo y volteó para ver hasta dónde llegaba. Volvió a voltear para ver a su hermana empezar a saltar, pero no la vio.

La menor se llevó el susto de su vida. Su hermana había desaparecido.

Ahogó un grito de terror. Miró al cielo pues pensó que tal vez su hermana se había ido volando. O que unos globos gigantes aparecidos de la nada la habían levantado del suelo. O que una bandada de silenciosos pájaros la habían tomado de los brazos con el pico y se la habían llevado volando.

Pero por los aires tampoco estaba la hermana mayor.

Así que la niña corrió sin pensar muy bien a dónde se dirigía, pero sus pies la llevaron al borde del terreno, ese que usaban como límite de su juego para ahorrarse una raya al trazar su mundo. Y ahí vio a su hermana deslizarse irremediablemente cuesta abajo, seguramente iba muy rápido, pero la hermana menor dice que la hermana mayor rodaba en cámara lenta.

Cuando la hermana mayor dejó de rodar, la hermana menor corrió a la casa familiar a llamar a su papá: "papá, papá, ven, ven por favor".

Sin entender mucho, pero con toda certeza asustado por la desesperación de la hermana menor, el padre salió con la niña. Cuando llegaron al límite de su mundo, el padre vio a la hermana mayor levantarse tambaleando. Aliviado, tras imaginar quién sabe qué desgracias, bajó al encuentro de su hija y con ella de la mano, regresó a terreno seguro.

Una vez que las dos hermanas se reunieron, la menor quiso saber qué sintió la mayor mientras rodaba cuesta abajo. La mayor, aún aturdida, contestó: "no entendía nada, estaba preparándome para saltar cuando de repente me sentí en el aire y comencé a ver el cielo y la tierra, el cielo y la tierra, el cielo y la tierra".

domingo, 13 de mayo de 2018

Todo sea por un helado

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Es el viernes anterior al Día de la Madre. Las calles y las tiendas están llenas de gente que espera, para variar, la penúltima hora para hacer lo que hay que hacer.

Entro a un autoservicio para comprar tres cositas, sé que no me demoraré mucho. Escojo lo que quiero y busco la caja con la fila más corta. Ya sé que no es garantía de nada, pero es probable que sea la que avance más rápido.

Entre la fila de mi caja y de la caja que está a mi derecha, hay un congelador con helados. Es un congelador horizontal con puertas corredizas que dejan ver el interior, Las envolturas multicolores de los helados son una tremenda tentación para los ojos de quienes pasan por ahí.

En la fila de la caja que está a mi derecha, hay una señora y una niña, a la que calculé unos cinco años. Presumo que son abuela y nieta, aunque ya se sabe que es mejor no asumir nada porque las apariencias pueden engañar. La niña miraba los helados con ojos codiciosos y de repente señaló uno:
- Ese es el helado que quiero.

Entre tantos helados, era difícil saber a cuál se refería. El vidrio de la tapa de la congeladora le impedía acercar su manito más para dejar en claro exactamente cuál era el helado que quería.

Entonces, empezó a abrir la puerta corrediza. Desde donde estaba, pude ver que las dos hojas que tapaban la congeladora se abrían a la vez. Recién ahí noté que las dos hojas estaban al mismo nivel, no como suelen estar: una por encima de la otra para que, al deslizarse, no ocurra lo que estaba parecía estar ocurriendo.

La puerta corrediza que quedaba atrás de la niña también se abría sin que nadie hiciera nada para impedirlo. Fue un solo instante, entre ver los esfuerzos de la niña por llegar al helado de sus deseos, entre pensar "acá hay algo que no está bien", entre que mi mente anticipara que la cosa no iba a terminar bien.

Y la cosa no terminó bien.

La parte de la tapa que quedaba inadvertida a los ojos de la niña perdió el equilibrio y cayó al suelo. Cayó al suelo y se hizo trizas. Se hizo trizas y miles de vidrios minúsculos salieron disparados en todas direcciones. Miles de vidrios minúsculos salieron disparados en todas direcciones con un estrépito que debe haberse oído en toda la tienda.

Yo lo vi todo desde mi posición privilegiada.

A mi costado, una voz infantil solamente atinó a decir con tono muy tranquilo: "¡ay!".

En menos de un minuto, el lugar del incidente se vio lleno de encargados, personal de seguridad, personal de limpieza, clientes curiosos.

A mi costado, ajena al revuelo causado por sus antojos heladeros, vi una manito infantil que sostenía en alto el helado deseado y oí a la misma voz de segundos antes decir triunfal: "mira, este es el helado que quiero".

Feliz día a todas las madres que celebren su día el segundo domingo de mayo, y también a las que lo celebran en otra fecha del calendario.

martes, 1 de mayo de 2018

La muralla

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Esta historia fue contada ante un grupo en una reunión familiar. Publico aquí el relato que me envió una asistente a esa reunión. Creo que es importante compartirlo.
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Es una señora de las que se dice "de la tercera edad". También se las llama "de la juventud prolongada". Eso no le impide realizar una serie de constantes actividades con sus amigas de toda la vida. Se reúnen en almuerzos, paseos, juegan a las cartas, van al cine y teatro, y hasta viajan a otras ciudades del país.

La señora, a la que llamaremos Estrella, también tiene otro grupo para practicar el tai chi. Una vez por semana, las señoras acuden a un parquecito cercano a su casa donde realizan las figuras y movimientos de esa práctica oriental que les da paz y armonía. Muchas veces, al terminar el tai chi, deciden ir a tomar un refrigerio en algún local de las cercanías. Era una mañana soleada cuando el grupo de señoras comenzó a caminar hacia el restaurante elegido. Para ello debían cruzar una ancha avenida en constante tránsito de ida y vuelta de autos y enormes buses de transporte público.

El grupo avanzaba y algunas ya cruzaban la avenida, pero una de las señoras caminaba con dificultad debido a una dolencia, y se retrasó. Estrella, como no podía ser de otra manera, no la abandonó y se puso a su lado para ayudarla en el trayecto.

Las dos señoras, tomadas del brazo, comenzaron a cruzar la ancha avenida. Atravesaron con éxito la primera parte y solo faltaban unos metros para llegar al lado seguro. Tenían tiempo, porque el único bus que venía en ese sentido, estaba bastante lejos y venía a velocidad bastante razonable. Pero a medio camino ocurrió lo impensable: la señora con el problema se cayó en plena pista, se cayó total e irremisiblemente, se cayó cuan larga era. Estrella, a su lado, vio que el enorme bus se acercaba a ellas. Su primera reacción fue inclinarse para ayudar a levantarse a su amiga, pero pensó: "si las dos estamos agachadas el chofer del bus no podrá vernos". Entonces se puso de pie, ahí, en la mitad de la pista, junto a la señora caída, como una muralla dispuesta a detener el avance del peligro. El chofer del bus se percató de la presencia de las dos señoras y detuvo el vehículo a buena distancia.

Más tarde, la amiga de Estrella le confesó que cuando estaba caída en la pista pensó que quedaría bajo las ruedas del bus.

Eso no ocurrió porque tuvo a su lado a una persona que no huyó del peligro, que no abandonó a quien dependía de ella en ese momento, que se alzó como una muralla de valentía y generosidad.

Eso, señores, se llama tener fibra moral. Y no se aprende en academias ni universidades. Se lleva desde la cuna.

Y es el mejor legado de Estrella para sus cuatro hijos y sus siete nietos.
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Les invito a leer mi más reciente artículo para Global Voices en Español. La locura por la clasificación al mundial de fútbol continúa.