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Caminaba por la avenida Larco en Miraflores, que empieza en el muy conocido parque Kennedy. El parque se ha hecho conocido desde hace algunos años porque empezó a alojar a muchos gatos que algunas personas abandonaron. Con el tiempo, la población de mininos aumentó, por lo que es común ver gatos paseándose por la inmediaciones del parque y algunos llegan hasta los locales aledaños en la avenida Larco.
Es ya normal ver gatos paseándose entre los transeúntes, sentados perezosamente al pie de las bancas del parque, durmiendo entre los jardines y hasta diría que posando para las cámaras de todo aquel que quiere inmortalizar el momento.
Así que no me extrañó para nada ver un gato caminando a mi costado una mañana cualquiera. Iba muy altivo, lento con ese andar felino tan elegante y casi estudiado que caracteriza a estos animales. A pesar de no ser muy amante de los gatos, debo confesar que este en particular me encantó.
Supuse que está acostumbrado a transitar entre humanos pues en ningún momento dio muestras de temor al estar en medio de tanta gente que iba y venía a toda prisa, sin prestar atención al gato que seguía su marcha con una elegancia que ya quisieran algunas de las modelos más cotizadas.
En sentido contrario al que yo iba, venían tres personas, aparentemente era una familia compuesta de padre, madre e hija adolescente. Conversaban alegremente y en su andar ni se fijaron en el gato. Parece que el gato estaba más ocupado en los detalles de su paso, pues tampoco los vio.
Y entonces ocurrió lo que yo estaba previendo: la muchacha pisó una de las patas del gato. El gato lanzó un chillido desgarrador, la muchacha gritó aterrada, quienes la acompañaban se quedaron inmóviles del puro susto y seguro sin entender nada de lo que había pasado.
El gato salió disparado en medio de sus escalofriantes sonidos, se separó lo suficiente de la fuente de su dolor y en un instante recuperó la compostura. Se sentó salvaguardado por la distancia que lo separaba de la muchacha que lo había pisado y desde su lugar, mientras la familia se daba cuenta de todo, el gato les lanzó una mirada acusadora.
Era una mirada terrible.
Si me hubiera lanzado esa miraba a mí, me hubiera asustado. Y mucho. Los directamente involucrados siguieron su camino, sin reparar más en el gato y seguro a esas alturas ya habían olvidado el asunto.
Yo seguí avanzando en la misma dirección en que venía caminando. No me atreví a voltear para ver si el gato seguía sentado con su mirada acusadora o si había retomado su andar felino.
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