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Imagínate un pueblito de provincia en la década de 1940. Imagina que en ese pueblito debía haber, a la fuerza, una o varias costureras que se encargaran de confeccionar la ropa a los demás habitantes del lugar, sobre todo, a las mujeres.
Tomemos a una de esas costureras. No solamente era conocida porque se encargaba de los vestidos de muchas de sus amigas, y vaya que tenía amigas. También era conocida por ser amable, atenta, por preocuparse de los demás. Ella y su esposo eran padrinos de prácticamente todos los niños del pueblo.
Esta costurera amable, atenta y preocupada por los demás, a quien llamaremos Rita, era casi autodidacta de la costura. Lo más admirable era que podía sacar los modelos con verlos en una foto, prácticamente sin molde o patrón que guiara su mano, y su pie, cuando cosía.
Con el producto de sus costuras ayudaba en la economía de su casa. Si bien no pasaban estrecheces, un extra nunca viene mal.
Entre encargo y encargo, mientras tomaba medidas y decidía con la clienta en qué modelo de vestido quería transformar la tela que le entregaban, imagina horas de largas conversaciones entre risas y confesiones. Ya sabemos eso de "pueblo chico, infierno grande".
¡De cuántas cosas se enteraría Rita en esas sesiones de toma de medidas!
Un día, llegó una señora a encargar un vestido. Le habían mandado de regalo una tela fina, muy cara, muy bonita, para que se hiciera ropa especial para el matrimonio de su hija. Emocionada, feliz llegó a la casa de Rita con la preciosa tela. Entre las dos, eligieron el modelo y fijaron el plazo para la primera prueba.
Llegó el día de la prueba, y todo marchaba sobre ruedas. Fijaron fecha para la prueba final y probable entrega. Todo a tiempo para el matrimonio.
Ya cuando Rita había cosido definitivamente la tela, cuando ya había retirado los hilos provisionales que siempre usaba como guía, procedió a hacer los cortecitos que siempre hacía en sus obras, Un corte mínimo en el punto exacto donde la cintura se ensancha para dar paso a la cadera, esa parte donde es imposible disimular que algo sobra. Esos cortecitos eran casi el estilo personal de Rita...
Agarró la tijera, la colocó con cuidado en el lugar preciso y la cerró. Notó para su horror que, sin saber cómo, le falló el cálculo y que terminó cortando más de la cuenta. El vestido quedó con un hueco. A la hora de que la clienta se pusiera el vestido del cual estaba tan orgullosa, se abriría un agujero indiscreto que dejaría ver sus carnes.
Pobre Rita, cómo se habrá desesperado. No tenía cómo solucionarlo. Ni siquiera podía comprar otro trozo de tela y rehacer esa parte porque la clienta no la había comprado en ese pueblo. Pedirle a la clienta que rebajara esa parte de su anatomía tampoco era opción. Después de llorar y lamentarse, Rita recurrió a quien nunca le fallaba. Así fue que comenzó a rezarle, a implorarle a San Judas Tadeo, el santo de las causas imposibles.
No pudo rezar mucho, pues la fecha fijada para la segunda y definitiva prueba era esa tarde. No había más remedio que contarle la verdad a la clienta, a riesgo de perder mucho más que el pago por su trabajo.
Con el corazón acelerado y al borde del llanto, le abrió la puerta a la clienta cuando llegó a su prueba. Con la cabeza gacha, Rita estaba empezando a murmurar las explicaciones casi sin voz, cuando la clienta le dijo emocionada: "Señora Rita, ¡no sabe lo que me ha regalado mi hija!", mientras sacaba de su cartera algo que Rita no logró distinguir bien.
Era una faja que ayudaría a la clienta, la madre de la novia, a tener una mejor figura en ese día especial. "Va a tener que meterle al vestido para que se ajuste a mis nuevas medidas", anunció la clienta con ojos traviesos, en medio de risas.
La clienta contaba lo feliz que estaba por la faja, pero Rita no la oía. Estaba recuperando el aliento y tratando de dejar de temblar. Entonces volteó a darle las gracias por el milagro concedido a San Judas Tadeo. Desde lejos, el santo patrón de las causas imposibles pareció asentir levemente.
Tomemos a una de esas costureras. No solamente era conocida porque se encargaba de los vestidos de muchas de sus amigas, y vaya que tenía amigas. También era conocida por ser amable, atenta, por preocuparse de los demás. Ella y su esposo eran padrinos de prácticamente todos los niños del pueblo.
Esta costurera amable, atenta y preocupada por los demás, a quien llamaremos Rita, era casi autodidacta de la costura. Lo más admirable era que podía sacar los modelos con verlos en una foto, prácticamente sin molde o patrón que guiara su mano, y su pie, cuando cosía.
Con el producto de sus costuras ayudaba en la economía de su casa. Si bien no pasaban estrecheces, un extra nunca viene mal.
Entre encargo y encargo, mientras tomaba medidas y decidía con la clienta en qué modelo de vestido quería transformar la tela que le entregaban, imagina horas de largas conversaciones entre risas y confesiones. Ya sabemos eso de "pueblo chico, infierno grande".
¡De cuántas cosas se enteraría Rita en esas sesiones de toma de medidas!
Un día, llegó una señora a encargar un vestido. Le habían mandado de regalo una tela fina, muy cara, muy bonita, para que se hiciera ropa especial para el matrimonio de su hija. Emocionada, feliz llegó a la casa de Rita con la preciosa tela. Entre las dos, eligieron el modelo y fijaron el plazo para la primera prueba.
Llegó el día de la prueba, y todo marchaba sobre ruedas. Fijaron fecha para la prueba final y probable entrega. Todo a tiempo para el matrimonio.
Ya cuando Rita había cosido definitivamente la tela, cuando ya había retirado los hilos provisionales que siempre usaba como guía, procedió a hacer los cortecitos que siempre hacía en sus obras, Un corte mínimo en el punto exacto donde la cintura se ensancha para dar paso a la cadera, esa parte donde es imposible disimular que algo sobra. Esos cortecitos eran casi el estilo personal de Rita...
Agarró la tijera, la colocó con cuidado en el lugar preciso y la cerró. Notó para su horror que, sin saber cómo, le falló el cálculo y que terminó cortando más de la cuenta. El vestido quedó con un hueco. A la hora de que la clienta se pusiera el vestido del cual estaba tan orgullosa, se abriría un agujero indiscreto que dejaría ver sus carnes.
Pobre Rita, cómo se habrá desesperado. No tenía cómo solucionarlo. Ni siquiera podía comprar otro trozo de tela y rehacer esa parte porque la clienta no la había comprado en ese pueblo. Pedirle a la clienta que rebajara esa parte de su anatomía tampoco era opción. Después de llorar y lamentarse, Rita recurrió a quien nunca le fallaba. Así fue que comenzó a rezarle, a implorarle a San Judas Tadeo, el santo de las causas imposibles.
No pudo rezar mucho, pues la fecha fijada para la segunda y definitiva prueba era esa tarde. No había más remedio que contarle la verdad a la clienta, a riesgo de perder mucho más que el pago por su trabajo.
Con el corazón acelerado y al borde del llanto, le abrió la puerta a la clienta cuando llegó a su prueba. Con la cabeza gacha, Rita estaba empezando a murmurar las explicaciones casi sin voz, cuando la clienta le dijo emocionada: "Señora Rita, ¡no sabe lo que me ha regalado mi hija!", mientras sacaba de su cartera algo que Rita no logró distinguir bien.
Era una faja que ayudaría a la clienta, la madre de la novia, a tener una mejor figura en ese día especial. "Va a tener que meterle al vestido para que se ajuste a mis nuevas medidas", anunció la clienta con ojos traviesos, en medio de risas.
La clienta contaba lo feliz que estaba por la faja, pero Rita no la oía. Estaba recuperando el aliento y tratando de dejar de temblar. Entonces volteó a darle las gracias por el milagro concedido a San Judas Tadeo. Desde lejos, el santo patrón de las causas imposibles pareció asentir levemente.