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Caminas cuatro cuadras, y por instinto, te llevas la mano al bolsillo a donde llevas el celular. Es algo mecánico, casi automático. Salvo que esta vez sientes algo diferente. No hay celular. Te sobresaltas y de inmediato viene a tu mente la imagen del teléfono sobre la mesa.
Se te olvidó. Nunca te había pasado.
Te detienes a pensar. ¿Regresas las cuatro cuadras ya avanzadas o sigues sin el teléfono y lo tomas como un experimento? Decides seguir y ver si eres nomofóbica o si aún puedes vivir "a la antigua" sin el aparatito a la mano.
Tu primera parada es el autoservicio, faltan algunas cosas en la casa. Vas directo a los anaqueles donde está lo que quieres comprar. Sientes a lo lejos un sonido conocido, crees que es tu celular, te llevas la mano al bolsillo. ¡No hay nada! Ah, verdad, lo olvidaste.
Terminas tu comprar y vas al siguiente punto. Una farmacia. ¿Cómo se llama lo que quieres comprar? Lo busco con el celular... Ah, verdad, no lo tienes. Con ayuda del farmacéutico das con el nombre y lo compras.
Vas directo a la tercera parada. En el camino, pasas por una heladería. Ves que hay nuevos sabores y te alegras. Quieres tomarle una foto al despliegue de colores de los helados, pero recuerdas que no es posible. Te vas, saboreando e imaginando la próxima visita a la heladería.
Ya de regreso a tu casa ves un cartel muy ingenioso. "Qué pena que no tengo el teléfono para tomarle una foto. Ojalá siga aquí la próxima vez que pase por acá".
Finalmente, llegas a casa. Empiezas a guardar lo que compraste. En eso, a lo lejos un sonido conocido. "Ah, verdad, se me había quedado el celular".