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Rocío trabaja en una empresa grande, pero desde sus tiempos de estudiante ganaba una platita extra con la venta de diversos artículos. Desde hacía tres años vendía cremas humectantes para distintos tipos de piel que se identificaban por el color del frasco.
Sus principales clientas eran sus amigas del trabajo. Empezó como algo chico, con las más cercanas, y poco a poco se corrió la voz y tuvo más compradoras. Hasta varios hombres se animaron a comprar sus cremas. Había ocurrido lo que le anunciaron cuando aceptó emprender la venta de un producto nuevo, y ahora la crema se vendía sola.
El procedimiento era casi siempre el mismo, como una escena ensayada. Se acercaban a su escritorio, la llamaban a su anexo o le mandaban mensajes a su celular con la pregunta "¿tienes crema azul?", o el color que fuera.
La forma de pago podía variar, a veces le entregaban el dinero en la mano, a veces le hacían una transferencia. Muy pocas personas le decían: "te pago a fin de mes". Aunque esa forma de pago era la que menos le gustaba, debía reconocer que nunca nadie la había dejado sin el pago puntual.
Pero para todo hay una primera vez.
Llegó el día en que se acercó a Rocío una trabajadora nueva, le habían dicho que las cremas de Rocío eran excelentes y quería probarlas. Algo no le sonó bien a Rocío, pero decidió descartar el pensamiento y atender a su nueva clienta. Se les fue casi toda la hora del almuerzo entre preguntas, consultas y demostraciones, y al final la nueva clienta se llevó dos cremas:
- Por favor, dame tu número de cuenta para hacerte una transferencia. Hoy mismo te hago llegar el pago.
Pasó ese día y el siguiente, y recién ahí Rocío se acordó de revisar si efectivamente le habían hecho el depósito. Comprobó que no, y se consoló con la idea de que en dos días les tocaba cobrar el sueldo y que ese día vería el pago en su cuenta.
Una semana después, no había pago alguno. Y así pasó durante todo el mes siguiente.
Con el pasar de los días, su pensamiento cambió de "debí haber hecho caso a mi percepción inicial, no debí haberle dado nada a crédito a alguien que no conocía", a "ya lo recuperaré en algún momento".
Tres meses después, ya casi había olvidado el asunto. Hasta que llegó el día en que dijo: "Cosmos, te regalo ese dinero, tú sabrás a quién mandárselo de mi parte".
Y simplemente se olvidó de todo. Tampoco supo más de la deudora, por ahí se enteró de que la habían transferido a otro local de la misma empresa. Le deseó lo mejor, de todo corazón. Repitió el mensaje del regalo al Cosmos y siguió con su vida.
En esos meses, vendió cremas como nunca. Tuvo que pedirle el doble de lo habitual a su proveedor, y se agotó todo.
Un día, caminando por la calle, vio un lo que parecía ser un pedazo de papel. Más de cerca vio que no era un simple papel, era algo abultado. Se agachó a recogerlo pensando que era importante y recién ahí vio que era un sobre doblado en dos mitades.
Lo levantó, lo examinó y para ver si tenía alguna indicación del dueño, pero no había nada. Lo abrió, ya movida por la curiosidad y vio que contenía billetes. Miró por todos lados, tal vez todavía estaba por ahí quien había perdido el dinero, pero no había nadie hasta donde alcanzaba su vista. Caminó hasta la esquina, no había nadie. Las calles estaban inusualmente vacías.
Recién ahí se animó a contar el dinero. No era mucho, tampoco era poco. Agradeció su buena suerte, guardó el sobre en el bolsillo y siguió el camino a su casa.
Pasos más adelante se dio cuenta: lo que había en el sobre era exactamente lo que meses antes le había dejado de pagar la trabajadora nueva que luego desapareció.