sábado, 27 de febrero de 2016

Estampas veraniegas

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Una mujer y una niña pequeña caminan agarradas de la mano. Dos pasos adelante de ambas camina un niño un poco más grande. Tiene puesto un solo zapato. La mujer se da cuenta del detalle y le llama la atención con cariño. Le pregunta si no se ha dado cuenta de que está con un pie descalzo. El niño mira sus pies, recién lo descubre. Mira a la mujer con cara de curiosidad. De repente, llega un muchacho con el zapatito faltante en la mano. Dice que vio cuando el niño lo perdió y lo estuvo siguiendo para devolverlo.

Un hombre camina a paso ligero. Sujeta en una mano las correas de dos perros, uno grande y uno chico, que lo jalan en su paseo por la calle. Los perros van ansiosos y marcan el ritmo de la caminata. El hombre solamente puede seguirlos. De repente, los perros paran en seco y comienzan a ladrar furiosos al unísono, en diferentes volúmenes Se distingue perfectamente cuál ladrido es de qué perro. A pocos pasos, el motivo de tanta furia repentina: un gato techero se pasea altivo indiferente al revuelo que ha causado.

El consultorio de un dentista tiene la ventana abierta, quien pasa por afuera puede oír lo que pasa adentro. Suena el inefable taladro odontológico, ese cuyo sonido aterra a muchos y les impide ir al dentista. De inmediato, la risa clara de un niño se impone al taladro. El taladro deja de sonar. Una voz de hombre pregunta cariñosamente cuál es el motivo de esa risa. Una voz de niño dice que la causa gracia el sonido de "ese aparato". Ojalá que siempre sea causa de gracia, que nunca sea motivo de miedo ni aprensión.

Cuatro personas caminan por la calle. Van en orden un hombre, una niña, un niño más pequeño, una mujer cierra la fila. Cada uno lleva un helado en la mano. El del niño más pequeño se derrite y se inclina peligrosamente hacia el suelo. Siguen avanzando, se ignora el destino del helado del más chiquitito.

domingo, 14 de febrero de 2016

Sucedió una tarde

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Lo que voy a narrar sucedió una tarde verano en Lima, un verano que, como todos, se presenta interminable.

Quienes conocen Lima, saben que el sistema de transporte público recibe más críticas que elogios, pero que aun así tiene espacio para sorpresas. De las buenas, claro.

El cobrador es un personaje que ocupa un lugar preferente en nuestro transporte público. Además de ejercer la labor que su nombre indica, es quien anuncia a viva voz la ruta en cada paradero, quien le indica al chofer si puede hacer tal o cual maniobra y quien responde las preguntas de los pasajeros. Muchas veces, es también quien le indica a un pasajero no familiarizado con la ruta dónde debe bajar. Hay que tener en cuenta que no es precisamente un personaje con mucha educación. A pesar de ser constantemente vapuleados por su labor, reconozco y admiro a estas personas que deben ir todo el rato de pie, gritando la ruta al límite de la voz y a veces enfrentándose violentamente con pasajeros que no quieren pagar.

El cobrador del relato era un hombre al que le calculo poco más de 30 años, muy animado, que gritaba la ruta con fuerte voz sonora y respondía con mucha amabilidad a los potenciales pasajeros cuando preguntaban si los llevaba a tal o cual sitio.

Yo iba a un lugar a unos veinte minutos de donde me subí. Conozco la ruta bastante bien, no tenía nada que consultar.

Un poco más adelante, se subió un hombre de unos 50 años a quien nada delataba como extranjero. En realidad, bien pasaba como un limeño más. Preguntó con un marcado acento de no hispanoparlante si ese bus llegaba a una determinada avenida y el cobrador le dijo que sí. El hombre subió.

Una vez dentro, el cobrador le dijo en perfecto inglés que le iba a tomar poco menos de media hora llegar hasta allá y que él le iba a avisar dónde debía bajar. Yo me quedé muy intrigada de oír a un cobrador con un inglés tan bueno... sobre todo porque me pareció mejor que su castellano.

El misterio quedó resuelto cuando el pasajero le preguntó cómo era que hablaba inglés tan bien. El cobrador le dijo que había vivido varios años en Boston. Después entablaron un diálogo, todo en inglés, que más o menos fue así:
- ¿Y usted de qué parte de Estados Unidos es? -preguntó el cobrador.
- No, yo soy de Europa.
- Ah, ¿de dónde?
- De Grecia.
- Griego, ya veo.

Unos cuantos paraderos más adelante, el pasajero dijo "por favor, no se vaya a olvidar de mí", a lo que el cobrador le respondió que no se preocupara, que todavía faltaba un buen trecho y que no podía perderse porque hay un puente muy grande en esa avenida.

Yo bajé un poco más adelante, pensando en qué posibilidades había de que un griego que hablaba muy poco castellano y que casi no conoce Lima subiera a una unidad de nuestro inefable transporte público donde el cobrador hablar inglés y lo pudiera guiar sin problemas.

Muy pocas posibilidades, sin duda. Pero yo lo vi y lo oí, y me pareció asombroso, digno de ser contado.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Una vuelta a la esquina del tiempo

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Mis pasos me llevaron hasta allá. No diría que fue casual, tenía que ir cerca de ahí, y estando ya a dos cuadras de esa esquina decidí desviarme levemente de la ruta en búsqueda imposible de algún pedacito de pasado.

Divisé la casa que en verdad son dos casas, sus dos pisos, una casa por piso, sus dos colores. En la memoria, resuena el sonido de ese timbre que probablemente nunca vuelva a tocar cuando llegaba de visita, previa llamada telefónica para anunciarme.

Tres ventanas de un lado, otras dos al doblar la esquina. Por todas esas ventanas más de una vez me asomé para ver quién tocaba el timbre o después de oír el ruido inconfundible que precede a un choque de dos autos. Había tanto choques en esa esquina... Por alguna de esas ventanas, una carita infantil se asomaba riendo, llamándome a gritos perfectamente audibles desde metros de distancia cuando me veía acercarme.

El árbol que servía de fuerte, de escondite, de sombrilla ya no está. Los nuevos ocupantes lo derribaron hace algún tiempo. Ahora hay otro árbol en su lugar, casi lo siento un intruso.

La tienda de atrás sigue estando ahí, con los mismos dueños, que me saludaban alegremente cuando iba a comprar algún colorido antojo que siempre acompañaba mis visitas. Un colorido antojo que era entregado casi a escondidas en unas manitos cómplices que sabían con certeza casi absoluta que mi visita implicaba una de esas sorpresas.

Tardes de televisión, noches de conversación y juegos de mesa que, obligados, duraban horas enteras en tiempos difíciles. Tantos tiempos buenos pasados detrás de esas cinco ventanas, tantos felices recuerdos, y de los otros.

Al llegar a la otra esquina creo distinguir que el edificio de atrás ha cambiado de color, que el jardín de la casa del otro lado de la calle ha dado lugar a una pared que impide ver las rosas que se veían antes. Muchos cambios, y a la vez, muchas cosas iguales.

Mando una carita feliz a un número en mi pantalla, su destinatario ni sabe que acabo de pasar por delante de la ventana desde donde hace años me veía llegar. Pienso que ya no necesitaría subirse al sillón para alcanzar la ventana y poder ver la calle. Veo que casi de inmediato aparecen las dos marquitas azules que me indican que el destinatario vio el mensaje. Recibo otra carita feliz en respuesta. Sonrío.

Ya estoy lejos. Decido bajarme de mi propio DeLorean y seguir mi camino con los pies puestos en este tiempo.