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Una señora, a quien llamaremos Sara, tena en una casa bastante grande con muchas habitaciones. Es que Sara alquilaba alojamiento para estudiantes, y la casa era ideal para que todos estuvieran cómodos.
Todo era armonía en la casa de Sara, pero las cosas se podían complicar cuando sonaba el teléfono. Nadie sabia quién estaba en casa, quién había salido, quién contestaba. Eso cuando se tenía suerte y el teléfono no daba ocupado por horas... a veces por dejarlo mal colgado.
Como es de suponer, todo esto ocurría antes de la invasión de ese invento llamado teléfono celular, que es cada vez menos teléfono y cada vez más cerebro.
Sonaba el teléfono y comenzaba el desorden:
- Por favor, ¿está Juan Pablo?
- Un ratito, voy a ver.
"¡Juan Pablo! ¡Juan Pablo!", el sonido de la voz se hacía más lejano a cada paso de quien buscaba a Juan Pablo.
Si había mucha suerte, el interfecto estaba en casa y contestaba el teléfono. Si había poca suerte, el interfecto no estaba y si no había nada de suerte, no solamente no estaba en casa sino que nadie le decía después que lo habían llamado. Pero lo más habitual era que quien contestara la llamada simplemente se olvidara y dejara en la mayor intriga a quien buscaba a Juan Pablo.
De todas las historias relacionadas con el caos telefónico en casa de Sara, la peor fue una que hizo que todos se pusieran en orden.
Sonó el teléfono, y quien llamaba tuvo la suerte de no encontrar el teléfono ocupado y de que le contestaran la llamada bastante rápido.
- Por favor, ¿está Juan Pablo?
- Un ratito, voy a ver -respondió un atento muchacho.
El muchacho que contestó la llamada se cruzó con Sara:
- Sara, llaman a Juan Pablo.
- No está, se fue a clases temprano. Toma el recado y anótalo en los papeles que hay ahí.
Con mucha diligencia, el muchacho que contestó tomó el teléfono y dijo:
- Oye, dice que no está.
- ...