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La distancia entre su casa y el lugar de los exámenes era larga, y su papá era el encargado de llevarlo. Para llegar a tiempo, salían muy temprano de su casa. No solamente era mucho el trecho a recorrer, sino que era importante ser puntuales. Si José no llegaba a tiempo, simplemente no le permitirían la entrada a rendir el examen de ese día. Eso hubiera significado poner en riesgo todo el proceso de admisión.
Ese día, al llegar al lugar del examen, José se despidió de su papá y se dirigió a la entrada. Metió la mano a su bolsillo para sacar su carnet de identidad, documento imprescindible para que le permitieran rendir el examen, y para su horror vio que no lo tenía. Rebuscó en todos sus bolsillos, en su billetera, de nuevo en sus bolsillos. De nuevo en su billetera. Nada.
Cuando volteó a mirar, el auto de su papá ya estaba demasiado lejos como para alcanzarlo corriendo. Desesperado, con el tiempo en contra, buscó un teléfono público, que en esos tiempos se accionaban con una ficha metálica conocida como "rin". No le alivió mucho ver que tenía un rin en el bolsillo. Ahora debía buscar un teléfono público. Un teléfono público cercano. Un teléfono público cercano que funcionara.
Vio un teléfono a una cuadra, corrió lo más rápido que pudo, y llamó a su casa. Era muy temprano, todos dormían, pero esto era urgente.
Contestó su mamá que, al enterarse de la situación, corrió a despertar a Pedro, su otro hijo. Mientras Pedró se levantaba y se ponía lo primero que estaba a la mano, su mamá buscaba el carnet. No le fue difícil encontrarlo, estaba en la mesa de noche de José.
Con el carnet bien encajado en su bolsillo, Pedro se subió al escarabajo plomo de su mamá y partió a la carrera. La mamá se quedó con el alma en un hilo, por el hijo que podía perder el examen, y por el hijo que debía llegar a tiempo y a salvo.
Pedro tomó la larga avenida que debía recorrer en toda su extensión, la avenida que casi lo dejaba en la puerta donde imaginaba a su hermano desesperado, mirando a su reloj a cada minuto. Prefirió no pensar en nada, y en cuanto la luz del semáforo se puso verde, aceleró. Avanzó unas cuadras, y en su carrera no se percató de que invadió el carril de otro auto.
Pedro solamente se dio cuenta de que adelantó a un auto azul. El otro conductor, en cambio, lo tomó como un desafío. Y vaya que lo demostró.
Con ese afán tan lleno de testosterona de algunos, que empeora cuando van tras un volante, el otro conductor lo adelantó. Lo adelantó y se puso exactamente delante de Pedro. Al comienzo, Pedro no se dio cuenta, tan centrado como estaba en su misión de rescate fraternal. Pero a los pocos metros, vio que tenía delante a un conductor furioso que solamente quería demostrarle su rabia por la osadía de ese pequeño escarabajo plomo.
El auto azul, en su afán de demostrar que era un conductor más avezado, iba abriendo el camino para Pedro. Como si supiera a dónde iba Pedro, el auto azul avanzaba en la misma dirección, por la misma avenida que llegaba a la puerta donde el desesperado José esperaba, cada vez con menos esperanzas.
Tal como apareció, el auto azul desapareció de la vista. De repente, Pedro no lo vio más. Así de repente, se dio cuenta de que estaba en el punto exacto en donde debía girar a la derecha por la estrecha vía que lo conducía a la puerta del instituto de enseñanza superior.
Logró ver a su hermano a la distancia, le tocó la bocina con ese ronco sonar tan típico de su papá que ambos conocían tan bien. Como sacudido de un largo letargo, José se levantó de un salto y corrió al encuentro del escarabajo plomo.
Una mano salió por la ventana del conductor con el carnet salvador. Otra mano lo tomó en una acción que ni ensayada hubiera salido tan perfectamente sincronizada. José corrió en dirección a la puerta, que logró cruzar en el preciso instante en que sonaba el timbre que indicaba el inicio del examen.
Aún temblando por lo vivido, Pedro apoyó la cabeza en el timón... y por fin respiró.
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