martes, 18 de diciembre de 2018

El duendecito itinerante

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Se acercaba la Navidad, cada día eran menos los cuadraditos que faltaban para que el calendario marcara el tan esperado 24 de diciembre.

El hombre esperaba ese momento todos los años con la ilusión de un niño. Lo mejor para él era decorar la casa con adornos navideños, los clásicos duendes, arbolitos, coronas, guirnaldas. Las piezas más destacadas de la decoración eran un Papá Noel gigante a un lado de la sala y un nacimiento igualmente grande en el otro extremo.

Concluida la decoración interior, el hombre procedía todos los años a colgar otros adornos especiales para la puerta de su casa. Así, la Navidad daba la bienvenida a los visitantes. Ahí estaba, una guirnalda en una puerta y un duende en la otra. Esos dos adornos los sujetaba con una cuerda bien atada, con tres nudos muy ajustados.

El toque final era una corona de luces de colores que ponía al centro de la ventana. De noche, las luces bailaban al ritmo de una disposición aparentemente aleatoria.

Una vez concluida la tarea que tomaba toda la mañana, el hombre se sentaba orgulloso a contemplar su obra. No le importaba que todo el esfuerzo debía deshacerse menos de un mes después, él era feliz de ver su casa en modo navideño.

Más tarde ese día, el hombre salió a hacer una gestión. Grande fue su desazón cuando notó que el duende que poco antes había colocado con tanto cariño en la puerta no estaba. Miró alrededor y lo vio tirado en el suelo. Imaginó el golpe que debió haberse dado el pobre duende al caer y le dolió todo lo que al muñeco no le había dolido.

Lo volvió a amarrar, salió y se olvidó del asunto.

Cuando regresó horas después, volvió a encontrar el duende fuera de lugar. Esta vez no estaba  en el piso. Alguien lo había dejado apoyado contra la puerta. Nunca antes le había pasado eso. Nunca antes había tenido que recoger un adorno puesto apenas horas antes. Volvió a agacharse, volvió a ajustar los nudos. Los ajustó un poco más esa vez.

Al día siguiente, nuevamente el duende no estaba donde debía estar. Ahora lo habían colocado bien sentadito al pie de las escaleras del edificio.

Decidió agarrar al toro por las astas, o al duende por el gorro. Entró a su casa, le puso una cuerda más larga alrededor del gorro y otra delgada alrededor del cuello, casi imperceptible.

Por cuarta vez, fijó al duende en su sitio, lo amarró con nudos fuertes desde el gorro y desde el cuello. No ajustó mucho la cuerda del cuello, lo suficiente para asegurarlo solamente.

Ya con esas nuevas amarras el duende itinerante no volvió a caerse.

¡Feliz Navidad a mis queridos lectores! Gracias por su constante compañía y comentarios.

viernes, 7 de diciembre de 2018

El par dispar

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Se pasó todo el día sin querer mirar hacia abajo. Nunca pensó que estar tantas horas sin dirigir la vista a sus pies le iba a resultar tan difícil. Tal vez ser consciente de que no debía o no quería mirar para abajo lo complicaba más.

Esa mañana, cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde. Ya estaba lejos de casa, no lo podría solucionar. Solamente atinó a lanzar un pedido al cielo, con la esperanza de que fuera recogido y debidamente cumplido, y que ese día en particular, quienes estuvieran cerca tampoco miraran hacia abajo. Que nadie dirigiera la vista hacia sus pies.

Qué largo se le hizo el día. Larguísimo. Agotador. Todo el rato tuvo que estar pendiente de que nadie mirara a sus pies. Fueron muchas horas, nunca antes se había dado cuenta de cuántas horas pasaba fuera de casa cada día.

Por ahí hubo ciertamente un momento de peligro. Y más de uno. Segundos de tensión en los que, felizmente, pudo lograr que su interlocutor no llegara a desviar totalmente la vista hacia abajo. Con tal de distraer a terceros de miradas invasoras, ese día saludó a personas que nunca saludaba, señaló hacia cuadros en los que nunca antes había reparado y se pasó el día alejando la atención de otros de esa visión indeseada. Indeseable.

Cada vez que detectaba que alguien inclinaba la cabeza en la temida dirección, el corazón se le aceleraba, sentía cómo el sudor humedecía sus manos y la habitual seguridad de su voz se desvanecía.

Perdió la cuenta de la cantidad de veces que miró el reloj. Su reloj. El reloj de la esquina inferior derecha de su computadora. El reloj de pared. El reloj digital del pasadizo. Así fue que notó la gran cantidad de relojes de todo tamaño y tipo que rodeaban su vida.

Pero la hasta entonces inimaginable cantidad de relojes que descubrió que rodeaban su vida no hizo que el tiempo avanzara más rápido.

Los últimos minutos de la jornada fueron los peores. Si horas antes el tiempo avanzaba lento, después simplemente no avanzaba. Las manecillas no se movían, los dígitos no cambiaban.

Hasta los sentía burlones...

Como no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista llegó el tan esperado momento de ir a casa. Ya la claridad del día había acabado, eso le dio un poco de sosiego tras esa jornada tan tensa.

Entonces sí, al llegar a su dormitorio, se sacó los zapatos y a continuación pudo por fin sacarse las medias de diferente color que en todo el día había evitado mirar.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

La mantequilla que perdí

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Hace algunos sábados fui muy temprano a un autoservicio cercano a comprar unas cuantas cosas que se necesitaban en casa.

Como me suele suceder, y no creo ser la única, terminé comprando algunos artículos que no estaban en mi lista mental de compras. Uno de esos artículos no previstos fue una mantequilla. La única razón para comprarla fue que estaba de oferta, pues no era de la marca que siempre compro.

Con todos los artículos elegidos, fui a la caja. Pagué todo, y hasta recuerdo que la cajera me entregó la mantequilla en la mano. Metí las compras en una bolsa de tela que ahora llevo casi siempre para estos menesteres y me fui a casa. Así tengo la doble ventaja de no usar bolsas de plástico y de no cargar el peso en las manos sino en un hombro (igual se siente el peso, pero menos).

Llegué a la casa y guardé las cosas en su sitio. Luego me olvidé del asunto y me dispuse a disfrutar de mi sábado.

Esa noche, recordé la mantequilla que había comprado, pero estaba segura de no haberla visto cuando guardé las cosas al volver de la tienda. Busqué por todos los lugares imaginables, y después por los inimaginables, pero no la encontré.

"Tal vez al final no la compré", pensé, pero recordaba claramente que la cajera me había entregado la mantequilla en la mano en el último instante. Por casualidad, encontré el comprobante, lo revisé y ahí estaba la mantequilla, con su precio rebajado y todo. Casi sentí que la bendita mantequilla me sacaba la lengua, burlona, lo que solamente me molestó más de lo que ya estaba. Terminé botando el comprobante.

Me resigné a perder la mantequilla...

El lunes por la noche vi un rayito de luz al final de la bolsa de compras: "¿y si la había dejado olvidada en la caja?". Así que decidí ir al día siguiente a averiguar.

Fui directo a la recepción de clientes, donde siempre hay una atenta señorita dispuesta a ayudar. Debo anotar que es un autoservicio donde todos los trabajadores son amables, la atención que dan es excelente.

Le conté a la señorita todo el episodio, ella buscó en el cuaderno de olvidos (sí, existe, y la lista de olvidos es larguísima) y encontró que efectivamente ese sábado a esa hora, en la caja que le había dicho, se había quedado olvidada una mantequilla de la marca indicada. Entonces me preguntó si tenía la boleta; mi respuesta fue negativa. Pero le aclaré que había hecho la compra con la tarjeta de cliente frecuente, la que acumula puntos para descuentos y otras ofertas.

Apuntó mi nombre, mi teléfono, el número de mi tarjeta de cliente frecuente y me dijo que me llamaría en cuanto comprobara lo dicho.

Así pasó todo ese día, el siguiente y otro más hasta que se cumplió una semana del olvido. Regresé a la tienda a preguntar, me atendió otra señorita igual de amable y me dijo que seguramente no habían encontrado mi boleta "en el sistema"... ese inubicable y a la vez omnipresente sistema que nos gobierna.

Pasó otra semana más y decidí volver a preguntar. Esta vez me atendió una tercera señorita, que revisó su cuaderno, habló con alguien por una radio, volvió a revisar su cuaderno y me dijo: "adelante, vaya a tomar otra mantequilla de esa marca y vuelva por acá, por favor".

Obedecí sin demora, regresé a su puesto, firmé una conformidad de entrega y salí con mi mantequilla.

Esa es la historia de la mantequilla que perdí... y que encontré.

Este es mi más reciente artículo para Global Voices.


martes, 20 de noviembre de 2018

Bodas de Acero

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Y sin darme apenas cuenta, casi como por arte de magia, este blog cumple 11 años hoy. Gracias por acompañarme en este camino.

domingo, 11 de noviembre de 2018

El pasajero amable

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Hace algunas semanas iba a hacer unas compras. En esos casos, voy en bus y regreso caminando. Lo hago así para no demorar a la ida y tomarme todo el tiempo del mundo a la vuelta, ya sin apuros.

Ese día, subí a un bus en una avenida cercana a mi casa para un trayecto que no demora más de 20 minutos en una mañana de sábado. Como el vehículo estaba con pocos asientos ocupados, elegí uno al lado de la ventana, sin mayor expectativa que llegar a mi paradero de destino. Este bus no tenía cobrador, así que uno debía pagarle directamente al chofer al subir. Eso no es lo habitual en los buses de Lima, donde la figura del cobrador es casi obligada.

Pagué y me senté. Delante de mí iba un pasajero en quien apenas reparé al subir.

Unas cuadras más adelante, el bus paró para que subieran pasajeros que no logré distinguir desde mi asiento. En eso, como impulsado por un resorte, el hombre que iba delante de mí se paró de un salto mientras le decía al chofer:
- Un momento, señor, por favor.

Se bajó del bus. Me extrañó tanto lo que estaba haciendo que no le quitaba el ojo. A los pocos segundos, subió de nuevo acompañado de dos señoras bastante mayores, una más que la otra. El hombre tenía tomada de una mano a la señora de más edad, y con mucha suavidad la ayudó a subir. La otra señora pudo subir sin dificultades y sin ayuda.

Ambas se sentaron en los asientos reservados y se dieron cuenta de que había que pagarle al chofer pues no había cobrador. La más joven empezó a rebuscar en su cartera y sacó una moneda. Cuando extendió la mano para pagar, soltó la mano y la moneda se cayó. Se cayó y rodó por el bus. Rodó y fue a dar a la pista.

El pasajero amable lo había visto todo, y con la misma agilidad mostrada instantes antes, se levantó y dijo:
- Señor, por favor, un ratito, a la señora se le ha caído su plata.

Volvió a bajar del bus, recogió la moneda del suelo, volvió a subir y entregó la moneda al chofer, que le entregó dos boletos. El pasajero amable entregó los dos boletos a las señoras:
- Gracias, hijito, muchas gracias. Que Dios te bendiga.
- De nada, madrecita, de nada.

A veces, los ángeles de la guarda se disfrazan de pasajeros amables, y nos los podemos encontrar en un viaje de bus, una mañana cualquiera de un sábado de primavera en una caótica, desordenada y encantadora ciudad que a veces nos regala pausas como esta.
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Hoy, 11 de noviembre de 2018, cumplo 11 años de haber entrado a Global Voices, Hoy, 11-11-18 cumplo 11 años en esta maravillosa comunidad. Es una fecha especial a nivel internacional, pues se conmemoran cien años del fin de la Primera Guerra Mundial.

jueves, 1 de noviembre de 2018

La taza del bonzo blanco

Como tantas historias publicadas en este espacio, este es un relato prestado de alguien que recuerda un episodio de su niñez.
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(Agradezco a Gabriela por permitirme usar su blog para contar esta pequeña y antigua historia.)

Cuando llegó la fecha señalada para recibir el sacramento de la confirmación, mi mamá me pidió que eligiera a mi madrina. En esa época, la confirmación se recibía a los ocho años de edad. Yo elegí como madrina a una amiga de mi mamá, la señorita Irene, que era maestra de escuela. Ella estuvo a mi lado durante la ceremonia y luego todos fuimos a casa para una pequeña celebración. Al finalizar, mi flamante madrina me dio un regalo, algo que yo recibí fascinada: un libro.

En mi casa todos éramos grandes lectores, había muchos libros y teníamos un estante bien surtido. Pero el libro que recibí de mi madrina era especial y diferente: era mio. Era mi primer libro propio, algo que yo podía llevar y guardar donde quisiera. Se titulaba: La taza del bonzo blanco.

Apenas recuerdo la portada, un anciano y un niño con el fondo de un jardín, o algo así. Tampoco recuerdo de qué trataba el argumento. Pero desde que lo tuve en mis manos aprendí a mirar y estimar los libros como algo especial que ayudaban a alimentar mis fantasías de pequeña soñadora.

Hace poco recordé esta historia y se me ocurrió pedir ayuda a san Google. Puse el título en el buscador: La taza del bonzo blanco, y quedé maravillada. Ahí está, en medio de ofertas de libros antiguos, en una colección de Los cuentos del abuelo Anacleto. Libros de segunda mano, dice el subtítulo.

El libro de mis recuerdos existe y se sigue vendiendo. Su autor es Antonio Huonder, aunque no encontré información sobre este señor. Pero dejó su huella imborrable, sin importar el paso del tiempo. Por eso sé que los libros, esos que puedes tener en las manos, cuyas páginas puedes abrir y cuyas historias pueden conmoverte, nunca dejarán de existir. A pesar de todos los adelantos virtuales, siempre habrá un libro en algún lugar de la casa.

domingo, 14 de octubre de 2018

Piensa mal y acertarás

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Con mucha frecuencia, voy a un supermercado que queda relativamente cerca de mi casa. Siempre voy caminando, y dependiendo de la cantidad de cosas que compre, regreso también caminando o en taxi.

La tienda tiene acreditada un empresa de taxis cuyos vehículos se estacionan en ordenada fila en una calle lateral. Al salir con la compra, siempre hay un solícito taxista que se ofrece a llevar al cliente a su destino.

Lo he hecho innumerables veces, sin el más mínimo problema.

Ese sábado, compré varias cosas, así que el regreso debía hacerse forzosamente en uno de los taxis registrados de la tienda. Al salir, se me acercó un taxista no muy comunicativo, al que seguí. Entre los dos empezamos a guardar las bolsas en la maletera. Él tomó las bolsas más pesadas, yo las más chicas.

De repente, vi que con una rápida maniobra, el señor levantó algo que me pareció una alfombra que cubría la llanta de repuesto y que en el agujero de la llanta metió una bolsa a la volada. Una de las bolsas que contenían mi compra. Lo vi todo pero no dije nada, no sabía qué pensar de lo que acababa de ver.

El recorrido hasta a mi casa, en una mañana de sábado, toma de unos 15 minutos. Todo el recorrido, este señor se lo pasó hablando por teléfono con un niño de su casa. La voz infantil se notó claramente a través del teléfono cuando saludó al hombre con cariño. La voz del hombre, en cambio, fue siempre autoritaria, amenazadora, agresiva, pues el niño no encontraba algo que el hombre necesitaba. Sumado a que creía haber visto que el hombre intentaba quedarse con parte de mi compra, el taxista me empezó a generar cada vez más desagrado.

Al llegar a mi casa, él abrió la maletera y mis ojos se dirigieron inmediatamente al lugar en donde lo había visto meter una bolsa apresuradamente. Felizmente lo había hecho con prisa, pues una mínima parte de la bolsa sobresalía entre los pliegues de la tela con que cubría su llanta de repuesto.

Estiré la mano hacia ese indicio de bolsa que asomaba apenas e intenté jalarlo. Sin decir nada, el hombre levantó la alfombra o lo que fuera, y sacó una bolsa que contenía parte de los abarrotes que había ido a comprar.

No quise ni mirar al hombre. Me aseguré de que en la maletera no quedara nada mío, le pagué, le di las gracias con mucha frialdad y le di la espalda. Recién me di la vuelta cuando escuché que el auto partía.

Piensa mal y acertarás...

viernes, 5 de octubre de 2018

La misteriosa Queca

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La casa de mi niñez colindaba por atrás con otra casa misteriosa. Desde nuestro segundo piso, podíamos ver un gran patio que separaba la puerta principal de la casa con la casa propiamente. El misterio es que, en todos los años que viví en esa casa, jamás vi a nadie recorrer esa distancia. Nunca vi a nadie entrar ni salir de la casa, nunca vi que la puerta principal se abriera.

Aparentemente, era una casa sin vida. Casi ni siquiera se lograban oír los sonidos habituales que salen de una casa común y corriente.

Lo único que se escuchaba fuerte y claro era una voz de mujer que de vez en cuando gritaba como llamando: "!Queeeeeeeecaaaaaaa!", así, estirando las vocales a su máxima expresión.

Pero Queca jamás respondía.

Entonces la rutina continuaba durante largo rato. La voz de mujer llamaba a Queca con la misma pausada manera, con el mismo tono de voz todas las veces. De otro lado, a Queca jamás se le conoció la voz.

Hasta el día de hoy, no sé si Queca era una persona real o si habitaba en la imaginación de la mujer que llamaba. A estas alturas, tampoco lo sabré.

Una vez en que una tía muy querida pasó una larga temporada en la casa, quedó intrigada por ese misterioso llamado a la siempre silenciosa Queca. Al tercer día de su llegada, en cuanto oyó el ya famoso "!Queeeeeeeecaaaaaaa!", nuestra tía contestó:
- : "!Quiiiiiiiicaaaaaaa!", en el mismo tono y estirando las vocales tanto como en el llamado original.

Pues ni así logramos obtener respuesta alguna. Nunca, ningún otro sonido de la misteriosa casa. Solamente el insistente y nunca respondido "!Queeeeeeeecaaaaaaa!", que nunca cesó.

Tal vez siga hasta hoy.

jueves, 27 de septiembre de 2018

Relato robado

Arreglando papeles viejos encontré este relato. Sé muy bien quién lo escribió y lo publico en esta bitácora virtual.

RECUERDOS DEL INTERNADO

¿Te acuerdas? Entraste por la puerta de ese colegio enorme, un domingo por la noche. Te llevaron tus padres y te recibieron las monjitas franciscanas que en adelante se iban a encargar de tu educación... y de tu vida.

Tenías miedo, angustia, porque dejaste tu pueblo, tu casa, tu familia... para encontrarte de pronto en una casa grande, en un dormitorio extraño, con personas desconocidas... en un comedor con mesas para seis alumnas --internas como tú-- tan lejos de tu mesa familiar como el cielo de la tierra.

Esa noche lloraste hasta que te venció el cansancio y te quedaste dormida. Tu pequeña vida terminaba y comenzaba otra... tan diferente. Pero ¿lo recuerdas? Poco a poco te fuiste acostumbrando a esa nueva vida. A conocer nuevas amigas, las demás internas que sentían lo mismo que tú. A entender a esas monjitas dedicadas a formarlas y enseñarles tantas cosas que les serían útiles en la vida.

Y así pasó un año y otro año... cinco en total. Y crecías en edad, en experiencias, en conocimientos. Y lo más importante: aprendiste a vivir. Aprendiste a extrañar, a llorar, a sentir la soledad... pero también a jugar, a reír, a compartir historias y canciones. Y a tomar decisiones, quizás pequeñas decisiones, pero en verdad aprendiste a ser independiente, invalorables enseñanzas para tu vida adulta.

Han pasado muchos años. La niña que entró a ese colegio de la mano de sus padres es ahora una "adulta mayor", para decirlo de alguna forma. Pero esa semillita que dejaron las monjitas franciscanas nunca dejó de florecer. Creció y sigue viva con el paso del tiempo, y quizás fue el tronco, el apoyo que sirvió para mantenerte en pie cuando llegaron las fuertes tormentas.

Fue lo que aprendiste en ese internado, valioso legado que te servirá toda la vida.

sábado, 15 de septiembre de 2018

De médicos y médicos

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Mi papá era médico. Mi tío, su hermano mayor, también era médico. Tengo la certeza de que para ninguno era un problema dar consejo profesional a quien se lo pidiera al paso sin pretender cobrar por eso.

Ojalá todos los médicos fueran como ellos... pero sé que no es así. Y lo he sabido en carne propia, con gran decepción de mi parte.

Hace algunos años acudí a un dermatólogo por recomendación de un amigo. Cuando pedí la cita por teléfono pregunté el precio de consulta para llevar la cantidad justa ese día.

Todo muy bien.

Fui a mi cita, le conté al doctor lo que me molestaba y me dijo que la solución era una cauterización, que se podía hacer en ese momento. Hizo la cauterización sin problema y cuando ya me iba, me dijo:
- ¿No tiene otra consulta que hacer? Mire que así nomás uno no va al dermatólogo.

Así que le hice dos preguntas menores referidas a la piel de mis manos y algo en un brazo. Me dijo qué hacer para solucionarlo, que era muy fácil, y con una sonrisa se despidió de mí.

Cuando me acerqué a la recepción a pagar la consulta, la secretaria me dio un monto que era el triple de la cantidad que me habían dicho por teléfono. Todo esto sin parpadear. Mi asombro fue triple también:
- ¿Por qué tanto? A mí me dieron el precio por teléfono, y no era ese.
- Sí, pero usted le hizo tres consultas al doctor, por eso el precio es triple.
- ¿Qué cosa? Eso no me dijeron, además el propio doctor me alentó a preguntar.

Le entregué lo que había llevado mientras la secretaria me dijo que podía completar el saldo otro día. Por supuesto que no completé nada, nunca, a pesar de las varias veces que me llamaron para cobrar. Finalmente, se cansaron de insistir.

Otro incidente fue, casualmente, con otra dermatóloga. La consulta era sobre manchas en la piel, para lo que me recetó un jabón exclusivo y casi a medida que se pedía por teléfono y entregaban a domicilio. Entonces llamé para pedir el casi exclusivo jabón y poco me faltó para estallar cuando me dijeron el precio: 180 dólares. Me lo dijeron así, en dólares:
- ¿Qué cosa? Deshaga el pedido, por favor.
- Pero mire, es un jabón muy fino, muy especial, ideal para su tipo de piel que...
- ¿Por teléfono, por mi voz, puede usted conocer mi tipo de piel?
- No, pero...
- Gracias.

Que se den por felices de que les haya dicho gracias antes de colgar el teléfono sonoramente. La dermatóloga y sus negocios, cuántos caerán redonditos. Y es que ya se sabe que para algunos, cuanto más caro, mejor.

Un tercer incidente le ocurrió a alguien cercano a mí. A esta persona le recetaron un remedio que solamente había en una farmacia de Lima, una farmacia que no tiene sucursal y cuyo único local queda en un distrito a más de dos horas de donde vive esta persona. Cuando preguntó si se lo podían llevar a domicilio, lógicamente con un recargo, la respuesta fue que esa farmacia no hace repartos a domicilio. Ni siquiera con recargo, no hay reparto.

Seguramente la farmacia es de un pariente del médico.

Sí, pues, hay médicos y médicos.

sábado, 1 de septiembre de 2018

La llave

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El hombre regresó a casa esa tarde de sábado. Estaba con sus dos hijos, una niña de diez años y un niño de tres. Se había quedado a cargo de sus hijos pues su esposa estaba fuera de la ciudad por un asunto familiar.

Los tres habían pasado un día muy especial. Salieron temprano, almorzaron en un sitio que eligieron entre todos. La comida fue un poco accidentada, todo lo accidentada que puede ser una comida con un niño pequeño. Nada grave, nada que echara a perder el buen ánimo y las ganas de estar juntos.

Después quisieron ir al cine, pero debieron descartar la idea porque no lograron ponerse de acuerdo sobre qué película ver. Antes de aguantar caras largas, el hombre prefirió irse a un parque cercano a su casa donde los niños pudieran jugar y cansarse un rato. Sobre todo el más chico.

Cuando ya era evidente que el día se estaba convirtiendo en noche, emprendieron el regreso a casa. Salieron del auto, los niños corrieron a la puerta del departamento ansiosos por entrar rápido. El hombre los siguió a pocos pasos.

Al llegar a la puerta, el hombre metió la mano al bolsillo para sacar la llave de la casa. No la encontró. Buscó en los demás bolsillos. Nada. Volvió a buscar en todos los bolsillos, pero no encontró la llave. Entonces, como un chispazo, se le vino a la mente la llave, su llave, en la mesa de la sala de estar. En sus idas y venidas antes de salir, al ver la llave en la mesa pensó repetidamente: "mejor me meto la llave al bolsillo de una vez, no vaya a ser que me la olvide".

Era evidente lo que había pasado. Al salir no se dio cuenta, la señora que los ayuda en la casa casi acababa de llegar y se iba a quedar haciendo los quehaceres. Por eso, en ese momento, el hombre no se dio cuenta de que no tenía la llave porque no cerró con llave. Simplemente cerró.

Se volteó hacia sus hijos para contarles la situación en la que estaban. La niña se preocupó, el niño solamente entendió que no iban a poder entrar a la casa un rato.

Padre e hija empezaron a pensar en soluciones. La mejor opción sería llamar a un cerrajero que aplicara su arte para abrir la puerta sin la llave, pero ¿dónde encontrarían un cerrajero un sábado casi a las siete de la noche?

Otra opción era llamar a la señora que los ayuda en la casa para decirle que iban a su casa a recoger la copia que ella tiene. La señora no vive precisamente cerca, pero a grandes males, grandes remedios. Pero esa opción quedó descartada cuando la señora le dijo que ella no tenía la llave nueva, que la suya era para la cerradura que tenían antes.

De repente, el hombre vio un tenue rayo de luz al final del túnel. Recordó algo. Sin dar explicaciones, les dijo a sus hijos que lo siguieran.

Los tres llegaron al auto, el hombre muy seguro, los niños sin entender nada. Por primera vez renegó de su decisión, que más de uno había cuestionado, de tener sus llaves separadas. De haberlas tenido juntas se hubiera dado cuenta esa mañana antes de partir de que no tenía la llave de la casa. Que solamente tenía la del auto. Y lo hubiera solucionado rápidamente.

Pero no debía pensar en eso ahora.

Se aferró a su tenue rayo de luz al final del túnel. El día que cambiaron la cerradura de la puerta de entrada, él sacó dos copias adicionales de la llave nueva. En la confusión de ponerse las llaves nuevas en el bolsillo, una se cayó debajo del asiento del conductor. Por más que buscó y rebuscó en ese momento, no logró encontrar la llave. Y decidió dejar la búsqueda para más adelante.

Les dijo a sus hijos: "busquemos bien por todos lados del auto, debajo de las alfombras, debajo de los asientos, en todas las ranuras. La solución a nuestro problema está aquí".

Con una calma que lo sorprendió, entre bromas y risas de sus hijos, entre canciones para no perder el buen humor, miraron por todos los resquicios del auto... hasta que encontraron la llave.

No hace falta decir que desde ese día, el hombre lleva un solo llavero en el bolsillo, con llaves de auto y casa juntas.

viernes, 24 de agosto de 2018

"Ese nombre existía"

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El abuelo materno vivía en una ciudad lejana y venía de visita de vez en cuando. En esas visitas, el abuelo aprovechaba para reunirse con diversas personas relacionadas con su trabajo en su ciudad lejana.

No era tan lejana la ciudad, en verdad, pero a los cinco años, todo lo que no está prácticamente a la vista está lejos.

Uno de los nombres que el abuelo repetía muchas veces en sus visitas de la ciudad lejana era el de Carrera Paz. Cuántas veces lo habrían oído decir al abuelo que se iba a reunir con Carrera Paz, que había hablado por teléfono con Carrera Paz, que Carrera Paz le iba a mandar unos papeles.

Siempre Carrera Paz, nunca solamente Carrera. Nunca otra manera de referirse a ese misterioso doble nombre que no fuera Carrera Paz.

Carrera Paz...

Así pasaban los días de las visitas del abuelo materno, entre almuerzos familiares, paseos a diferentes partes de la ciudad, conversaciones con amigos que no se veían con mucha frecuencia porque vivían lejos y menciones interminables a Carrera Paz.

Un día, el papá y el abuelo materno salieron juntos. Era un binomio natural a sus ojos de cinco años, era normal que el papá llevara al abuelo materno a hacer sus gestiones, que eran parte de las razones por las que venía de visita.
- ¿No quieres venir con nosotros? -preguntó el papá.

La respuesta no vino con palabras, sino con una rápida carrera hacia la puerta. Tres personas salieron juntas, papá, abuelo materno y una figura pequeñita entre los dos hombres. Qué bien se sentía caminar de la mano de esos hombres grandes, poderosos, que siempre tenían la respuesta a sus preguntas.

Se subieron al carro, y se dirigieron a un lugar impreciso. A los cinco años no se sabe los nombres de las calles ni direcciones, uno simplemente va a donde lo llevan los adultos que conforman su mundo y en los que confía ciegamente.

De repente, el papá detuvo el auto en una calle estrecha, una calle que ahora recuerda antigua pero bonita. El abuelo materno se bajó por el lado del pasajero mientras decía:
- No me demoro.
- No hay problema, don Pablo. Acá lo esperamos.

El abuelo materno se bajó y desde el asiento de atrás dos ojitos curiosos lo siguieron en cada paso. De repente, el abuelo materno tocó el timbre en una casa de puertas muy altas que debajo del timbre y de la placa con la dirección decía en letras enormes:
JOSÉ CARRERA PAZ
Representante comercial

"Ese nombre eran dos apellidos. Ese nombre existía", se dijo con fascinación. Una fascinación que hasta ahora le hace estremecerse cuando recuerda el momento.

martes, 7 de agosto de 2018

El smoking

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La gran final del concurso de belleza se iba a realizar en un teatro de la capital y sería transmitida a nivel nacional. El joven presentador de televisión fue designado para ser el maestro de ceremonias, y ya se habían ensayado todos los detalles. Con ese fin le enviaron a su casa el smoking que debía vestir la noche de gala.

Llegada la fecha, y con el tiempo necesario para ir al teatro, el joven presentador de televisión comenzó a acicalarse. Sacó el smoking de la caja, la camisa blanca con la pechera adornada, el fajín de seda para la cintura y la corbata michi. Pero al momento de vestirse observó algo extraño: los dos lados de la camisa tenían ojales y ningún botón. Buscó por todos lados, no había botones en la caja. No podía imaginar cómo se cerraba una camisa que tenía solo ojales en los dos lados de la pechera.

No había caso. Alguien había olvidado colocar en la caja los ganchitos adornados que, al juntar los ojales en la pechera, cerraban la camisa.

Fue un momento de desaliento. No había tiempo para salir a buscar los benditos ganchitos. No había cómo cerrar la camisa. No había forma de solucionar un problema que parecía tan mínimo, pero con grandes consecuencias, como no poder lucir el smoking para la noche de gala.

La solución vino de la esposa del joven presentador de televisión, que felizmente no era ajena al arte de la costura. Ella buscó un vestidito de su pequeña hija de dos años, que tenía una hilera de botoncitos negros adornados con un puntito brillante. Uno por uno sacó los botoncitos y los fue colocando en la pechera de la camisa que el joven presentador de televisión tenía ya puesta. Ahí sí los dos ojales cerraron juntos. Con paciencia y buen humor terminó su tarea, cosiendo con calma botón por botón, cuidando de no pinchar al joven presentador de televisión durante la tarea. Todo quedó perfecto. Nadie sospecharía que algo raro había sucedido.

Cuando llegó la hora del esperado programa y comenzó el concurso, sonaron las fanfarrias, se levantó el telón. Del fondo apareció la figura del joven presentador de televisión. En medio de aplausos llegó al centro del escenario y comenzó el programa. Todos pudieron verlo elegantemente vestido con smoking, el fajín de seda en la cintura, corbata michi y una hilera de botoncitos negros adornados con un puntito brillante en la pechera.

martes, 24 de julio de 2018

Inesperada ayuda

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Hace algunos años, José postulaba a un instituto de educación superior y con ese motivo debía rendir varios exámenes. Eso suponía que debía ir al que seria su futuro centro de estudios varias veces, pues cada examen tenía un día fijo.

La distancia entre su casa y el lugar de los exámenes era larga, y su papá era el encargado de llevarlo. Para llegar a tiempo, salían muy temprano de su casa. No solamente era mucho el trecho a recorrer, sino que era importante ser puntuales. Si José no llegaba a tiempo, simplemente no le permitirían la entrada a rendir el examen de ese día. Eso hubiera significado poner en riesgo todo el proceso de admisión.

Ese día, al llegar al lugar del examen, José se despidió de su papá y se dirigió a la entrada. Metió la mano a su bolsillo para sacar su carnet de identidad, documento imprescindible para que le permitieran rendir el examen, y para su horror vio que no lo tenía. Rebuscó en todos sus bolsillos, en su billetera, de nuevo en sus bolsillos. De nuevo en su billetera. Nada.

Cuando volteó a mirar, el auto de su papá ya estaba demasiado lejos como para alcanzarlo corriendo. Desesperado, con el tiempo en contra, buscó un teléfono público, que en esos tiempos se accionaban con una ficha metálica conocida como "rin". No le alivió mucho ver que tenía un rin en el bolsillo. Ahora debía buscar un teléfono público. Un teléfono público cercano. Un teléfono público cercano que funcionara.

Vio un teléfono a una cuadra, corrió lo más rápido que pudo, y llamó a su casa. Era muy temprano, todos dormían, pero esto era urgente.

Contestó su mamá que, al enterarse de la situación, corrió a despertar a Pedro, su otro hijo. Mientras Pedró se levantaba y se ponía lo primero que estaba a la mano, su mamá buscaba el carnet. No le fue difícil encontrarlo, estaba en la mesa de noche de José.

Con el carnet bien encajado en su bolsillo, Pedro se subió al escarabajo plomo de su mamá y partió a la carrera. La mamá se quedó con el alma en un hilo, por el hijo que podía perder el examen, y por el hijo que debía llegar a tiempo y a salvo.

Pedro tomó la larga avenida que debía recorrer en toda su extensión, la avenida que casi lo dejaba en la puerta donde imaginaba a su hermano desesperado, mirando a su reloj a cada minuto. Prefirió no pensar en nada, y en cuanto la luz del semáforo se puso verde, aceleró. Avanzó unas cuadras, y en su carrera no se percató de que invadió el carril de otro auto.

Pedro solamente se dio cuenta de que adelantó a un auto azul. El otro conductor, en cambio, lo tomó como un desafío. Y vaya que lo demostró.

Con ese afán tan lleno de testosterona de algunos, que empeora cuando van tras un volante, el otro conductor lo adelantó. Lo adelantó y se puso exactamente delante de Pedro. Al comienzo, Pedro no se dio cuenta, tan centrado como estaba en su misión de rescate fraternal. Pero a los pocos metros, vio que tenía delante a un conductor furioso que solamente quería demostrarle su rabia por la osadía de ese pequeño escarabajo plomo.

El auto azul, en su afán de demostrar que era un conductor más avezado, iba abriendo el camino para Pedro. Como si supiera a dónde iba Pedro, el auto azul avanzaba en la misma dirección, por la misma avenida que llegaba a la puerta donde el desesperado José esperaba, cada vez con menos esperanzas.

Tal como apareció, el auto azul desapareció de la vista. De repente, Pedro no lo vio más. Así de repente, se dio cuenta de que estaba en el punto exacto en donde debía girar a la derecha por la estrecha vía que lo conducía a la puerta del instituto de enseñanza superior.

Logró ver a su hermano a la distancia, le tocó la bocina con ese ronco sonar tan típico de su papá que ambos conocían tan bien. Como sacudido de un largo letargo, José se levantó de un salto y corrió al encuentro del escarabajo plomo.

Una mano salió por la ventana del conductor con el carnet salvador. Otra mano lo tomó en una acción que ni ensayada hubiera salido tan perfectamente sincronizada. José corrió en dirección a la puerta, que logró cruzar en el preciso instante en que sonaba el timbre que indicaba el inicio del examen.

Aún temblando por lo vivido, Pedro apoyó la cabeza en el timón... y por fin respiró.
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¡Feliz 28 de julio a mis lectores peruanos, estén donde estén!


jueves, 12 de julio de 2018

La niña de la ventana

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Caminaba un día por una calle cualquiera de un barrio cualquiera de Lima, esos donde las callecitas son tan parecidas unas a otras que, si no se conoce bien el lugar, pueden confundir a los peatones.

En un edificio a pocos metros en la acera del frente de donde yo estaba pasando, se abrió la puerta y salieron dos mujeres. Por su diferencia de edad era fácil suponer que eran madre e hija. Cerraron la puerta del edificio y enrumbaron en la misma dirección que yo. Íbamos todas hacia la avenida grande que estaba muy cerca, a tomar un taxi.

De repente, las dos mujeres miraron hacia arriba. Yo seguí su mirada. Sí pues, curiosidad pura.

En una ventana del segundo piso del edificio estaba asomada una niñita. Le calculé entre cinco y seis años. La niña les hacía adiós vigorosamente con una mano. Las dos mujeres hicieron lo mismo.

Luego la niña gritó: "¡chau!", y estiró las letras de su despedida. Las mujeres le respondieron de la misma manera. Dieron dos pasos, miraron hacia arriba, y la niña volvió a agitar su manito. Desde la vereda, las mujeres la imitaron.

En eso, la niña preguntó, ya más fuerte pues sus visitantes se habían alejado un poco más:
- ¿Cómo se van a ir?
- En taxi, vamos a la esquina porque por acá no pasan muchos -contestó en voz alta una de las mujeres.
- ¿Y tienen plata? -preguntó la niña.
- ¡Sí, claro! -contestó la misma mujer.

Qué curioso, pensé yo. La niña, quien sin duda recibe habitualmente los cuidados de los adultos que la rodean, es quien se preocupa por cómo se van a ir sus visitantes, obviamente personas muy queridas. Hasta tiene la precaución de preguntarles si tienen con qué pagar el taxi.

¿Qué hubiera pasado en el improbable caso que las mujeres dijeran que no tenían plata? ¿La niña hubiera bajado para proveerles el dinero que faltaba? Nunca lo sabré.

Un grito ahogado y ya lejano de "¡chau!" me sacó de mis pensamientos. Al igual que las mujeres, también volteé a ver a la niña de la ventana, ya un puntito casi perdido entre tantas ventanas de esa calle.

Un segundo después, el puntito minúsculo que apenas se veía ya en el segundo piso del edificio desapareció del todo y la ventana se cerró.

miércoles, 4 de julio de 2018

"Sobre mi pecho llevo tus colores"

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Todavía perdura la emoción del mundial Rusia 2018, cómo la hinchada peruana se lució en las ciudades rusas y cómo se emocionó hasta la anécdota con el vals "Contigo Perú" que sonó en los estadios antes de los partidos. Tanto fervor llegó a encantar a todos los que estuvieron por allá.

En medio de toda esa ola, recibí este texto que publico con permiso de quien me lo envió.
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La pequeñita de 5 años salió de casa con sus hermanos para ir al colegio. La niña vestía de blanco con lazo verde en la cintura. Comenzó la actuación por el Día del Maestro, y los pequeños alumnos se colocaron en orden, según el color del lazo: celeste, amarillo y verde. Y comenzaron a cantar: "unida la costa, unida la sierra, unida la selva, contigo Perú". En cada región mencionada levantaban los brazos ordenadamente. El vals de Augusto Polo Campos llenaba de emoción a los alumnos y a sus padres, espectadores de la actuación. Y ese sentimiento se convirtió en algo mágico para todos los niños de generaciones siguientes.

Años después... miles de personas cantaron, lloraron, vibraron con el incomparable vals de Polo Campos, considerado ya el segundo himno nacional del Perú. Ante el asombro y el respeto de millones de asistentes y televidentes de todo el mundo, ahí estaban ese canto, esa mano en el pecho, esas lágrimas sentidas y ese talante orgulloso de su país.

Polo Campos ya partió a la eternidad, igual que su ya eterna obra. Y su música vivirá por siempre, mientras haya un peruano que cante: "te daré la vida y cuando yo muera, me uniré en la tierra contigo Perú".
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Les invito a leer mis dos últimos artículos, que salieron publicados en Global Voices el mismo día.

sábado, 23 de junio de 2018

Solidaridad en día de huelga

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Ese día había huelga de transportes. No de todo el transporte, solamente de algunos comités del gremio de transportistas que conforman el caótico sistema de transporte púbico de Lima.

Sin recordar ese importante detalle, salí a una reunión. El punto de encuentro no queda lejos de donde yo estaba. Es una distancia que puedo hacer caminando en menos de media hora, pero preferí ir en bus y volver a pie, ya sin prisas.

Llegué al paradero y me dispuse a esperar. Apenas segundos después, llegó una muchacha y se paró a pocos metros de mí.

Ese paradero sirve a dos buses, pero solamente uno me servía en esas circunstancias. Pasaron hasta cuatro buses de la otra línea, la que no necesitaba en ese momento. De la ansiada línea verde no había noticias. Ya para entonces era evidente que tanto yo como la muchacha esperábamos el mismo bus verde, sin éxito. También se me hizo evidente que el bus verde era de los que había acatado la huelga.

Los minutos pasaban y la espera ya empezaba a ser angustiosa.

De repente, la muchacha paró un taxi y le preguntó cuánto le cobraba a un punto que estaba algunas cuadras más allá de mi destino(*). No logré oír la respuesta del taxista, pero ella lo dejó ir, así que supuse que le había querido cobrar más de lo que ella esperaba pagar.

Se me prendió el foquito.
- ¿Vas hasta Conquistadores? -le pregunté.
- Sí.
- Yo voy antes de eso. ¿Cuánto te quiso cobrar?
- Diez soles (poco más de USD4), me pareció mucho.
- ¿Y si compartimos el taxi y pagamos a medias? Total, de todas maneras va a tener pasar por el sitio a donde voy.

Ella aceptó mi propuesta, y que tres minutos después íbamos sobre ruedas rumbo a nuestros respectivos destinos.
- Gracias por no desconfiar -le dije, una vez instaladas.
- No, ni lo digas. Tú me ayudas y yo te ayudo.

Le di mi parte del pago, comentamos sobre la huelga y algunas noticias de actualidad.

En menos de diez minutos, llegamos a donde debía quedarme. Aproveché la luz roja del semáforo, le di las gracias de nuevo y le deseé suerte en su reunión, ella me deseó lo mismo. Me despedí del chofer y bajé.

Caminé el corto trecho que me faltaba con una sensación muy agradable,

(*) En Lima, antes de subir al taxi, hay que acordar la tarifa con el chofer, se admite el regateo. Eso no es necesario en los taxis que se piden por aplicativo móvil, que sí tienen tarifas fijas.

domingo, 10 de junio de 2018

Pregonero del siglo XXI

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El pregonero era el funcionario público que de viva y alta voz difundía anuncios para hacer público y notorio todo lo que se quería hacer saber a la población. A estas alturas del devenir de la humanidad, con la información literalmente al alcance de la mano, es evidente que su trabajo dejó de tener sentido.

Por eso llamó mi atención algo que presencié un sábado muy temprano de este otoño tan inusualmente lluvioso en la ciudad capital de este país de desconcertadas gentes.

Venía caminando por una muy transitada y conocida avenida de Miraflores. Había pocos autos, había poca gente. Sin duda, la lluvia, el frío, la hora temprana y el partido amistoso que disputaría la selección peruana de fútbol pocas horas después eran los factores de esas calles vacías.

De repente, detrás de mí, una sonora voz masculina anuncia a todo pulmón:
- ¡Dieciséis grados! ¡Dieciséis grados!

Supuse que se refería a la temperatura, aunque no estoy muy segura porque me pareció una afirmación bastante generosa. Debíamos estar en 14°C, por lo menos. La acentuada y omnipresente humedad es engañosa, pero lo que el hombre anunciaba parecía equivocado.

Me di cuenta de que el hombre estaba prácticamente a mi costado. Por pura precaución, bajé un poquito la velocidad para que se alejara de mí. A algunos pasos por detrás de él, seguí oyendo su anuncio meteorológico con la misma voz fuerte y clara.

Después, este pregonero moderno se quedó callado. Ya no lo vi más.

Sin embargo, pocos segundos después volví a oír la misma voz, aunque con un anuncio diferente:
- ¡Oliver Kahn! ¡Oliver Kahn!

Que pronunciara a voz en cuello el nombre de este exarquero de la selección alemana de fútbol me pareció surrealista. ¿De qué rincón de la memoria viene alguien a rescatar a un futbolista que se retiró hace diez años?

Surrealista o no, el incidente dio algo de color a una mañana sabatina tan gris, tan limeña... tan entrañablemente deliciosa.
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domingo, 3 de junio de 2018

Estampas desde un bus

Es una tarde de viernes de otoño que se volvió frío de un día para otro. El bus va relativamente vacío. No es hora punta, no hay calles llenas de gente. Es un momento perfecto para ir con toda tranquilidad, y es una delicia ver la vida pasar mientras en bus pasa.

El bus avanza por una larga y estrecha calle, normalmente llena de autos que pugnan por continuar su camino, autos que pugnan por encontrar estacionamiento y peatones que deben sortear a unos y otros. Pero en esta tarde de viernes de otoño que se volvió frío de un día para otro no pasa nada de eso. Al contrario, las tiendas por las que pasa el bus se ven vacías de clientes y llenas de mercadería y trabajadores que se distraen mirando el mundo a través de una minúscula pantalla que parece tenerlos dominados.

Un hombre que peina canas y cuyos ojos habrán visto mil batallas se estaciona afuera de una cafetería. Lo hace con la elegancia y la seguridad que dan la experiencia. Se baja de su auto, y al momento se le acerca un atento muchacho elegantemente uniformado con el logo de la cafetería. El hombre canoso lo reconoce, le sonríe, le da la mano y entablan un breve diálogo cordial de evidente intercambio de saludos.

El cartel de una tienda anuncia extemporáneamente ofertas de Navidad en varios carteles multicolores. Demasiada previsión o demasiada negligencia.

Una pasajera se baja del bus. Cruza una calle caminando a toda velocidad, sin llegar a correr. Cruza otra calle y se pierde entre los autos y otros peatones.

Estampas que se ven desde un bus en una tarde de viernes de otoño que se volvió frío de un día para otro.

jueves, 24 de mayo de 2018

"El cielo y la tierra, el cielo y la tierra"

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Había una vez dos hermanas que jugaban mil cosas juntas. Todavía hay dos hermanas, y aunque ya no juegan mil cosas, siguen juntas. Las llamaremos la mayor y la menor.

Eran ellas dos, aunque a veces se les unía un tío que parecía un hermano porque había nacido prácticamente el mismo día que la mayor. Pero casi todo el tiempo eran únicamente ellas dos y nadie más.

Vivían en una apacible ciudad de la selva donde todos se conocían y todos sabían lo que los demás hacían, y donde pasar al lado de alguien sin saludar era motivo de ofensa y gran malestar.

Así pasaban los días las dos hermanas, jugando al aire libre en su ciudad natal, una ciudad con eterno verano. Nadie las vigilaba, nadie estaba pendiente de ellas porque en esa apacible ciudad de eterno verano nada malo les podía pasar.

Un día como cualquier otro, las dos hermanas jugaban lo que ellas conocían como mundo, y que en otros lados llaman tejo o rayuela. Para ahorrar una raya a las líneas trazadas en el suelo, uno de los bordes de su mundo era el borde del patio donde jugaban. Después de eso, el suelo se inclinaba en una pendiente de varios metros. Nada que no se pudiera recorrer caminando, pero no era muy agradable de recorrer porque prácticamente era donde la gente lanzaba sus desechos.

Así jugaban las hermanas una mañana cualquiera en su apacible ciudad del eterno verano. Le tocaba lanzar y saltar a la mayor. La menor vio que su hermana lanzaba la piedra que usaban como tejo y volteó para ver hasta dónde llegaba. Volvió a voltear para ver a su hermana empezar a saltar, pero no la vio.

La menor se llevó el susto de su vida. Su hermana había desaparecido.

Ahogó un grito de terror. Miró al cielo pues pensó que tal vez su hermana se había ido volando. O que unos globos gigantes aparecidos de la nada la habían levantado del suelo. O que una bandada de silenciosos pájaros la habían tomado de los brazos con el pico y se la habían llevado volando.

Pero por los aires tampoco estaba la hermana mayor.

Así que la niña corrió sin pensar muy bien a dónde se dirigía, pero sus pies la llevaron al borde del terreno, ese que usaban como límite de su juego para ahorrarse una raya al trazar su mundo. Y ahí vio a su hermana deslizarse irremediablemente cuesta abajo, seguramente iba muy rápido, pero la hermana menor dice que la hermana mayor rodaba en cámara lenta.

Cuando la hermana mayor dejó de rodar, la hermana menor corrió a la casa familiar a llamar a su papá: "papá, papá, ven, ven por favor".

Sin entender mucho, pero con toda certeza asustado por la desesperación de la hermana menor, el padre salió con la niña. Cuando llegaron al límite de su mundo, el padre vio a la hermana mayor levantarse tambaleando. Aliviado, tras imaginar quién sabe qué desgracias, bajó al encuentro de su hija y con ella de la mano, regresó a terreno seguro.

Una vez que las dos hermanas se reunieron, la menor quiso saber qué sintió la mayor mientras rodaba cuesta abajo. La mayor, aún aturdida, contestó: "no entendía nada, estaba preparándome para saltar cuando de repente me sentí en el aire y comencé a ver el cielo y la tierra, el cielo y la tierra, el cielo y la tierra".

domingo, 13 de mayo de 2018

Todo sea por un helado

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Es el viernes anterior al Día de la Madre. Las calles y las tiendas están llenas de gente que espera, para variar, la penúltima hora para hacer lo que hay que hacer.

Entro a un autoservicio para comprar tres cositas, sé que no me demoraré mucho. Escojo lo que quiero y busco la caja con la fila más corta. Ya sé que no es garantía de nada, pero es probable que sea la que avance más rápido.

Entre la fila de mi caja y de la caja que está a mi derecha, hay un congelador con helados. Es un congelador horizontal con puertas corredizas que dejan ver el interior, Las envolturas multicolores de los helados son una tremenda tentación para los ojos de quienes pasan por ahí.

En la fila de la caja que está a mi derecha, hay una señora y una niña, a la que calculé unos cinco años. Presumo que son abuela y nieta, aunque ya se sabe que es mejor no asumir nada porque las apariencias pueden engañar. La niña miraba los helados con ojos codiciosos y de repente señaló uno:
- Ese es el helado que quiero.

Entre tantos helados, era difícil saber a cuál se refería. El vidrio de la tapa de la congeladora le impedía acercar su manito más para dejar en claro exactamente cuál era el helado que quería.

Entonces, empezó a abrir la puerta corrediza. Desde donde estaba, pude ver que las dos hojas que tapaban la congeladora se abrían a la vez. Recién ahí noté que las dos hojas estaban al mismo nivel, no como suelen estar: una por encima de la otra para que, al deslizarse, no ocurra lo que estaba parecía estar ocurriendo.

La puerta corrediza que quedaba atrás de la niña también se abría sin que nadie hiciera nada para impedirlo. Fue un solo instante, entre ver los esfuerzos de la niña por llegar al helado de sus deseos, entre pensar "acá hay algo que no está bien", entre que mi mente anticipara que la cosa no iba a terminar bien.

Y la cosa no terminó bien.

La parte de la tapa que quedaba inadvertida a los ojos de la niña perdió el equilibrio y cayó al suelo. Cayó al suelo y se hizo trizas. Se hizo trizas y miles de vidrios minúsculos salieron disparados en todas direcciones. Miles de vidrios minúsculos salieron disparados en todas direcciones con un estrépito que debe haberse oído en toda la tienda.

Yo lo vi todo desde mi posición privilegiada.

A mi costado, una voz infantil solamente atinó a decir con tono muy tranquilo: "¡ay!".

En menos de un minuto, el lugar del incidente se vio lleno de encargados, personal de seguridad, personal de limpieza, clientes curiosos.

A mi costado, ajena al revuelo causado por sus antojos heladeros, vi una manito infantil que sostenía en alto el helado deseado y oí a la misma voz de segundos antes decir triunfal: "mira, este es el helado que quiero".

Feliz día a todas las madres que celebren su día el segundo domingo de mayo, y también a las que lo celebran en otra fecha del calendario.

martes, 1 de mayo de 2018

La muralla

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Esta historia fue contada ante un grupo en una reunión familiar. Publico aquí el relato que me envió una asistente a esa reunión. Creo que es importante compartirlo.
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Es una señora de las que se dice "de la tercera edad". También se las llama "de la juventud prolongada". Eso no le impide realizar una serie de constantes actividades con sus amigas de toda la vida. Se reúnen en almuerzos, paseos, juegan a las cartas, van al cine y teatro, y hasta viajan a otras ciudades del país.

La señora, a la que llamaremos Estrella, también tiene otro grupo para practicar el tai chi. Una vez por semana, las señoras acuden a un parquecito cercano a su casa donde realizan las figuras y movimientos de esa práctica oriental que les da paz y armonía. Muchas veces, al terminar el tai chi, deciden ir a tomar un refrigerio en algún local de las cercanías. Era una mañana soleada cuando el grupo de señoras comenzó a caminar hacia el restaurante elegido. Para ello debían cruzar una ancha avenida en constante tránsito de ida y vuelta de autos y enormes buses de transporte público.

El grupo avanzaba y algunas ya cruzaban la avenida, pero una de las señoras caminaba con dificultad debido a una dolencia, y se retrasó. Estrella, como no podía ser de otra manera, no la abandonó y se puso a su lado para ayudarla en el trayecto.

Las dos señoras, tomadas del brazo, comenzaron a cruzar la ancha avenida. Atravesaron con éxito la primera parte y solo faltaban unos metros para llegar al lado seguro. Tenían tiempo, porque el único bus que venía en ese sentido, estaba bastante lejos y venía a velocidad bastante razonable. Pero a medio camino ocurrió lo impensable: la señora con el problema se cayó en plena pista, se cayó total e irremisiblemente, se cayó cuan larga era. Estrella, a su lado, vio que el enorme bus se acercaba a ellas. Su primera reacción fue inclinarse para ayudar a levantarse a su amiga, pero pensó: "si las dos estamos agachadas el chofer del bus no podrá vernos". Entonces se puso de pie, ahí, en la mitad de la pista, junto a la señora caída, como una muralla dispuesta a detener el avance del peligro. El chofer del bus se percató de la presencia de las dos señoras y detuvo el vehículo a buena distancia.

Más tarde, la amiga de Estrella le confesó que cuando estaba caída en la pista pensó que quedaría bajo las ruedas del bus.

Eso no ocurrió porque tuvo a su lado a una persona que no huyó del peligro, que no abandonó a quien dependía de ella en ese momento, que se alzó como una muralla de valentía y generosidad.

Eso, señores, se llama tener fibra moral. Y no se aprende en academias ni universidades. Se lleva desde la cuna.

Y es el mejor legado de Estrella para sus cuatro hijos y sus siete nietos.
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Les invito a leer mi más reciente artículo para Global Voices en Español. La locura por la clasificación al mundial de fútbol continúa.