jueves, 26 de febrero de 2009

Leyendas urbanas

Por Navidad, mi mamá me regaló el libro titulado "El fabuloso libro de las leyendas urbanas: demasiado bueno para ser cierto" de Jan Harold Brunvand. Contiene prácticamente todas las leyendas urbanas que en el mundo han sido, y yo lo estoy leyendo de a pocos, riéndome de algunas, dudando con otras y disfrutándolas todas.
El autor define las leyendas urbanas como:
[...] historias demasiado buenas para ser verdad. Estas fábulas populares describen acontecimientos presuntamente reales (si bien raros) que le han pasado a un amigo de un amigo. Y generalmente las cuenta una persona fiable que las relata en un estilo creíble, porque generalmente se las cree. Las localizaciones y los hechos que se describen son ciertos y conocidos (casas, oficinas, hoteles, centros comerciales, autopistas, etcétera) y sus personajes humanos, personas muy normales. Sin embargo, los incidentes cómicos, chocantes u horripilantes que les ocurren a estas personas llegan demasiado lejos para ser creíbles.
[...]
¿Quién no ha escuchado alguna vez una de estas leyendas urbanas?
Recuerdo una que escuché toda mi vida. Érase una mujer que tenía un peinado alto, de esos que solamente pueden hacerse en las peluquerías. Para no tener que ir a peinarse a cada rato, y tal por evitar gastar más de lo necesario, esta mujer evitaba despeinarse y deshacerse el peinado. Entonces se rascaba la cabeza, que obviamente no se lavaba nunca, con un lápíz o algun objeto similar que le permitiera alcanzar el lugar exacto de la comezón sin deshacerse el peinado.
Hasta que un día la mujer cayó muerta. Su frondoso peinado había resultado ser el hogar perfecto para una familia de arañas, que se había instalado cómodamente por varias generaciones. Hasta que en algún momento penetraron su cráneo y horadaron su cerebro.
Como siempre, la historia la cuenta alguien que se la escuchó a un tercero, nunca se sabe el nombre de la mujer ni dónde ocurrió. Además, siempre queda una especie de moraleja, que en este caso es: "¡no seas pretenciosa, sé más aseada!"
Hace poco vi un programa en el que explicaban que eso es imposible porque ninguna araña (ni ninguna otra alimaña) estaría cómoda en un ambiente como la cabeza, que se mueve tanto. No podría poner sus huevos ahí, por muy acogedor que pareciera.
Desde entonces dejé de imaginar la exagerada cabellera de Amy Winehouse como la guarida de varias generaciones de arácnidos.
Otra leyenda que he escuchado mucho es la de la niña cuyo largo pelo queda enredado en los pasos de una escalera mecánica, pues estaba jugando en una tienda por departamentos, desobedeciendo a su mamá, que a su vez la desatendió por estar comprando quién sabe qué.
Nuevamente, nadie sabe el nombre de las protagonistas de este acontecimiento ni cuál es la tienda por departamentos. Y la admonición es doble. Para la madre es una especie de "es lo que te pasa por desatender a tu hija para ir a comprar". Para la hija, y en general para todos los niños, sería "obedece a tus padres".
En los últimos años circula por Internet en esos mails en cadena una historia de alguien (a veces un hombre, a veces una mujer) que va a una fiesta en donde no conoce a nadie. En algún momento, después de tomar un trago, pierde el sentido. Despierta horas o días más tarde en una tina llena de hielo, con un dolor intenso en los costados y una nota que dice: "Gracias por tu riñón. Anda al hospital más cercano lo más rápidamente que puedas".
La moraleja: "no salgas de juerga de manera irreflexiva; mejor aun, no salgas de juerga".
Esas, entre muchas otras, son las que se me vienen fácilmente a la mente cuando pienso en leyendas urbanas. Con toda seguridad, más de un lector conoce alguna que tal vez quiera compartir.

jueves, 19 de febrero de 2009

¿Era todo esto realmente necesario?

Hace algunos meses, mi empresa proveedora de cable anunció con bombos y platillos que empezaría a repartir en Lima los decodificadores con los que entraríamos a una nueva evolución. En un primer momento y con muy poca información a la mano me alegré pues estaba segura de estar a punto de recibir mejoras en mi servicio de cable. Mejoras que para mí se reducen a una sola: más canales.
Vana ilusión.
Efectivamente, comenzaron el reparto de los decodificadores hacia fines del año pasado. Anunciaban a qué zonas llegarían mediante comerciales en televisión, en radio y periódicos. Finalmente, le tocó el turno a Miraflores.
Primera dificultad: ¿y si llegaban en un momento en el que no había nadie en la casa? Felizmente llegaron un sábado en la mañana, con lo que la primera dificultad quedó superada.
La instalación de los decodificadores corre por cuenta del cliente. Casi nunca he tenido problemas con este tipo de procesos, más aun si tengo un buen manual a la mano y si además tengo la facilidad de llamar a la empresa proveedora de cable, por medio de un teléfono gratuito, en caso de dudas.

Entonces surgió la segunda dificultad. Desde siempre en la casa hemos usado VHS para grabar todo tipo de programas que dan en horarios inadecuados para poder verlos en horarios adecuados. El cable coaxial que trae la señal de cable a la casa estaba conectado al VHS, que por medio de otro cable se conectaba al televisor. Así está desde hace no sé cuánto tiempo. En las instrucciones no había mención a ese aparato cuasi decimonónico que se llama VHS. Entonces llamé por medio de la línea gratuita a preguntar qué hacer. El diálogo, después de la espera y las múltiples opciones que tuve que elegir, fue más o menos así:

– Señorita, buenos días. Acaban de entregarme mis decodificadores y al instalarlos me doy cuenta de algo: no dicen qué hacer en caso de tener conectado un VHS al televisor.
– ¿Un VHS? –con voz dubitativa.
– Si, un VHS –viendo que no iba a llegar a ningún sitio, seguí hablando–. Lo que quiero saber es cómo hago porque en las instrucciones no mencionan ningún VHS.
– Pero... ¿usted usa su VHS?
– Si lo uso, todos los días (si no, ¿cómo cree que hago para ver Magnum o NCIS?).
– ...
– Imagino que lo que debo hacer es conectar el cable del decodificador en la entrada al VHS y de ahí al televisor.
– Bueno..., hágalo como indica y si tiene alguna dificultad vuelva a llamarnos.
– OK, gracias señorita.
Entonces surgió la tercera dificultad, porque resulta que el cable coaxial tenía atornillado casi nueve años y estaba prácticamente imposible de desenroscar. Después de intentar por largo rato, me di por vencida y fui a pedir ayuda a Carlos, el muchacho que atiende en la ferretería del barrio. Me ofreció venir a la 1 pm, hora de su almuerzo, es decir, casi hora y media más tarde.
Para buena suerte, al poco rato llegó Gonzalo, que ya tenía sus decodificadores instalados desde hacía semanas. Estuvo intentando desenroscar el cable coaxial durante buen rato hasta que lo consiguió. No sé cómo hizo, pero entre los dos completamos la instalación del primer decodificador con éxito. Procedimos con el segundo, que fue un poco más fácil.
Cuando llegó Carlos, le pedí disculpas por no haberle avisado que ya había solucionado la dificultad.
Llamé de nuevo a la línea gratuita para que activaran los decodificadores, cosa que se hizo en cinco minutos... sin contar la espera ni todas las opciones que tuve que elegir para poder hablar con una operadora. Me advirtió la operadora que por el momento mi señal no sería digital, que debía esperar más o menos a mediados de febrero, que en ese periodo tendría algunos canales de prueba y que gozaría de todos los servicios en poco tiempo.
Así pasaron casi dos semanas. Un comercial repetido hasta la saciedad me decía que la manera de saber si ya contaba con la señal digital era que mi televisor captara solamente hasta el canal 74. Hasta que llegó el ansiado momento de "gozar de todos los servicios".
Enumero mis decepciones:
1. No hay más canales, son los de siempre, pero con otra numeración que voy a tener que aprenderme. En octubre ya habían cambiado totalmente el orden de los canales, y ahora los cambian de nuevo.
2. No puedo ver los canales que tienen las letras HD al lado de su nombre porque necesitan de otro decodificador. No gracias, los dos que me dieron fueron suficientes.
3. Hay muchos canales de audio, pero hasta donde sé, la televisión se ve, no se escucha. Si quiero música, pongo la radio. Además, no tengo acceso a esos canales. no sé por qué.
4. Ahora tengo cuatro aparatos de remoto: el televisor, el VHS, el DVD y el decodificador. El que manda sobre el decodificador está programado para que funcione con el televisor también, con lo que se supone puedo prescindir del control del televisor. Pero, ¿cómo hago para las funciones avanzadas? Yo me despierto con el televisor, previamente programado, porque siempre he creído que la tecnología debe facilitarnos la vida y no complicárnosla.
5. Encima de todo esto, he tenido que desconectar los cables rojo, amarillo y blanco del DVD porque mi televisor solamente tiene un juego de entrada/salida de estos cables. Esto quiere decir que cuando quiera ver algo por DVD (que no es con mucha frecuencia), tengo que sacar los cables del decodificador, poner los del DVD, ver la película, sacar los cables del DVD y poner los del decodificador.
6. Está también el hecho de que ahora mi VHS capta únicamente hasta el canal 74. Ya no podré grabar esa serie inglesa que me gusta tanto, New tricks, porque la dan en el canal 81 y me siento obligada a verla en vivo en un momento en el que no necesariamente tengo una hora para sentarme a ver televisión. Felizmente Magnum y NCIS se ven por los canales 68 y 19 respectivamente. Ya sé que hay aparatos de DVD que graban, pero hasta donde sé son bastante caros.
Entonces ahora tengo que:
  • Solamente puedo grabar hasta el canal 74.
  • Debo aprenderme otra vez la ubicación de todos los canales.
  • El control remoto, que es único para el TV y para el DECO, a veces no hace caso porque debe ser un poco temperamental.

Esto me lleva a preguntarme: ¿era realmente necesario todo esto? Francamente, no le encuentro ventajas por ninguna parte y lo peor es que un cambio permanente. A ver si alguien me demuestra que estoy equivocada...

sábado, 14 de febrero de 2009

Dos blogs amigos

Dos blogs amigos me han agregado a unas listas, y debo cumplir con cierto requerimiento.

Primero, Coffeewallah me ha impuesto la tareíta de enumerar 20 cosas sobre mí. No es una tarea fácil, pero lo tomo como ejercicio de introspección:
  1. Me encantan los helados.
  2. Mi libro favorito es 'Matar un ruiseñor'.
  3. Mis recuerdos están asociados a sabores y olores.
  4. Mi película favorita es 'Quiz show'.
  5. Solamente escucho las noticias por la mañana.
  6. Leo el periódico del día anterior a la hora del desayuno.
  7. Hace no sé cuántos meses que no voy al cine.
  8. Hace no sé cuántos años que no voy al teatro.
  9. De platos del Perú, prefiero el tacacho con cecina, típico de nuestra Selva.
  10. No me gusta ir a votar al CAL cada año.
  11. Quiero conocer Alaska.
  12. Y hacer un crucero por las islas cercanas.
  13. Y viajar a Sudáfrica.
  14. Y a Praga.
  15. Y a Casablanca.
  16. No me gusta mucho la playa.
  17. Prefiero el invierno limeño antes que los meses de calor.
  18. Me disgustan los ruidos fuertes.
  19. Me dan miedo los temblores.
  20. Sin lentes no veo más allá de mis narices.

Después llegó Mariyah, que me ha agregado a una lista de cuatro personas, y mi tarea es decir en tres palabras qué me gustaría recibir por el Día de San Valentín. Después de pensarlo un poco, acá van:

  1. Una carta
  2. Tranquilidad
  3. Un helado
Ha sido un poco complicado, pero está hecho. Me ha sido tan complicado que no quiero pasarle la misma tareíta a otros. El que quiera tomarla, bienvenido sea.

jueves, 12 de febrero de 2009

"Quiero un reloj"

Tiene 7 años. Sus papás están de viaje desde hace mucho tiempo. A los 7 años, un mes y medio es demasiado tiempo. Se han ido a Nueva York, un nombre asociado a programas de televisión, muchos edificios, puentes y sobre todo, muchas cosas bonitas.
En ese mes y medio muchas cartas han ido y venido. Pocas llamadas telefónicas, es cierto. Pero es que eran otros tiempos, en los que había que pedir la llamada de larga distancia por medio de una operadora y sentarse a esperar hasta que la operadora buenamente pudiera completar la comunicación. Esa espera podía durar horas a veces.
No sabe qué dicen las cartas de los demás. En cambio sabe muy bien el contenido de las suyas: varios pedidos de cosas simples que conoce solamente porque las ha visto en el colegio, en manos de otros a quienes tíos y otros parientes han traído de Estados Unidos. Es que en su país hay un gobierno militar y casi no hay importaciones. Menos de Estados Unidos.

Cosas simples como papeles de carta, stickers para intercambiar después. Su hermana menor ha pedido con insistencia que le traigan "esos jaboncitos chiquitos que hay en los aviones". Hasta el día de hoy no sabe de dónde ni cómo su hermana, de apenas 5 años, sabía de la existencia de esos jaboncitos. Ni tampoco la razón de tanta insistencia.
Así pasó ese mes y medio, y quizá un poco más, entre muchas cartas que iban y venían. Entre pocas llamadas que casi siempre iban y casi nunca venían. Entre fines de semana en los que aparecieron tíos de cariño a los que veía solamente en los cumpleaños. Demasiadas cosas pasaban a su alrededor, pero a los 7 años le hubiera sido un poco difícil adivinar que se venía una tormenta muy fuerte. Demasiado fuerte.
No podría explicar cómo ni por qué, la cosa es que un día escribió: "quiero un reloj". En una post data, casi al borde del papel que contenía la que sería la última de todas esas cartas. Ese pedido, escrito en una post data casi al borde del papel que contenía la última carta, llegó a su destinatario justo a tiempo.
Como llegaron a tiempo los jabones, montones de jaboncitos, y montones de otras cosas, entre las cuales estaban los papeles de carta y los stickers.
Y por supuesto, el reloj también llegó a tiempo. Un reloj a cuerda, con manecillas, con correa metálica que se estiraba y era facilísimo de poner. El reloj que encontró en su cama junto con muchas otras cosas ese día inolvidable lleno de sorpresas. El reloj con el que terminó de aprender a ver la hora, siempre con la ayuda de ese hermano mayor que lo sabía todo.
Nunca más se lo sacó. Estuvo a su lado en los peores días de esa tormenta que sobrevino al poco tiempo. Como un faro que guía a los barcos a un puerto seguro en medio de la oscuridad. Como una estrella. Como un ángel de la guarda, su propio ángel de la guarda.
Todavía lo conserva muy bien guardado. Y si le da cuerda, todavía funciona.

jueves, 5 de febrero de 2009

Apagón

Para información sobre el apagón que afectó gran parte de Lima el sábado 6 de junio, hacer clic acá.
Hace unos días tuvimos apagón en Lima. En algunas zonas fueron dos apagones: uno poco antes de las 7 pm y el segundo cerca de la una de la mañana.
Estos cortos apagones me hicieron retroceder años en el tiempo, en la época en que los chicos malos hacían de las suyas, y en ciertas fechas señaladas volaban torres de alta tensión y nos sumían en la más profunda oscuridad.

Un dia cualquiera, casi siempre alrededor de las 8 pm, llegaba la oscuridad total. La rutina en la casa estaba estudiada y nos la sabíamos de memoria: alguien buscaba velas, que después fueron reemplazadas por un sofisticado lamparín a querosene igualito al que usaban los miembros de la familia Ingalls y adláteres. La tía Angelita iba diligente a buscar su radio a pilas con su funda anaranjada y sintonizaba RPP. En algún punto de esa movilización sonaba el teléfono: mi mamá desde el canal preguntando si todo estaba bien. La respuesta, felizmente, siempre era afirmativa.
Entonces escuchábamos a las personas llamando a la radio para avisar a sus familias, a través de la inconfundible voz de Mihua (que siempre asociaré con estos recuerdos), que estaban bien y que ya irían a casa. Eran tiempos pre celular, obviamente.

En mi casa los apagones duraban relativamente poco: dos horas como mucho. En cambio, había zonas en las que se pasaban la noche entera sin luz, y eso lo sabíamos al día siguiente por los comentarios en el colegio. Nunca supimos la razón por la que nuestros apagones duraban "poco", pero puede ser que vivíamos a pocas cuadras del Hospital Militar y del Hospital de Policía.

A su regreso, la luz era recibida con aplausos y júbilo. La radio se apagaba, la lámpara de querosene también y regresaban a sus respectivos sitios. Como los apagones afectaban a toda la ciudad, no importaba perderse el capítulo de la novela porque al día siguiente teníamos repetición fija.

En todos los años que duró esta situación, siempre estuve en mi casa durante los apagones. El desconcierto de los que estaban en la calle era muy grande. Ni hablar de los que quedaban atrapados en ascensores.

Si había una fecha del año en que podíamos estar seguros de que habría un apagón era el 31 de diciembre, exactamente a la medianoche. Los anuncios de las fiestas de Año Nuevo ponían en grandes letras "CONTAMOS CON GRUPO ELECTRÓGENO". El primer saludo del 1 de enero era al apagón.

Mientras tanto, en la sierra de nuestro país, las personas pasaban sustos mucho más grandes que los apagones.