martes, 26 de enero de 2021

La pelota que vino del aire

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Las hermanitas jugaban como jugaban todos los días. Sus gritos salían por la ventana de su salón de juegos. No era un salón de juegos precisamente, era una habitación grande en el segundo piso de la casa donde vivían.
De repente, de la nada, una pelota entró volando por la ventana. Era una pelota grande, nueva y con muchos colores que se quedó rebotando hasta que se detuvo completamente.
Sorprendidas, las niñas corrieron hacia la ventana por donde había entrado la pelota volando. Miraron hacia abajo, no había nadie.
Con la mirada recorrieron todo el panorama hasta donde sus pequeños ojos alcanzaban. La calle, a izquierda y derecha. No había nadie cerca. Las únicas personas que lograron ver estaban demasiado lejos como para haber lanzado la pelota y salir corriendo.
Estaban tan intrigadas que hasta se olvidaron de lo mucho que habían querido una pelota, de las veces que habían comentado cuánto querían una pelota en la mesa familiar durante las comidas. La sorpresa lo había invadido todo.
Finalmente, volvieron a sus juegos, esta vez con la colorida novedad. Sus voces volvieron a llegar hasta la calle.
En sus cabecitas seguía la pregunta: "¿de dónde salió esa pelota tan bonita?".
En la calle, debajo del saliente que protegía contra la lluvia a la altura de la ventana por donde las niñas se habían asomado, un padre fuera de serie contenía la risa ante su propia travesura.

miércoles, 13 de enero de 2021

El desfile incomprensible

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El señor presenciaba todos los días el mismo espectáculo. Del edificio que estaba frente a su casa en fila india salían cuatro personas presumiblemente miembros de una misma familia: una mujer joven, dos niños que parecían ser hermanos e hijos de la mujer joven, y una muchacha que podía ser la hermana de los niños e hija mayor de la mujer.
Eso era lo de menos. Lo que despertaba la curiosidad del vecino era lo que ocurría en ese desfile.
Los niños bajaban corriendo, empujándose y gritando. Casi siempre terminaban peleando. La presunta madre les pedía silencio repetidamente, la muchacha cerraba la procesión, siempre callada, siempre sonriendo. Los cuatro llegaban así a un auto estacionado en la vereda frente al edificio.
La madre abría la puerta del conductor y se sentaba al timón. De ahí abría la otra puerta. Los niños se peleaban por ver quién subía primero. De alguna manera misteriosa llegaban a un acuerdo, subían y seguían gritando una vez adentro. La última en subir era la muchacha.
Mientras tanto, la madre prendía el auto, lo dejaba prendido un rato y luego aceleraba varias veces. Luego soltaba el acelerador unos segundos y volvía a acelerar. Y así varias veces, en un proceso que duraba entre diez y quince minutos.
Ahí apagaba el auto, todos se bajaban, la madre cerraba el auto con la llave y todos subían.
Así, día tras día, casi como un acto perfectamente ensayado. Por las mañanas en verano, por las tardes en los meses más fríos, una vez que los niños llegaban del colegio.
El vecino estaba intrigadísimo.
Y la intriga era mayor algunos fines de semana. Un hombre joven y los niños se subían al auto, el hombre arrancaba y partían. Regresaban al poco rato, dejaban el auto estacionado en el lugar habitual y volvían a casa. En esos desfiles de fin de semana los niños iban un tanto más callados, peleaban menos.
Un día, el vecino no pudo más con la curiosidad y decidió preguntar. Al ver el desfile diario, salió y esperó a que la faena terminara y se acercó a la mujer:
- Señora, buenas tardes. Yo vivo en la casa blanca del frente y todos los días la veo bajar con sus hijos y subir al auto y...
- Ya me imagino que debe de estar muy intrigado con lo que hacemos.
- Pues, sí... --dijo el vecino con algo de vergüenza.
- Mi esposo me regaló este auto por mi cumpleaños el año pasado. Su idea era que yo aprendiera a manejar, pero lo cierto es que tengo mucho miedo, no me atrevo a salir ni media cuadra. Para que el auto no se malogre es que lo enciendo todos los días. Mis hijos lo toman como un juego, y mi sobrina nos acompaña solamente para evitar que las peleas de los niños lleguen a mayores. Algunos fines de semana ni esposo lleva al auto a dar una vuelta, para que el motor no pierda la costumbre de funcionar --terminó la mujer, riendo, consciente de que era una situación curiosa.
Los vecinos se despidieron y cada uno se fue a su casa. El señor se mudó al poco tiempo y nunca supo si la mujer le perdió el miedo a manejar o si finalmente se cansaron y vendieron el auto.

domingo, 3 de enero de 2021

Las planchas de zinc

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Esta historia ocurrió hace muchas décadas en una cuidad pequeña de la selva peruana. Conocí a algunas personas que, voluntaria o involuntariamente, fueron parte de los hechos que voy a relatar.
Marita trabaja mucho desde niña para combatir las carencias familiares. Por eso, ya adulta, decide trabajar más para comprar una casita. Como es muy trabajadora, lo consigue en poco tiempo.
Es una casita pequeña que necesita arreglos, sobre todo arreglar el techo. Debe reemplazar las planchas de zinc. En esa zona llueve mucho y los techos deben ser de metal, Por cierto, el choque de las gotas de lluvia sobre esa superficie produce un sonido mágico e inolvidable.
Así fue que Marita se puso en marcha para comprar las planchas de zinc que necesitaba. Sacó las cuentas, determinó cuántas debía comprar y decidió comprarlas poco a poco. Aunque fuera de una en una, hasta conseguirlas todas.
Quienes la conocían sabían que lo lograría. Y empezó a comprarlas, una a la vez.
Tras varios meses de empezar, se le acercó el sobrino de uno de sus cuñados. Le ofreció tres planchas de zinc a precio menor que el de las tiendas. Cuando ella preguntó la razón del precio menor, el muchacho le dijo que le habían dado las planchas como parte de pago por un trabajo. Como necesitaba el dinero, decidió vender las planchas, aunque fuera con una pérdida.
Y Marita comenzó a comprar las planchas del muchacho, alternando con otras que compraba en la tienda. Hubiera preferido comprarlas todas con el precio barato, pero el sobrino no siempre tenía planchas. Plancha que compraba, plancha que guardaba en el fondo de su casa. Veía con gusto cómo aumentaban las planchas acumuladas.
Cuando Marita calculó que ya tendría la cantidad necesaria, empezó a planificar el arreglo definitivo del techo de su casita nueva. Fue a contar las planchas y notó que no, no estaban completas. Y no faltaba una ni dos, tenía como la mitad de lo que calculaba.
Se preocupó, sabía que no podía haberse equivocado tanto en la cuenta. Y en ese momento recordó lo que le había dicho su cuñado cuando le contó el trato que había hecho con el sobrino: "ten cuidado, ese sobrino mío es un pillo".
No tuvo ni tiempo de indignarse. Puso manos a la obra. Marcó todas sus planchas de zinc con pintura roja en un lugar poco visible.
Y se sentó a esperar.
Cuando el muchacho vino con tres planchas más "a buen precio, Marita", lo primero que ella hizo fue buscar las marcas. Y ahí estaban. Cada placa tenía su marca roja.
Pueblo chico, infierno grande. En menos de 24 horas, todos se enteraron de lo ocurrido. Todos se indignaron, algunos tomaron acciones concretas. El empleador del sobrino, por ejemplo, empezó a retener los pagos del muchacho y se los entregó a Marita hasta que el total de la estafa quedó saldado.
Poco tiempo después, todas las planchas de zinc se colocaron en su lugar. Como Marita tenía un corazón muy grande, para ese momento ya ni recordaba el incidente. Solamente quería disfrutar de la casa que con tanto esfuerzo había completado.
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A todos mis lectores les hago llegar mis saludos por el nuevo año, con el deseo de que todos tengamos un año mejor que el que se fue. En muchos aspectos, de nosotros mismos depende que así sea.