jueves, 27 de marzo de 2008

Cara y Liesel...

O Caffrey y Meminger.

Cara y Liesel tienen varias cosas en común. La primera es que ninguna es una persona real, ambas son personajes de los dos últimos libros que he leído.

Cara Caffrey es una de Las chicas de setiembre, de la inglesa Maureen Lee: Liesel Meminger es La ladrona de libros, del australiano Marcus Zusak. Otra semejanza es que la vida de ambos personajes, el trozo de vida con el que he tenido contacto como lectora, transcurre en medio de la Segunda Guerra Mundial.

A Cara la guerra la sorprende a los 19 años, y decide enrolarse en el ejército inglés desde su ciudad natal, Liverpool. Sus padres y hermanos son irlandeses, pero ella nació en Liverpool, la misma noche de la llegada de la familia a esa ciudad. Terminado su entrenamiento, la mandan a Malta, pero algunas circunstancias la obligan a volver a Liverpool. No contaré más para no aguarles la fiesta a los que lleguen a leer el libro.

En cambio, Liesel es una niña de poco más de 8 años en 1939. Es alemana, y tristes acontecimientos (tampoco los diré) la hacen permanecer en la pequeña ciudad alemana de Molching, cercana a Múnich, con padres de acogida. Este libro está narrado en primera persona, y quien lo narra es muy peculiar.

Pero tienen en común algo que me sobrecogió sobremanera: tanto ellas como las personas que las rodeaban pasaron por la experiencia de los bombardeos aéreos que sufrieron sus respectivas ciudades. No es que no supiera que ambos bandos bombardearon ciudades, que hicieron que la población civil formara en gran medida parte de las bajas de guerra. Eso se lee fácil en cualquier libro de Historia.

Es que es la primera vez que logro ponerme en los zapatos de los personajes y me imagino lo que debe haber sido eso: una noche oscura cualquiera, quién sabe si estrellada y con una maravillosa luna llena, la gente en sus casas preparándose para ir a dormir o durmiendo.

Entonces suenan las inconfundibles sirenas... no hay nada más que hacer que correr a los refugios antiaéreos o a los sótanos medianamente preparados (o no) para guarecer a los ciudadanos. Lo que estuviera a la mano.

Aguantar el terror de escuchar los aviones, las bombas caer, las explosiones, pensar si la siguiente caerá sobre tu cabeza.

Y así por interminables horas. Hasta que otra sirena anunciara que este fin de tu pequeño mundo había terminado. Para salir y comprobar que tu casa estaba en pie, o que no lo estaba, que tus amigos seguían con vida, o no.

No lo imagino.

Esto me llevó pensar en tiempos y lugares más cercanos. En nuestra serranía peruana, cuando hace años y durante años los chicos malos (del bando que fueran) hacían de las suyas. En esos casos no había sirenas, ni aviones, pero si mucha bulla.

Y también mucho miedo. Demasiado miedo.

No lo imagino.

Para mí, eran noticias al día siguiente en un periódico o en televisión. Para otros, significaban el fin de su pequeño mundo. Debían dejarlo todo y correr a sitios más seguros, donde por lo general los recibían con desconfianza. Donde tenían que dejar su idioma natal y ser bilingües a la fuerza para evitar las burlas de los demás.

Y pasa en cualquier parte del mundo ahorita, pero no quiero mencionar sitios. Todos somos iguales, todos moriríamos de terror al ver que nuestro pequeño mundo cae ante nuestros ojos. Sin poder hacer nada. Tal vez casi ya sin poder llorar.

No lo imagino.

lunes, 24 de marzo de 2008

El placer robado

Me gusta caminar, y me gusta caminar por las calles de Lima.

Lo malo es que últimamente eso parece una misión imposible. Y no me refiero a los señores de transporte público (taxistas y choferes de combis) que están permanentemente al acecho de cualquier viandante para trastornarlo a punta de bocinazos como si así los (nos) convencieran de subirnos a su vehículo. No, yo me refiero a las obras que inundan mi ciudad en las últimas semanas.

Las primeras cuadras de la Av. Arequipa, una de las vías de entrada y salida del Centro, están cerradas en el sentido que va del Cercado a Miraflores. Vías alternas (frase de nuestra habla cotidiana), la Av. Arenales, Salaverry y Brasil. Ya se imaginarán lo que es llegar a las vías alternas. Igual suerte correrá el sentido inverso cuando terminen esta primera fase.

Las últimas cuadras de la misma Av. Arequipa... también cerradas. Y ahí sí en sus dos sentidos. Vias alternas: Petit Thouars, Atahualpa, Paseo de la República, y las que la imaginación de los conductores encuentre.

Ahora que menciono Paseo de la República, hace más de un año nos dijeron que iban a cerrar el pase de las unidades de transporte público por la Vía Expresa... por 10 meses. Todos los tremendos buses que van por debajo de la avenida, pasan ahora por la parte de arriba. El recorrido que antes tomaba 10 minutos, ahora con suerte nos toma el triple. Y lo más irónico es que nunca veo trabajadores avanzando en las supuestas obras que ya tienen dos meses de atraso.

Además, a finales de diciembre el alcalde de Miraflores tuvo la genial idea de refaccionar las primeras cuadras de la Av. Ricardo Palma. Los que conocen Lima, saben muy bien el movimiento comercial que esa zona soporta. ¿Se imaginan que al ajetreo navideño, con lo pesado que ya es, se le sume el hecho de que una avenida tan recorrida esté cerrada? Y hoy me enteré de que en esos días, una señora tuvo una fea caída a causa de los "escombros". Yo misma casi me fui de cara una vez por pisar una piedra.

Y eso que las avenidas cerradas que aquí menciono no son ni la décima parte de todas las que tienen el paso interrumpido por alguna obra, refacción, mejora o el nombre que le den a la circunstancia que motiva su cierre.

Si caminas por una calle estrecha, los taxistas te toman por una presa que debe ser acechada, perseguida y cazada. Y eso que ni los miro para evitar este tipo de situaciones.

Si vas por una avenida ancha, los cobradores te preguntan (algunos con mucha insolencia): "habla, ¿vas?", o peor, "¿hasta dónde vas?"... y la mitad de la gente no tiene ni la más mínima intención de subir a sus vehículos.

Como ven, me han robado el placer de caminar. Simplemente, ya no se puede.

Si manejas, tendrás mucha suerte si encuentras una vía fácil que no se le haya ocurrido antes a cientos de otros conductores que buscan por dónde llegar a su destino.

Dicen que unos meses de sacrificio a cambio de la modernización de Lima bien valen la pena. Espero que valga la pena.

Ojalá.

Porque Lima bien vale (más de) una misa... y meses de tránsito caótico.

jueves, 13 de marzo de 2008

Mar y cielo, en femenino

"Tiene tu pelo", fue lo primero que me dijo mi hermana el 27 de setiembre de 2007, cuando asomé la cabeza en su cuarto de clínica, pocas horas después del nacimiento de Marcela.

Tres simples palabras, que en nuestra familia significan tanto. Cuenta la leyenda familiar que tu abuelo se asomaba a mi cuna y me decía eso, regálame tu pelo... él, con su abundante e indomable melena, envidiaba mis ondas.

Y mira tú, dicen que tienes mi pelo, el que tu abuelo envidiaba. El abuelo del que te hablaremos para que lo conozcas y lo quieras, porque él a ti ya te conoce y te quiere.

Cuando te cargué por primera vez vi algo que nadie había percibido: tu diminuta barbilla partida, signo inequívoco de tu papá y de Claudia. No debe haber habido padre más feliz que él cuando le dije: "oye, mira, heredó tu barbilla partida".

Dos días después, ya en tu casa, me tenías cambiando tu primer pañal.

Ahora te veo sentadita. Te cargo y me sonríes mostrándome tus dientazos. Te carcajeas cuando me oyes entonar torpemente eso de "te quiero yo, y tú a mí". Porque te quiero, ¿sabes? Y mucho.

Algún día leerás esto.

Y algún día te contaré de cómo tu mamá me anunció que tenías mi pelo, de cómo le anuncié a tu papá que sacaste su barbilla, de cómo fue tu primer cambio de pañal (un poco caótico, para qué mentirte). Te contaré historias, como lo he hecho tantas veces con tu primo Gonzalo. Escribiremos tu propia historia. Responderé tus preguntas, que ojalá sean muchas, y espero tener siempre la respuesta a la mano.

Te contaré también que cada vez que puedo te asomo a la ventana, porque te encanta ver pasar los carros por la calle. Y de la vez en que te llevé a pasear en tu coche, haciendo malabares para que el sol no te diera de lleno en la cara.

De cómo la casa queda oliendo deliciosamente a Marcela cada vez que nos visitas. Y de tus "llamadas" telefónicas en cualquier momento del día, que algún día serán conversaciones reales.

Sobre todo, te contaremos todos de Tito, de la tía Angelita, del abuelo (el que quería mi pelo) y de lo importantes que son todos ellos en nuestras vidas de todos los días.

Marcela...

Mar y cielo, en femenino.

martes, 11 de marzo de 2008

Hey, también son humanos

Que levante la mano quien no se haya emocionado cuando anunciaron a Javier Bardem como ganador del Óscar hace pocas semanas. Será por lo de ser español que lo sentimos un poco más cercano que los demás candidatos, será porque nos despierta simpatía su nariz torcida, o será simplemente porque parecía un justo reconocimiento por haberle hecho lucir un peinado tan espantosamente feo.

Pero este post no se trata de Javier Bardem, sino de su madre, Pilar Bardem. No debe haber habido nadie más emocionado que ella, sobre todo cuando su hijo "pequeño" le dedicó su triunfo en castellano que pudimos entender sin la traducción. Al día siguiente vi en diversos programas españoles cómo celebraron el triunfo los compañeros que actúan con ella en la obra teatral "La sospecha" que representa en estos días en Madrid.

Después leí su declaraciones en la prensa, primero en tono serio, sobre lo orgullosa que estaba del logro de su hijo. Después, en tono un poco más jocoso, dijo que esperaba regresar a Los Ángeles en algún momento y "darle un beso a George Clooney, porque cuando lo vi el otro día me dije que este señor no puede ser de este mundo".

Opinión compartida, definitivamente, con varios millones de mujeres en el mundo.

Y después aseguró que se quedaría "con el respeto y el cariño que los actores de Hollywood han mostrado por Javier". Pero eso no es todo, porque recuerda cuando, en plena alfombra roja, se le acercó un hombre y le dijo "congratulations". Al levantar la mirada se dio cuenta de que era "el mismísimo Harrison Ford".

Indiana Jones, el mismo que viste y calza. Arqueólogo profesional y profesor a medio tiempo, pero en esta ocasión sin su cazadora de cuero, ni el látigo ni el revólver. ¡Qué bien!

Doña Pilar también es humana. Quiere darle un beso a George Clooney, porque dice que no es de este mundo. Le llama la atención que Harrison Ford la felicite. Se emociona con los logros de su hijo pequeño... aunque este logro sea nada menos que ganar un Óscar.

Y una que creía que, porque salen en una pantalla en la que podemos verlos eventualmente, son de una dimensión distinta a la nuestra. No... también son humanos.

viernes, 7 de marzo de 2008

Te veo...

Te veo a pocos metros de mí, pero siento que tienes el alma a años luz de distancia. Trato de leer en tus ojos lo que piensas, pero ellos casi nunca dicen nada. Nadie como tú para enseñar con el ejemplo eso de "la procesión va por dentro".

Trato de recordar otros tiempos, cuando tu risa fácil era tan común que no nos dábamos cuenta de que estaba ahí, ni advertíamos lo que valía. Se le extraña tanto.

Tanto dolor ha pasado que ya pesa sobre tus espaldas. Es tanto el sufrimiento que debes haber llegado a ese punto en que no puedes llorar simplemente porque se te acabaron las lágrimas. Y me siento inconmensurablemente avergonzada por perder la paciencia contigo, y más avergonzada aún porque no tengo el más mínimo reparo en hacértelo notar. Y tú, siempre con la comprensión y la sabiduría infinitas que solamente tienen los que han sufrido tanto como tú, no dices nada, guardas silencio, no reclamas, aceptas todo.

No es justo. No es justo tener alguien así de admirable tan cerca y perder la paciencia ante tus preguntas y tus pedidos de ayuda con cosas triviales.

Alguna vez vi una película cubana que se llamaba Nada... nada del otro mundo en verdad, salvo por una frase genial que hizo que verla valiera mil veces la pena: solamente quien ha llorado entiende las lágrimas ajenas. Yo, que he llorado, debería entender tus lágrimas, las que derramas por dentro, las que no salen... pero que siempre veo porque están ahí.

Trato de recordar otros tiempos, cuando tu risa fácil era tan común que no nos dábamos cuenta de que estaba ahí.

Se le extraña tanto.

De verdad que si.

sábado, 1 de marzo de 2008

El señor de los churros

En mis últimos años en la universidad, mis amigos y yo adquirimos la costumbre de comprarle churros a un señor que tenía (y todavía tiene) una carretilla en una esquina de la Av. Arequipa, en Miraflores, muy cerca de lo que alguna vez fue la Casa Marsano y a pocas cuadras del Colegio de Ingenieros del Perú.

Cuando pienso en esos días, recuerdo los churros como una de las delicias más grandes del mundo... aunque admito que la nostalgia de tiempos pasados puede contribuir con esa percepción. Y a pesar de ver al señor en la misma esquina vendiendo sus churros, nunca más volví a comprárselos. Quizá para no romper la magia, no lo sé.

Un día, hace poco más de dos años, iba camino al dentista, cerca de la Av. Aramburú. Cuando pasé frente al local de un organismo internacional que queda por ahí, vi al señor de los churros, en persona, delante de mí. Seguía vendiendo su mercadería, con una carretilla impecablemente pintada de blanco, como siempre, pero esta vez tenía signos distintivos de la Municipalidad de Surquillo.

Pensé que habría tenido problemas en Miraflores y que había mudado su negocio a Surquillo. En verdad, no hay mucha distancia entre ambos puntos. Me pareció lo más lógico y en verdad no le di más vueltas al asunto. Bastante tenía con la idea de la visita al dentista.

Exactamente dos semanas más tarde, en una nueva visita al dentista, vi al señor de los churros en su esquina tradicional de la Av. Arequipa... con signos distintivos de Miraflores en su carretilla. Me extrañó muchísimo, y mentalmente lo tildé de comodín, incluso de tránsfuga, por usar un término de triste recordación en nuestro Perú.

Mayor fue mi sorpresa cinco minutos más tarde, cuando vi al señor de los churros en la Av. Aramburú... con la carretilla llena de signos distintivos de Surquillo.

Lo miré detenidamente al pasar, me fijé atentamente en su cara y me di cuenta de que, si bien era enormemente parecido, no era el mismo señor. Era definitivamente su hermano, quizá hasta su gemelo.

Me reí sola, hasta ahora me río cuando lo recuerdo.

Nunca me he animado a preguntarle a ninguno de ellos acerca de esto. Pero ahí siguen los dos, poniendo sus churros recién hechos en mini bolsitas de papel, cada uno en su respectivo lugar de siempre.

Si pasan por alguna de esas esquinas, no duden en comprarles churros. Y si se animan a preguntarle a cualquiera de ellos por el otro, por favor, cuéntenme qué responde.