domingo, 28 de enero de 2018

Milagro de San Judas

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Imagínate un pueblito de provincia en la década de 1940. Imagina que en ese pueblito debía haber, a la fuerza, una o varias costureras que se encargaran de confeccionar la ropa a los demás habitantes del lugar, sobre todo, a las mujeres.

Tomemos a una de esas costureras. No solamente era conocida porque se encargaba de los vestidos de muchas de sus amigas, y vaya que tenía amigas. También era conocida por ser amable, atenta, por preocuparse de los demás. Ella y su esposo eran padrinos de prácticamente todos los niños del pueblo.

Esta costurera amable, atenta y preocupada por los demás, a quien llamaremos Rita, era casi autodidacta de la costura. Lo más admirable era que podía sacar los modelos con verlos en una foto, prácticamente sin molde o patrón que guiara su mano, y su pie, cuando cosía.

Con el producto de sus costuras ayudaba en la economía de su casa. Si bien no pasaban estrecheces, un extra nunca viene mal.

Entre encargo y encargo, mientras tomaba medidas y decidía con la clienta en qué modelo de vestido quería transformar la tela que le entregaban, imagina horas de largas conversaciones entre risas y confesiones. Ya sabemos eso de "pueblo chico, infierno grande".

¡De cuántas cosas se enteraría Rita en esas sesiones de toma de medidas!

Un día, llegó una señora a encargar un vestido. Le habían mandado de regalo una tela fina, muy cara, muy bonita, para que se hiciera ropa especial para el matrimonio de su hija. Emocionada, feliz llegó a la casa de Rita con la preciosa tela. Entre las dos, eligieron el modelo y fijaron el plazo para la primera prueba.

Llegó el día de la prueba, y todo marchaba sobre ruedas. Fijaron fecha para la prueba final y probable entrega. Todo a tiempo para el matrimonio.

Ya cuando Rita había cosido definitivamente la tela, cuando ya había retirado los hilos provisionales que siempre usaba como guía, procedió a hacer los cortecitos que siempre hacía en sus obras, Un corte mínimo en el punto exacto donde la cintura se ensancha para dar paso a la cadera, esa parte donde es imposible disimular que algo sobra. Esos cortecitos eran casi el estilo personal de Rita...

Agarró la tijera, la colocó con cuidado en el lugar preciso y la cerró. Notó para su horror que, sin saber cómo, le falló el cálculo y que terminó cortando más de la cuenta. El vestido quedó con un hueco. A la hora de que la clienta se pusiera el vestido del cual estaba tan orgullosa, se abriría un agujero indiscreto que dejaría ver sus carnes.

Pobre Rita, cómo se habrá desesperado. No tenía cómo solucionarlo. Ni siquiera podía comprar otro trozo de tela y rehacer esa parte porque la clienta no la había comprado en ese pueblo.  Pedirle a la clienta que rebajara esa parte de su anatomía tampoco era opción. Después de llorar y lamentarse, Rita recurrió a quien nunca le fallaba. Así fue que comenzó a rezarle, a implorarle a San Judas Tadeo, el santo de las causas imposibles.

No pudo rezar mucho, pues la fecha fijada para la segunda y definitiva prueba era esa tarde. No había más remedio que contarle la verdad a la clienta, a riesgo de perder mucho más que el pago por su trabajo.

Con el corazón acelerado y al borde del llanto, le abrió la puerta a la clienta cuando llegó a su prueba. Con la cabeza gacha, Rita estaba empezando a murmurar las explicaciones casi sin voz, cuando la clienta le dijo emocionada: "Señora Rita, ¡no sabe lo que me ha regalado mi hija!", mientras sacaba de su cartera algo que Rita no logró distinguir bien.

Era una faja que ayudaría a la clienta, la madre de la novia, a tener una mejor figura en ese día especial. "Va a tener que meterle al vestido para que se ajuste a mis nuevas medidas", anunció la clienta con ojos traviesos, en medio de risas.

La clienta contaba lo feliz que estaba por la faja, pero Rita no la oía. Estaba recuperando el aliento y tratando de dejar de temblar. Entonces volteó a darle las gracias por el milagro concedido a San Judas Tadeo. Desde lejos, el santo patrón de las causas imposibles pareció asentir levemente.

lunes, 22 de enero de 2018

Recordando reglas de tránsito para peatones

Hoy tuve dos largas caminatas, lo que me dio la oportunidad de comprobar, una vez más, que los peatones también deberían tener reglas. Entonces recordé esta entrada sobre reglas de tránsito para peatones que publiqué hace cinco años ya.
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Definitivamente, creo que debe haber reglas de tránsito para peatones. Lo considero justo y necesario.

Las personas que caminan lento tienen todo el derecho de caminar lento... lentísimo si así lo quieren. Y nadie debe apurar su paso. Pero las personas que caminan lento no tienen derecho a retrasar a los que caminan más rápido. A los que caminamos más rápido.

En nuestras pistas, el carril derecho es para la marcha a menor velocidad. Imagino que en los países con circulación inversa, como en Inglaterra, el carril para la marcha a menor velocidad es el izquierdo. Sea como sea, los autos que avanzan sin apuro tienen un lugar previamente establecido por donde deben ir.

Lamentablemente, no ocurre lo mismo con las personas.

Imaginemos una situación cualquiera. Vas caminando por la calle a buen paso y sin problemas hasta que te topas con un andante lento. Qué fácil sería poder rebasarlo por cualquiera de los lados, pero no se puede, pues resulta que el 99.99% de los andantes lentos avanzan trazando trayectorias en zigzag. Entonces, cuando llega el segundo de oro, el instante en que (¡por fin!) vas a poder dejarlo atrás adelantándolo por la izquierda, el buen señor, casi intuyendo tus intenciones, cambia de rumbo y emprende la marcha exactamente por donde lo ibas a pasar, en la exacta décima de segundo en que esa absurda competencia sería cosa pasada.

Otros son los que caminan con paso cansino en pares, o (¡peor!) en grupos. En esos momentos, la famosa melodía de Lalo Schiffrin resuena dentro de mí con un volumen que aumenta a cada paso. En ese momento, me quedan dos opciones: esperar con paciencia que el par o el grupo tome un rumbo diferente o bajar a la pista y adelantarlos por ahí.

Casi siempre elijo la segunda opción. Y los andantes lentos casi nunca se dan por enterados.

Por si acaso, no crean que cuando hablo de andantes lentos me refiero a personas mayores. No, absolutamente no. Casi siempre son muchachos que parece que nacieron cansados porque se toman su tiempo para todo... pero seguramente son incapaces de esperar más de dos segundos para recibir una respuesta a un mensaje de chat. Ahí sí quieren todo veloz.

De más está decir que, una vez que logras pasar al andante lento, muchas veces te viene con la preguntita: "¿estás apurado?". No saben cuántas veces he debido reprimir la tentación de retroceder lo que tanto me costó avanzar y decirle "sí" y seguir mi camino sin lentos por delante.

jueves, 11 de enero de 2018

Caja de sorpresas en un taxi

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Alguien que lee este blog asiduamente me hizo llegar esta historia. La publico aquí con su autorización.
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Salí temprano de casa y tomé un taxi para ir a realizar un trámite. Mientras íbamos avanzando, el taxista, un señor gordo y muy sonriente, me dijo de pronto: "señora, reconozco su perfume, solamente lo venden en una tienda". A continuación, me dijo la marca y el lugar exacto de venta del perfume.

Me quedé muy sorprendida porque esa colonia es poco conocida, no se encuentra en farmacias ni centros comerciales y efectivamente, hay que ir a buscarla a un lugar especial que, felizmente, me queda cerca de casa.

¿Cómo sabe eso?, le pregunté. "Porque tengo buen olfato", me dijo. "Ah, y también tengo buen oído", agregó. "Mire, yo he tocado con Paco de Lucía". Luego, en un celular buscó y dejó escuchar una guitarra como la del famosísimo guitarrista español del flamenco. Vi la imagen y el que tocaba era el taxista, con menos años de edad.

El hombre me siguió contando: "También he tocado con Óscar Avilés", con evidente orgullo al mencionar a quien es considerado el mejor guitarrista de música criolla peruana. Volvió a buscar en el celular y comenzaron las inolvidables notas de esos valses que están en el ADN de todos los peruanos. Con ese especial acompañamiento, el taxista se puso a cantar y yo, por supuesto, me contagié del entusiasmo musical y canté también el vals que tocaba la guitarra del gran Óscar Avilés.

Así, en un viaje totalmente fuera de lo común, con sorprendente conversación y buena música, llegó el taxi a mi destino. Terminó el viaje, nos despedimos y vi partir al señor gordo muy sonriente y agitando la mano.

Así fue que una mañana gris de verano se pintó de perfumes, canciones y recuerdos.