miércoles, 23 de octubre de 2019

Historia incompleta

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Un domingo cualquiera paseas por el malecón que está a una cuadra de tu casa. El lugar está lleno de gente que va y viene, niños que corren, saltan, juegan y gritan. Y turistas, muchos turistas, fácilmente distinguibles porque van por todos sitios con la cámara en la mano, con el plano de las calles en la mano. Y si no están muy lejos, los distingues por la manera de hablar.

No hay un solo espacio en el que no haya movimiento, colores, alegría  con el mar de fondo. Es un animado domingo como tantos otros domingos.

Mientras vas caminando, se te acercan tres chicas. Tienen alegría en la cara, se nota que están contentas con lo que hay a su alrededor.

La más alta toma la palabra y te pregunta si vives por ahí. Le dices que sí y preguntas si las puedes ayudar de alguna manera. La misma chica pregunta cómo llegar a un sitio grande y conocido que queda cerca. Les indicas en el plano que estaban usando sin mucho éxito.

De repente, la que está más lejos, la que se ha limitado a mirar en silencio y no ha hablado nada en todo el intercambio de preguntas e indicaciones, se acerca. Te mira sonriente y te dice: "me encantan tus aretes".

Te llevas la mano a las orejas para ayudarte a recordar qué aretes tienes puestos. Al tacto los reconoces: son cuadrados con varias rayas paralelas de colores. Son vistosos. Son alegres. Sí, son bonitos.

Tomas una decisión de la que sabes que no te vas a arrepentir. Te quitas los aretes, las tres amigas, intuyendo lo que está a punto de pasar comienzan a decir "no, no". Igual, extiendes la mano con el par de aretes y le dices: "son tuyos".

El primer impulso de la chica es seguir negándose a recibirlos. Le insistes, y entonces los acepta con una sonrisa enorme en la cara. Las dos amigas tienen una sonrisa igual de grande. En una confusión de voces agradecen el regalo, la destinataria de los aretes se los pone de inmediato sin dejar de agradecer una y otra vez.

Te abrazan, las abrazas. Dicen que estaban contentas con su visita, pero ahora se van felices y encantadas con tu país.

Cada quien sigue su camino. Todo el intercambio no ha durado más de dos minutos. Te alejas  con una cierta satisfacción y sin dejar de preguntarte cómo seguirá la historia, qué comentarán entre ellas, qué contarán entre su gente al volver a su país, cómo se sentirán ante un giro tan inesperado luego de un simple elogio a unos aretes dicho una tarde de domingo en un lugar desconocido lejos de su hogar.

Nunca lo sabrás.

miércoles, 9 de octubre de 2019

El misterio de los zapatos

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La mujer llegó temprano a su práctica de baile. No le gusta llamarla clase porque no es que aprenda propiamente. Practica baile como una manera de alejar las tensiones propias de la vida diaria, del trabajo, de la casa. De todo.

Como dicen las reglas del lugar, no puede entrar al salón de baile con los zapatos que se usan en la calle. Al llegar, todos deben descalzarse y entrar con medias o con calzado especial como el que se usa en el ballet.

Pero esto no es ballet. Lo que practican aquí son bailes en parejas, bailes de salón. Lo de bailar descalzos es además una protección contra los pisotones.

De su casa fue caminando al lugar. No tenía prisa, tenía tiempo. Iba con ropa cómoda, remataba el atuendo con unas sandalias que reciben el nombre de chancletas, chanclas o chalas según el país.

Dejó su calzado en los casilleros habilitados para tal fin a la entrada del salón de baile. Una vez adentro, se puso sus zapatos especiales tipo ballet. Apagó su teléfono y esperó a ver con qué estilo los sorprendía la profesora y quién sería su pareja ese día, muy decidida a disfrutar el baile y nada más.

Así pasaron dos horas. Dos horas que volaban. Volaban las horas mientras sus pies se deslizaban al ritmo de la música, atenta siempre a los pasos, a los giros, a las indicaciones de la profesora. Unas veces todo salía bien. Otras, no tanto. La diferencia la hacía la pareja, si el elegido bailaba tan bien como ella, el resultado era perfecto.

Pero nunca se dejaba frustrar por una pareja torpe. Ella iba a pasarlo bien.

Se acercó a donde se dejaban los zapatos. Como siempre, un pensamiento cruzó su mente: "¿y si alguien se había llevado sus zapatos por error?", pensamiento que siempre terminaba descartado pues sus zapatos estaban ahí, esperándola.

Cuando se agachó a buscarlos, no los vio. Revisó en todos los casilleros, por si alguien los hubiera movido de lugar.

Nada.

Preguntó en la oficina si los había dejado ahí, aunque sabía que la respuesta sería no.

Y fue no.

Esperó a ver si los veía en pies ajenos.

Nada.

Se resignó a ponerse el último par que quedó solitario. Se parecían a sus sandalias, pero no eran. Ni siquiera eran de su tamaño.

Por más que averiguó, por más que preguntó, por más que esperó su calzado nunca apareció.