jueves, 30 de abril de 2009

Las cajas rápidas

La historia es conocida: vas a un supermercado o autoservicio a comprar algunas cosas, no muchas porque vas a regresar caminando a tu casa y sería difícil hacerlo cargando mucho peso. Escoges lo poco que vas a comprar, lo pones en la canastilla y vas a la caja a pagar.
A la caja rápida, por supuesto.
Las cajas rápidas se distinguen desde lejos, unos carteles muy grandes las anuncian, ya sea con un "atención exclusiva para canastillas", "máximo 10 productos" (como en la foto del comienzo del post) o "máximo 5 productos".
Y es acá donde muchas veces la cosa es todo menos rápida.
Porque si la regla es "atención exclusiva para canastillas", te vas a encontrar con más de uno que atiborra la canastilla hasta más no poder solamente para cumplir con el requisito de no tener todo un carrito lleno de compras. Pero bueno, al menos este cliente está cumpliendo la regla estrictamente.
Si la regla es "máximo 10 productos" no falta el que pone (muchas) más de 10 cosas con tal de evitar ir a una caja normal, o sea, una caja no-rápida. Alguna vez le pregunté a una cajera qué hacían con alguien que se aparecía con más productos del límite establecido, y la respuesta fue "no podemos hacer nada, mientras no venga con todo un carrito lleno".
Claro, como el cliente siempre tiene la razón.
Igual pasa con la regla de los 5 productos. Acá es más fácil detectar a los que la incumplen porque es fácil contar 5 productos en las canastillas de los que van delante de ti... y no es que yo lo haya hecho alguna vez.
Cada pocos productos, un procedimiento de registrar los artículos, pago en efectivo, entrega de vuelto y adiós. O de registrar los artículos, pago con tarjeta, verificación de firma con el DNI, pregunta de rigor "¿en cuántas cuotas?", firma de voucher y adiós. Y ahí se acabó la rapidez.
A veces pasa que todo es perfecto con las personas que te preceden en la cola: no hay más de 10 ni de 5 productos en la canastiila, todos pagan en efectivo, todo pasa como por un tubo. Hasta que se cumple la inefable Ley de Murphy: la persona que está delante de ti se "olvidó" de pesar la fruta que lleva (aunque en algunas tiendas la balanza está en la misma caja) y debe ir corriendo a hacerlo, mientras tú esperas con toda tu paciencia. O el código de la única bolsa que lleva la única señora que estaba en la cola no coincide. O algo similar. Mientras tanto, ves con cierta envidia cómo las otras colas más largas que la que elegiste van avanzando.
La paradoja de la caja rápida. Me ha pasado más de una vez.

jueves, 23 de abril de 2009

La cultura del sello

A comienzos de abril, preparé un informe para la empresa E. La sede de la empresa queda en las afueras de Lima, y con la finalidad de ahorrarme el viaje hasta allá, el abogado que me encargó el informe me hizo el gran favor de recoger mi recibo de honorarios para llevarlo él mismo. Por supuesto, se lo agradecí mucho.

Pasados unos días, me llamó este abogado y me dijo que podía acercarme a cualquier agencia del banco B para cobrar los honorarios por mis servicios. Es un sistema que tienen desde hace años: uno va a cualquier agencia de ese banco, presenta el original y una copia del comprobante de pago (en mi caso, del recibo de honorarios profesionales), más original y copia del DNI y hace efectivo el cobro.

Cuando me dijo eso, por un brevísimo momento me asaltó el temor de que en el banco me pusieran problemas. Como él se había llevado el recibo y no me había sellado la copia que me corresponde como emisora, no había constancia física de la entrega. Pero deseché el pensamiento diciéndome: "si la empresa E autoriza el pago, el banco B no tendría por qué negarse al pago por la falta de un sello".

Con las copias que necesitaba me fui caminando al banco B a una cuadra de distancia. Saqué el ticket que me correspondía como no cliente del banco B, donde siguiendo ese infame sistema que han instalado casi todos los bancos, el "no cliente" es la última rueda del coche, el que debe esperar a que atiendan primero a los clientes VIP, luego a los clientes sin preferencias para recién pasar a los plebeyos, los no clientes.

Por fin llamaron a mi número y con todos mis documentos me acerqué a la ventanilla:
- Buenos días, señorita. Vengo a cobrar un recibo por honorarios –dije, mientras estiraba la mano con la copia y original del recibo.
- Buenos días –me respondió la cajera, y comenzó a digitar algún número en su computadora–. Uy –dijo a continuación, lo que me hizo contener la respiración durante el tiempo de su pausa–, su pago está en el sistema pero no se lo puedo hacer efectivo porque a su recibo de honorarios le falta el sello de la empresa E.
Era una respuesta que ya había anticipado, pero no por eso era menos molesta.
- Entiendo señorita –le dije–, pero si la empresa E ya dio el visto bueno al pago, y créame que son muy estrictos con este tema, el banco B no debería poner objeciones.
- Lo que pasa es que no podemos hacer efectiva ninguna orden de pago si el comprobante de pago no tiene el sello que diga RECIBIDO.
Como evidentemente era inútil discutir, salí de ahí y llamé a mi amigo para decirle lo que había pasado y que tendría que ir a su oficina a que me pusiera el sello de recibido. Me dijo que si yo prefería, él pasaba al día siguiente a recoger mi recibo, sellarlo y devolvérmelo al día subsiguiente. Serían demasiadas molestias, le dije.

La cosa se resolvió de la manera más simple, que no es necesariamente la más fácil: fui hasta la empresa E, fui a buscar a mi amigo, quien hizo que sellaran el recibo con la fecha de su emisión (comienzos de abril) y regresé al mismo banco, una hora más tarde. Esta vez cobré sin ningún problema.
Sé que tampoco hubiera servido de nada que el recibo hubiera tenido la firma del abogado que se lo llevó para tramitarlo. Y eso que un sello es mucho más fácil de falsificar que una firma.
La cultura del sello es la que impera. De eso no hay duda.
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Acaba de publicarse el nuevo reglamento de tránsito del Perú, que contiene una serie de sanciones bastante duras, sobre todo para aquellas personas que causen accidentes de tránsito al manejar "bajo los efectos del alcohol". Hay conductas que se sancionan con el retiro de la licencia de conducir de por vida. Yo me pregunto: si a alguien no le importa nada y maneja "bajo los efectos del alcohol", ¿le va a importar acaso que le retengan el brevete? ¿Y qué hay de aquellos que manejan sin tener brevete? He escuchado muchas entrevistas y opiniones en los últimos días, pero este es un punto al que nadie se ha referido.

Es posible que estas sanciones tengan efecto disuasivo, pero en un medio en el que las personas cruzan las pistas corriendo debajo de los puentes peatonales y se suben a buses interprovinciales que no cuentan con las más elementales medidas de seguridad, no creo que la solución más efectiva sea hacer que las normas contengan sanciones más severas.

jueves, 16 de abril de 2009

El loco de la calle

En Lima, e imagino que en otras ciudades, la gente llama "locos" a esos seres despojados de todo que vagan por las calles buscando alimento, monedas o quizá otras cosas, que por su solo aspecto asustan a cualquiera.

Por mi casa hay un loco, pero creo que de loco tiene solamente la denominación común.

Lo había visto muchas veces deambulando por las calles por donde vivo. Más de una vez me di una vuelta completa a la manzana huyendo de él, porque su aspecto de verdad asusta: ropa más que cochina, descalzo, los pelos yendo por cualquier lado. La viva imagen del cuco con que se amenaza a los niños.

Un día advertí su presencia cuando lo tenía a pocos pasos de distancia, él iba delante de mí. Sigilosamente, crucé la pista para poner distancia de por medio. Voltée a verlo, y lo que vi me dejó llena de asombro y mucha vergüenza: se abrió la reja de la casa por donde él estaba pasando, y una señora le entregó a una niñita de no más de 2 años un plato con comida y le dijo que se la entregara al hombre. La niña cumplió el encargo con una sonrisa enorme, sin el menor ápice de miedo. El hombre agradeció a la señora con un movimiento de cabeza. Si dijo algo no lo sé porque desde la seguridad que me daba la distancia no podía escucharlo.

Entonces -me dije-, no será tan loco ni tan temible si esta señora le encarga a una niña tan chiquita que le entregue comida. Ni la mujer ni la niña mostraron el menor miedo.

A los pocos días de este episodio caminaba yo por esa misma calle y cuando me di cuenta, el loco iba por la vereda del frente. Para mi horror, empezó a cruzar la pista hacia donde yo estaba, era evidente que venía directo a mí... y yo no tenía hacia dónde escapar. Así que me resigné a mi suerte.

El loco se me acercó y mirándome a los ojos me dijo: "Yo me he dado cuenta de que usted se escapa cuando me ve. Yo no hago nada, lo único que quiero es algo para comer."

Al recordarlo vuelvo a sentir lo que sentí ese día. Una mezcla de vergüenza, asombro, curiosidad y más.

Desde ese instante dejé de tenerle miedo. Cuando me lo cruzo, le doy una moneda, que él siempre recibe con una sonrisa, mientras me agradece muy claramente. Hubo una vez en que, minutos después de haberle dado una moneda, me lo crucé varias cuadras más allá. Me estiró la mano, pero cuando me reconoció dijo sonriendo: "Ah no, ya no".

Otra vez que me lo crucé no tenía ni una monedita para darle, así que le di el caramelo que tenía en la mano. Me lo recibió diciendo: "Aunque sea esto, gracias, qué rico".

Alguna vez, después de uno de estos encuentros, un peatón me preguntó si yo no les tenía miedo a los locos. "A los locos si, pero a él, no", le respondí.

Nunca lo veo con las manos vacías. Siempre tiene algo de comida: a veces es un pan, a veces un recipiente, otras veces fruta y casi todas las veces un vaso con algo caliente.

A veces desaparece por semanas. Cuando reaparece le pregunto dónde ha estado, y siempre me dice que "en la playa". Yo le contesto con un "ahhh", como si entendiera qué significa eso. Le entrego la moneda de rigor, me agradece con la mueca que es su sonrisa y cada uno sigue su camino.

Ahora hasta me siento mal de llamarlo "loco".

jueves, 9 de abril de 2009

A llorar al río, al parque o a donde quieran

Quise dejar pasar unos días después del papelón que la selección peruana de fútbol ha perpetrado en estas eliminatorias a la Copa Mundial de Sudáfrica 2010 para hablar con la cabeza fría.
Empiezo diciendo que de fútbol no sé nada. No entiendo qué es la trampa del offside, menos aun qué es un offside (ya sé que es lo mismo que posición adelantada, no me aclara en nada el concepto), ni cómo pueden los entendidos apreciar qué es un juego por derecha... o por izquierda. Así que desde ya soy consciente de que me arriesgo a decir puras paparruchadas. Pero de todas maneras voy a decir lo que siempre he pensado que debe hacerse con el fútbol peruano, o de cualquier otro país al que se le pueda aplicar.
De lo que si sé es de la rabia que da ver que la selección de fútbil de mi país no levante cabeza. Y saber que, aun en el improbable caso de clasificar a un mundial, haríamos un triste papel que más valdría evitarnos.
Acá va mi propuesta, que lanzo aguantando la respiración, con la lógica actitud que tomaría cualquiera que sabe que se está metiendo en honduras. Y sin necesidad alguna además. Es una propuesta que sería válida para el 2018, ni siquiera para el 2014. En eso coincido con Nolberto Solano, Ñol para los amigos.
Lo primero sería contratar a una legión de cazatalentos, cuyo trabajo consistiría en pasearse por todos los colegios y todas las canchas y canchitas del Perú para evaluar a los niños nacidos entre 1998 y 2000. Luego de seleccionar a los mejores, y previa autorización por escrito de los padres de los niños, estos cazatalentos los reunirían a todos en un enorme complejo construido para tal fin. El compromiso sería darles educación, alimento, hospedaje y servicios médicos a cambio de que estos niños formen varios equipos de fútbol, que entrenarían tan intensivamente como fuera necesario, obviamente sin entrar en la explotación y el abuso.
Sería una especie de dedicación exclusiva, casi como la que tuvo el voley peruano en sus épocas de oro que todos recordamos y añoramos.
Luego el 2016, primer año de las eliminatorias para el mundial 2018, tendríamos no 11 jugadores, sino muchos más, todos debidamente entrenados y capacitados, afiatados como un conjunto cohesionado. Todos con perfecta capacidad de jugar a la altura de las circunstancias, y sobre todo, como equipo.
No quiero defender a ninguno de los implicados en el desastre de las últimas campañas, pero no creo que se pueda conseguir un equipo con jugadores que se reúnen tres días antes del partido y que apenas se conocen, sin dejar de mencionar el jet lag tremendo con el que deben llegar.

Estos niños, que ya no serían niños en 2016, tendrían como trabajo ser jugadores de la selección peruana de fútibol. Con un contrato que garantice una temporada larga en ese puesto, obviamente remunerado como debe ser. No para que se luzcan en un partido o dos y terminen yéndose a jugar a un equipo europeo en donde terminan sentados en la banca. No para que se compren el carro más caro que encuentren y menos para que vengan a pasearse por todas las discotecas que encuentren a su paso, por supuesto, bien rociados.

No... sino para que jueguen por la selección del Perú durante un periodo de cinco años, entre sus 18 y 23 años. Llegado ese momento quedarían en total libertad de elegir entre desarrollarse profesionalmente en el Perú o en el extranjero, pues con seguridad más de un club los querría contratar. Llegado ese momento, una nueva generación les tomaría la posta.

Así tendríamos un equipo y no solamente 11 individualidades, con jugadores que no se le creerían a la primera, que tendrían la cabeza bien puesta sobre los hombros y, sobre todo, con una alta autoestima por el trabajo bien desempeñado.

Dice esto una persona que de fútbol no sabe nada, que ha crecido oyendo a ritmo de polka el grito que ha venido repitiendo la afición por demasiados años. Pero que si sabe que quiere ver a la selección de su país en un campeonato mundial con una buena opción de pasar, cuando menos, a la segunda ronda.

Total, soñar no cuesta nada...

jueves, 2 de abril de 2009

La dimensión desconocida

Hace algunas semanas, tuve dos encuentros con la dimensión desconocida. Hasta ahora no me puedo explicar cómo pasaron dos cosas que me pasaron.
La primera fue en mi casa. Estaba leyendo mi libro de "Leyendas urbanas", una mañana cualquiera, en ese breve lapso en el que me siento a leer con toda la tranquilidad del mundo, minutos antes de salir a enfrentar la rutina diaria. Estaba sentada en el sofá de la sala, con el libro puesto sobre un cojín que estaba en mi regazo. Al abrir el libro para empezar a leer, dejé el marcador del libro a un lado, como hago siempre.
Cuando dio la hora en que ya tenía que salir, busqué el marcador con la mano, sin mirar, como hago siempre. No lo encontré. Miré entre las hojas del libro. No estaba. Busqué debajo del cojín, debajo de los cojines del sofá. Nada. En el piso. Tampoco.

Como los minutos pasaban, opté por marcar la página con cualquier cosa y salí, con la idea de buscar con más calma después.

A mi regreso en la tarde repetí la operación, sin éxito. Arrimé el sofá para buscar debajo del sofá. Adivinaron... nada. Miré por todos los sitios por los que había caminado esa misma mañana, sabiendo muy bien que yo me había sentado a leer, había sacado el marcador ya sentada y me había levantado a la hora de irme. No me había ido a ninguna parte con el libro.

A los pocos días se llevaron las alfombras para limpiarlas. Aproveché la ocasión para ver más a fondo.

Nada.

No es que sea un marcador muy importante. En verdad son dos marcadores, que compré cuando estaba en la universidad, en los años noventa. Uno se quedó dentro de mi Código Civil, marcando la página que estuviera estudiando en ese momento. El otro quedó para marcar la página del libro que estuviera leyendo. Tenía años marcado la página de mi lectura, y de repente desapareció.

El otro episodio fue con una lista de compras. Me iba a hacer unas compras, y en el momento en que transponía la entrada de la tienda, saqué el papel de mi bolsillo y lo desdoblé para tenerlo en la mano mientras recorría los pasillos. Agarré un carrito con el papel en la mano, avancé dos pasos... y el papel ya no estaba en mi mano.

Desanduve mis pasos, que no eran muchos porque había avanzado muy poco desde que saqué el papel del bolsillo. Incluso salí de la tienda hasta la calle, miré a mi alrededor buscando con la mirada el papel con la lista de compras. No era un papelito, era una hoja de cuaderno, ya desdoblada, suficientemente grande como para poder verla desde lejos.
Nada.
Felizmente recordaba gran parte de lo que estaba apuntado ahí. Me olvidé de dos o tres cosas, pero no eran de las más urgentes felizmente.
Todo esto me hizo recordar a las veces en que he buscado algo por horas, para terminar encontrándolo en un sitio en el que ya había buscado y mirado más de una vez. Y de los zapatos nuevos que mi mamá perdió una vez, de la manera más inexplicable posible.