miércoles, 28 de febrero de 2018

Entre máquinas

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Este relato me lo mandó alguien que conozco y, a su pedido, lo publico en este blog.
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Miro a la niña de 10 años, escribiendo en el celular de su mamá con los pulgares. Los deditos se mueven velozmente sobre el alfabeto desplegado en la parte inferior del aparatito. Y ya está. Envió su correo o su WhatsApp.

Y yo pienso... tenía ocho años cuando mi papá me enseñó a escribir a máquina con los diez dedos. A S D F G (mano izquierda) Ñ L K J H (mano derecha). Y luego el resto del teclado, con las letras ocultas con papelitos pegados para no hacer trampa.

Por escribir muy rápido a máquina conseguía trabajos fácilmente. Era experta en hacer cuadros y listas. Llegué a trabajar en una máquina a la que llamábamos "la pulguita", porque tenía caracteres muy chiquitos y permitía colocar más columnas, ideal para balances de contabilidad. 

Había concursos de "la mecanógrafa más rápida del año". Aunque, a decir verdad, nunca me animé a concursar.

Todo eso quedó, literalmente, en el siglo pasado. Las máquinas de escribir, son reliquias históricas. Solo se necesita la punta de los pulgares para escribir y enviar mensajes. En verdad, todo es más fácil ahora y ya es tiempo de adaptarnos a nuestra realidad.

Pero no puedo evitar sonreír y lanzar un suspiro cuando veo que la niña de 10 años envía sus mensajes por WhatsApp, con fotos además, como la cosa más normal y fácil del mundo.

No sabemos que vendrá después, a lo mejor bastará con pensar en alguien y zas, le envías un mensaje telepático. ¿Será?

Te invito a leer mi más reciente publicación en Global Voices. Vaya si el fútbol genera pasiones en el Perú.

domingo, 18 de febrero de 2018

Boccato di cardinale

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En la Lima de la década de 1950, había un grupo de universitarias venidas todas de provincia. Vivían en Lima solas, sin su familia, en una pensión estudiantil regentada por monjas. No era una casa, es verdad, pero al menos estaban acompañadas, casi todas estudiaban en la misma universidad, por lo que iban y venían juntas a clases.

Las chicas tenían una rutina bastante parametrada, pues se levantaban temprano, y tomaban desayuno temprano. Si por alguna razón se retrasaban al desayuno, debían tomarlo frío pues no habría nadie dispuesto a calentarlo, ni a servírselo especialmente cuando ya las demás se hubieran ido. Igual era en la noche, debían llegar antes de las 9:00 pm o se quedarían a pasar la noche fuera. Era lo que decía pero nunca averiguaron, porque nunca ninguna llegó después de esa hora.

Pero que no se crea que las chicas lo pasaban mal. Esa convivencia forjó fuertes lazos de amistad que continúan hasta la fecha.

En esas idas y venidas, las chicas recorrían el barrio cercano a su pensión. Sabían qué tiendas tenían cerca y conocían quienes atendían ahí.

Sobre todo en la panadería.

El panadero del barrio era un italiano emprendedor que, supongo yo, vino de su país natal después de la guerra. Me pregunto cómo habrá sido su camino y cómo terminó aquí, pero esa historia no es motivo de estas líneas.

El italiano atendía solo su negocio, que era un negocio más de los varios que servían al barrio. Pero dejó de ser un negocio más cuando el hermano del panadero llegó de Italia a trabajar con él.

El nuevo italiano del barrio alborotó a las chicas de la pensión, que de la noche a la mañana desarrollaron un creciente gusto por el pan recién horneado, y por el 1.80 m, los ojos azules y el pelo rubio que iba detrás del pan. Por la manera en que describen al entonces recién llegado, fue comprensible el alza en las ventas que tuvo la panadería. De un momento a otro, se convirtió en parada obligada de las universitarias pensionistas en su camino de ida o vuelta de clases.

El pan era lo de menos, lo importante era echar un vistazo al dios del Olimpo romano que había aterrizado en su vecindario. Bueno, el pan era lo más importante, pues era la excusa para cruzar poco más de tres palabras con este Apolo, un diálogo corto por su propia naturaleza y porque el limitado conocimiento de la lengua castellana del panadero no permitía más.

A ellas, eso les bastaba.

Las universitarias terminaron sus carreras, algunas regresaron a su lugar de origen, otras se casaron y algunas más se fueron del país. El hecho es que de ese grupo, ya ninguna quedó en la pensión y le perdieron la pista a las calles por donde habían caminado durante años, italiano incluido.

Años después, muchos años después, una de esas universitarias supo que un compañero de trabajo vivía frente a la antigua pensión que la albergó a su llegada a Lima. Con curiosidad, preguntó por la pensión, y la respuesta fue que seguía recibiendo a estudiantes de provincia.

Se acordó del Apolo que había hecho que ella y sus amigas se aficionaran tanto al pan en esos años, y preguntó si el negocio seguía por ahí. No se aminó a preguntar directamente por el italiano de sus recuerdos:
- Claro, es donde compramos el pan nuestro de cada día. El dueño es un italiano mal hablado que debe pesar como 200 kilos --respondió el hombre entre risas.

viernes, 9 de febrero de 2018

La mirada indiscreta

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Otra vez llegó tarde a clases. Ya casi a mitad de carrera, podía contar más las veces que llegó a tiempo que las veces que llegó tarde a la clase de las 7 am. Vivía a menos de diez minutos de la universidad, y sin importar lo que hiciera, le era imposible llegar a tiempo. Admitía con vergüenza que no entendía cómo otros que debían atravesar media ciudad lograban estar en clase puntualmente, mientras que para ella era misión imposible.

Esa mañana de martes de invierno entró, buscó el primer lugar vacío que encontró hacia la mitad del salón, no muy lejos de la puerta. Sin hacer mucho aspaviento se sentó. Miró el reloj, la clase había empezado hacía casi 20 minutos.

Empezó a mirar a un lado y al otro a ver si lograba captar la atención de alguna cara conocida, alguien a quien pedir con señas que le indicara qué habían hecho, cuánto habían avanzado. Sus amigos ya sabían de sus tardanzas y estaban acostumbrados a dejarle leer rápidamente los puntos tratados para que no estuviera tan perdida.

Esta vez, sin embargo, todos estaban muy adelante, todos le daban la espalda. O se concentraba y trataba de entender desde donde había llegado o se iba a sentir perdida el resto de la hora. Decidió atender y sacar provecho de su presencia en el salón.

De repente, a su derecha, notó una mirada insistente. Levantó la vista y lo vio. Sentado delante de ella, en la fila del costado, un chico volteado a medias le decía algo que ella no lograba entender. Él insistía, se señalaba la oreja, le sonreía. Aunque seguía sin captar el mensaje, le devolvió la sonrisa.

De rato en rato, el chico volteaba y la miraba, pero ya no le hacía más gestos. Ahí fue que ella se dio cuenta de algo y pensó que este chico había elegido un muy mal momento para llamar su atención. Atender la clase pasó a segundo y hasta tercer plano, ahora lo único que le interesaba era recordar el nombre de su inesperado, madrugador y puntual admirador. Lo había visto muchas veces en los ciclos anteriores, pero nunca había prestado atención a su apellido cuando pasaban lista.

Así pasó la clase, de la que entendió poco y mal. "No importa", pensó, "le pediré el cuaderno a cualquiera, me pondré al día en un ratito y pediré detalles de lo que no entendí". Y de paso, preguntaría entre sus amigos el nombre de este chico que se pasó la clase entera volteando solamente para mirarla.

Después pensaría cómo abordarlo. Uno no se pasa media clase con el cuello volteado hacia atrás si no hay algún interés. Ella misma estaba interesada ya, aunque jamás se lo hubiera imaginado horas antes.

Cuando el profesor dio por terminada la clase, logró saludar de lejos a dos amigas que estaban sentadas adelante y sin mayor trámite, salió corriendo al baño.

A la entrada del baño, al pasar al lado del inmenso espejo que precede a los recintos privados, a la volada, vio una imagen que la hizo retroceder sobre sus pasos con horror. Ya puesta delante del espejo, al ver su imagen completa se dio cuenta: en su prisa por salir de casa y no llegar tan tarde, se había olvidado completamente de sacarse el rulero que siempre se ponía al lado derecho, para domar ese mechón rebelde que parecía tener vida propia y que todos los días se iba para donde quería y que a veces, ni con el rulero lograba dominar.