jueves, 18 de julio de 2019

De comida rápida

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Sábado, cerca del mediodía. Aunque no es lo más recomendable, decides parar en un restaurante de comida rápida y comprar algo para comer luego. Total, una vez al año no hace daño. Sí, claro, una vez...

El lugar no está muy lleno. Es un poco temprano para el almuerzo, pero de todas maneras hay más personas de las que esperabas. Es un local que alberga tres restaurantes rápidos de comida rápida, cada uno tiene su propio mostrador y su propia caja, pero el espacio para esperar y comer es el mismo.

Al pagar, das tu nombre. Después solamente queda esperar que te llamen, solamente queda esperar ese momento feliz en que sientes que has ganado la lotería pues puedes disfrutar del ansiado bocado.

Haces tu pedido, pagas, te sientas a esperar. En una mesa de cuatro sillas, dos están ocupadas por una pareja de turistas. Se comunican en un idioma indescifrable en voz muy alta. Imposible no percatarse de ese detalle. Los miras disimuladamente, pero nada en ellos daba indicios de su origen.

Tu atención sigue en el mostrador a la espera de tu nombre.

Un hombre y una niña llegan a ver las opciones de los tres restaurantes. La niña recorre con los ojos los carteles con las ofertas. Luego voltea hacia el hombre y le pregunta si puede pedir lo que quiere pedir, tiene los ojos suplicantes. Debe estar acostumbrada a las negativas porque cuando él contesta "puedes pedir lo que quieras, ya te dije", la niña da un salto de felicidad, lo abraza como si fuera su superhéroe mientras le dice "gracias" una y otra vez. Van juntos a la caja elegida. Imposible decir cuál está más feliz.

De repente, llaman a "Juan" y de dos extremos opuestos del lugar se paran dos hombres. Casi a la vez se acercan a la caja, los dos extienden sus boletas de pago. "¿Juan?", pregunta incrédulo el muchacho que atiende, mirando a uno y otro. Parece que nunca ha estado en una situación similar. Entonces, recita el pedido que tiene por entregar. Uno de los Juanes dice "es el mío". Los tocayos se dan la mano sonriendo, el afortunado lleva la comida a su mesa. El otro se vuelve a sentar a la espera de su nombre.

El hombre de la pareja de origen indescifrable avanza a la caja al oír su nombre, tan incomprensible como el idioma que usan. Le habla en inglés a la cajera, revisa su pedido, resulta ser más pequeño de lo que esperado. El hombre regresa a su mesa, comunica la decepción a su acompañante. Eso se puede entender en cualquier idioma. Deliberan un rato, luego él va a la caja de otro restaurante y hace un nuevo pedido.

En eso, llaman tu nombre. Te acercas a la caja, te entregan tu pedido. Sales del bullicioso restaurante con algo de pena por perderte las otras historias que se seguirán desarrollando bajo ese techo.

Es motivo para volver, te dices. Como si necesitaras motivos...

domingo, 7 de julio de 2019

El señor del paradero

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Cuando pasas todos los días a la misma hora por los mismos sitios, tiendes a encontrarte con las mismas personas. Me pasa con frecuencia. A veces siento que esas personas fueran antiguos conocidos y hasta ganas de saludar tengo.

Desde hace casi cinco meses, tres veces por semana, mi día empieza muy temprano. Y por muy temprano me refiero a antes de las seis de la mañana. Sea invierno o verano, el nuevo día recién se anuncia con sus sonidos e imágenes habituales. Y con sus personas habituales.

En la mayoría de casos, es fácil ver cuál es sel destino de esas personas habituales o al menos qué van a hacer. Pero en otros, es un misterio.

Como el señor del paradero.

Desde varios metros antes lo veo, sentado casi sin moverse en el paradero que está a una cuadra de mi casa. Se podría pensar que espera uno de los tantos buses que pasan por ahí y que a esa hora circulan con poca gente y casi sin prisa.

Era lo que pensaba.

Casi sin proponérmelo. empecé a prestar atención para saber qué bus tomaba. En el trecho que hay desde que lo veo hasta que paso por donde está sentado pasan varios buses. Y él no se sube a ninguno. Ni siquiera los mira, no le interesan. Simplemente está sentado ahí, mirando la calle desinteresadamente, sin prisa, sin apuro. Sin mover más que la cabeza de un lado al otro.

Siempre se sienta en el extremo izquierdo del paradero, apretado en un pequeño espacio, como si no tuviera más lugar para escoger. Como si tuviera que resignarse a compartir la banca con otros pasajeros que pueden llegar en cualquier momento.

Pero nadie llega.

Uno de tantos días, no lo vi. No estaba. Miré en todas las direcciones posibles. Nada. El señor del paradero no estaba.

Confieso que me dejó intrigada y preocupada.

La siguiente vez que pasé por ahí, ya estaba sentado en su sitio de siempre. Puntual como ya me tiene acostumbrada. Temo que nunca sabré qué pasó el día de su ausencia.

Como temo que nunca sabré qué espera, a quién espera.

Es una historia inconclusa.
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Te invito a leer mi más reciente artículo publicado en Global Voices, sobre un pueblo con un reto curioso, interesante y saludable.