viernes, 27 de marzo de 2015

Crónicas de viaje: La niña y el gaucho

¡¿De verdad?! ¿De verdad nos vamos a Buenos Aires?

La niña no lo puede creer. Acaba de enterarse de que en menos de una semana va a pasar cuatro días en Buenos Aires. ¡Cuatro días en la ciudad de donde viene su programa favorito de televisión! Ese que no se pierde nunca. Ese cuyos capítulos ha visto tantas veces que casi se sabe de memoria.

No sabía, no podía saber que todo el viaje fue planeado durante casi dos meses en máximo secreto, con la complicidad de todas las personas que la quieren. Son muchas las personas que la quieren. Es una niña afortunada. Es una niña alegre. Es una niña feliz.

Cuando se lo dijeron, faltaba menos de una semana para el viaje. En esos dos meses, la llevaron a sacar su pasaporte. "Son papeles importantes que toda persona debe tener", le dijeron a manera de explicación que ella asumió sin darle más vueltas. Te hace reflexionar en cómo confían absolutamente los niños en las personas que quieren y que los quieren. Y en lo destestable que es todo aquel que traiciona esa confianza, pero ese es otro tema.

En esos dos meses, se hicieron los trámites simples que se necesitan para tener el permiso de viaje al exterior que deben mostrar todos los menores de edad al momento de pasar el control migratorio.

Con mucho sueño, luego de un vuelo nocturno, el trayecto del aeropuerto al hotel se hizo cuando el día despertaba en la capital argentina. Con ojitos semicerrados, trataba de absorber todo lo que podía por las ventanas del auto.

El primer día fue de compras. En una sola tienda, en una sola compra, se apertrechó de mochila, lonchera, cartucheras, útiles escolares y todo lo demás para el colegio. ¿Cómo se describe la felicidad que reflejan los ojos de un niño? La emoción era tanta que saltaba y corría por las calles, siempre con la atenta mirada de quienes iban con ella. Ahí iba, señalando todos los quioscos, preguntando si tenían los ejemplares de la revista que por una u otra razón no habían encontrado en Lima. Consiguió algunos, se resignó a no tener otros.

El segundo día fue el gran día. El plan era visitar una hacienda en las afueras de Buenos Aires, con gauchos, caballos, música, baile.

Dio un paseo a caballo, se llenó del polvo del camino, miró a los gauchos con los ojos muy abiertos. En especial a Cirilo, el gaucho que se notaba era el más experimentado de todos. El que manejaba la carreta en la que se subió para dar otra vuelta. Cirilo la hizo sentarse adelante, a su costado, para que tuviera una visión privilegiada de los verdes campos que la rodeaban.

Pasado el almuerzo, donde no faltó el baile ni las exhibiciones con sogas, vino el cierre de tan memorable jornada. Los gauchos hacen lo que para ellos es un juego, y que para los demás mortales es una hazaña imposible: tratan de enlazar un artilugio con una especie de lanza.

Así, los gauchos vienen montados en sus caballos a toda velocidad, lanza en ristre que pasan con una puntería asombrosa por un pequeño anillo de metal que cuelga de un arco de tres parantes. El anillo se queda en la lanza, y después se lo dan como ofrenda a alguien de la concurrencia. Obviamente, a una mujer. Galanteo puro, entre aplausos del respetable.

El broche de oro viene cuando Cirilo escoge a algunas privilegiadas a las que lleva a pasear en su caballo por una distancia muy corta, haciendo alarde de sus habilidades de avezado jinete. Después de llevar a dos chicas, Cirilo estiró la mano hacia la niña, invitándola a acompañarlo en ese breve recorrido. La había dejado para el final, fue la última a quien ofreció ese breve trayecto a lomos de caballo.

Ahí iban la niña y el gaucho. Ella bien agarrada, imposible pensar en una caída. Él muy concentrado en las órdenes que le daba al caballo. Luego, ella desmontó feliz, con una sonrisa de esas que no se olvidan ni con el paso de todos los años del mundo

Un viaje memorable, y no solamente para una niña de siete años que miraba fascinada todo lo que la rodeaba y que no paró un momento de expresar su felicidad, corriendo, saltando. Cuatro días que se pasaron volando, y quedaron para el recuerdo.

La felicidad era eso.
Este es el anillo de los gauchos

viernes, 20 de marzo de 2015

¿Por qué uno escribe?

El otro día me hicieron leer un artículo cuya frase final me gustó mucho. Lo leyó también otra persona, a quien inspiró a escribir el texto que copio a continuación.
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"A veces preguntan por qué uno escribe. Supongo que por cosas como esas", decía una frase de un artículo del diario El País. Un artículo sobre un recuerdo de infancia. Inevitablemente recordé algo que pasó hace muchos... muchos años.

Viajaba con mi madre en un viejo barco de vapor por el río Amazonas. Estaba muy oscuro pero el calor me hizo salir del camarote y en la cubierta me encontré con la señora Luzmila, la madre del comandante del vapor.

Yo tenía 12 años y mucha fantasía en la cabeza. La señora estaba sentada en una mecedora y abrigada con un chal. El barco avanzaba por el inmenso río cuando la señora comenzó a contarme una historia, su historia.

"Nos conocimos en Tanger, en una fiesta de la embajada. Salimos a la terraza y ahí estaban las casas puntiagudas y al final el mar Mediterráneo. Luego bailamos hasta el amanecer. Y así empezó todo", suspiró la señora. Luego volteó la cabeza y se quedó dormida.

Yo miraba el río que se abría al paso del vapor. Todo estaba negro como ala de cuervo. Es cierto que nunca está más oscuro que antes de amanecer. Poco a poco un resquicio de claridad comenzó a iluminar el cielo. Los colores empujaban el velo negro y todo comenzó a revivir.

Estaba viendo, por primera vez en mi vida, un amanecer. En un viejo barco de vapor, sobre el río Amazonas. Me senté en un banquito al lado de la mecedora de doña Luzmila. Seguramente me dormí también, y así terminó el encuentro.

Han pasado muchos años. Pero quedaron en mi cabeza para siempre una historia de amor en una terraza sobre los techos puntiagudos de Tanger, a orillas del mar Mediterráneo, en medio del amanecer que iluminaba las aguas oscuras por donde navegaba un viejo barco de vapor sobre el río Amazonas.

viernes, 13 de marzo de 2015

Algunas otras frases memorables

Más frases memorables, de películas o series de televisión.

Lo que llamas amor fue inventado por tipos como yo para vender medias.
Don Draper en Mad Men.

El azar es la manera que tiene Dios de permanecer anónimo.
Elsa en Une rencontre.

¿Sabes por qué a la gente le gusta la violencia? Porque se siente bien. La gente encuentra la violencia muy satisfactoria. Pero sácale esa satisfacción, y el acto queda... vacío.
Alan Turing en El código Enigma.

No tengo que ser justa. Soy tu madre.
Alice Howland en Still Alice.

Oye, no dije que fuera su culpa, solamente dije que le estaba echando la culpa.
Jesse Stone en Sea change.

Quiero que te vayas. Quiero que salgas de esta casa. Ahora mismo, ¡ya!
Mercedes Fernández en Cuéntame cómo pasó.

Sé que me llevarás de vuelta a casa. Tengo fe.
Nicholas Brody en Homeland.

La ilusión y la realidad finalmente se juntaron, Y como siempre supe, muy dentro, la ilusión nunca tuvo la menor opción.
Thomas Sullivan Magnum IV en Magnum P.I.

De bueno a tonto hay un paso.
Paquita en Cuéntame cómo pasó.

No deberían existir límites al esfuerzo humano.
Stephen Hawking en La teoría del todo.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Crónicas de viaje: El día más largo

Después de una semana inolvidable en Cebú, llegó el momento de emprender el camino de vuelta.

El camino de ida comenzó un domingo en la noche en el aeropuerto de Lima, aunque el vuelo partía en los primeros minutos del lunes. Después de tres aviones distintos, más de 24 horas en el aire sin contar las esperas en otros tantos aeropuertos, finalmente llegué a Cebú un martes a la medianoche... aunque con los trámites migratorios se puede decir que llegué el miércoles de madrugada.

Fue a mi regreso que viví el día más largo de mi vida. No lo digo en un sentido metafórico, ni simbólico. Realmente fue el día más largo.

El lunes siguiente, una camioneta nos llevó del hotel donde estuvimos hospedados en Cebú al aeropuerto. Éramos como diez personas las que tomaríamos el mismo vuelo madrugador que nos llevaría a Tokio, desde donde cada uno emprendería diferentes rutas hasta sus respectivos destinos finales.

El avión partía a las 8:00 am del lunes, así que el recojo fue a las 5:30 am. Nos reunimos en el vestíbulo del hotel, todos con la cara soñolienta por el poco dormir y porque todavía nuestro horario estaba sintonizado con nuestro lugar de origen. Juntos partimos hacia el aeropuerto.

Cumplidos los trámites migratorios y el tiempo de espera, el avión despegó a tiempo. El vuelo de cinco horas nos llevó directamente a Narita, el enorme aeropuerto de Tokio. Ahí fue donde nos separamos pues a partir de ese punto, cada uno tenía diferentes rutas.

Casi dos horas después, cerca de las 11:00 am del lunes, abordé el avión que me llevaría a la siguiente etapa de mi itinerario, a Houston, en Texas. Este vuelo tenía una duración programada de once horas, tres menos de las que tomó el vuelo de ida.

Después de no sé cuántas películas, entre estrenos, clásicos y otros cuantos títulos que de otro modo nunca hubiera elegido, aterrizamos en el Aeropuerto Intercontinental George Bush de Houston. Era pasada la 1:30 pm... del mismo lunes. Ese vuelo había empezado once horas antes, a las 11 am de Tokio. Entré a Estados Unidos cuando los relojes del aeropuerto me indicaban que solamente habían pasado dos horas.

Once horas de vuelo que se convirtieron en apenas dos en los relojes. Casi me sentía como Eleanor Arroway de la película "Contacto".

Cerca de las cuatro de la tarde del mismo lunes me subí al último avión de mi larga travesía de vuelta. Luego de lo que me pareció un vuelo corto en un gran avión relativamente vacío aterricé finalmente en el aeropuerto de Lima, a las 11:00 pm del lunes. Estaba en casa.

Fue un largo día, que transcurrió entre aviones, aeropuertos, esperas, viajeros, despedidas, colas, películas, controles de seguridad, que empezó a las 5:30 am de un lunes y terminó casi 30 horas después, a las 11:30 pm de ese mismo lunes. Ese fue el día más largo de mi vida. Que nadie me vuelva a decir que un día no puede tener más de 24 horas.