domingo, 21 de abril de 2019

Su ángel de la guarda era gordito

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Esta historia no es mía, la persona que la vivió me autorizó a contarla. Así que acá va la historia de quien llamaremos Leticia.

Año tras año, Leticia postergaba la decisión de dar el examen de manejo que la haría acreedora de una licencia de conducir, que en el Perú llamamos brevete. Casi como resolución de 31 de diciembre, se prometía interiormente cada verano que ese año sí, que de todas maneras, que sin falta, que indefectiblemente sacaría el brevete.

Y con la misma decisión, cada verano pasaba y Leticia seguía sin brevete.

El hecho es que Leticia sabía manejar, pero nunca se animó a dar el examen. El hecho también es que Leticia tenía la suficiente responsabilidad para no manejar, ni en emergencias. Simplemente era una habilidad aprendida y guardada que no usaba,

Hasta que un año, a fines de agosto, nada más lejos del verano que agosto, por fin fue decidida a inscribirse en una escuela de manejo. No para aprender, sino para refrescar destrezas enmohecidas. Se inscribió y tuvo clases teóricas combinadas con las prácticas a lo largo de septiembre.

Todo iba bien.

Así fue a dar su examen teórico, que pasó con buenos resultados. En el examen médico también tuvo buenos resultados. Pagó el derecho de examen y, optimista, pagó también el derecho de emisión del brevete, algo que solamente sería útil si pasaba el examen práctico.

Ahora sí, ya tenía todo listo para el tan postergado examen práctico.

Fue una mañana soleada ya de octubre a dar el examen. Salió mal. Todo mal.

Decidió esperar unos días para volver a intentar. En ese plazo, practicó una y otra vez el tan detestado estacionamiento en diagonal y el estacionamiento en paralelo a la vereda. Incansablemente, recordaba las indicaciones teóricas: cuando llegues a esta marca, llevas el timón a este lado; cuando veas esto, frenas; cuando este punto esté aquí, volteas.

Llena de confianza, fue a dar el examen, pero antes decidió buscar en los alrededores del lugar del examen una pista para una última práctica. Por ahí abundan, y también abundan los instructores de último minuto. Ella llegó y entró al primer lugar que ofrecía las prácticas. Quien la atendió era un hombre gordito vestido muy informalmente que se presentó como Marcos. Dice que tenía una sonrisa que reflejaba bondad pura.

Juntos fueron a hacer las prácticas. Primero irían los dos en el auto, luego ella sola. Los nervios estaban a flor de piel, pero logró contenerlos. Grande fue su sorpresa cuando Marcos le desbarató todo lo que había aprendido: "olvídate de las marcas, ni pienses en eso, vas a estar tan nerviosa que de algo te vas a olvidar". Y le dio una serie de recomendaciones que no tenían nada que ver con lo que tanto había practicado, mucho más simples, todas con excelente resultado.

Ya antes de partir al examen, Marcos la tomó de las manos y le dijo: "Madrecita, todo te va a ir bien, no te preocupes de nada". Extrañamente en ella, lo abrazó, le dio un beso. La confianza que Marcos tenía en ella la conmovió.

Para hacer corto un cuento largo, menos de dos horas después, Leticia tenía su brevete en la mano. Como había pagado por el derecho de emisión de brevete lo pudo tramitar en el mismo lugar de los exámenes.

Después de llamar a su casa a dar la noticia, llamó a Marcos y le contó el resultado, feliz, al borde las lágrimas de emoción. La voz del otro lado del teléfono le dijo: "Te dije que todo iba a salir bien".

Qué extrañas son las formas que adoptan los ángeles de la guarda.
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El relato de hoy me hizo acordar este otro. ¡Siete años han pasado ya!


sábado, 6 de abril de 2019

Una víbora en el salón de clases

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A continuación, presento otra historia prestada, de alguien que me la mandó directamente del baúl de los recuerdos y me autorízó a publicarla en este blog.
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Todo se desarrollaba normalmente en el salón de estudios. En las filas de ordenadas carpetas se sentaban las alumnas de dos en dos. Una hermana religiosa, instalada al frente, cuidaba y vigilaba a las estudiantes que, en absoluto silencio, preparaban sus tareas para el día siguiente. Ellas estudiaban internas en el colegio ubicado en una ciudad del Oriente peruano, y ésta era la última actividad del día antes de ir a dormir.

El salón estaba ubicado en una esquina del edificio y sus altas ventanas estaban siempre abiertas para recibir el fresco de la noche, en el caluroso y eterno verano tropical. Desde allí, las alumnas escuchaban las voces y sonidos que venían de la calle, y estaban tan acostumbradas que ya ni prestaban atención a esos sonidos.

La noche avanzaba normalmente, cuando de pronto se inició la hecatombe, comenzó el maremágnum, se desató la histeria colectiva. Todo comenzó cuando una alumna vio caer algo de la ventana que daba a la calle, y gritó "una víbora!". Nadie sabía bien qué pasaba, pero del fondo del salón las alumnas salieron despavoridas de sus asientos, arrastrando a su paso carpetas y libros, empujando a otras compañeras, mientras corrían y gritaban, para alcanzar la puerta y salir del salón.

Más de una alumna cayó de su silla y recibió algunos pisotones antes de poder levantarse. Una de ellas, en lugar de ponerse a salvo, buscaba a su hermana menor entre las caídas, cuando finalmente la vio ya muy cerca de la puerta. Solo ahí salió también con el tumulto. Sin embargo, a pesar de todo el griterío y laberinto, no hubo lesiones ni contusiones graves. El salón de estudios quedó en completo desorden hasta el día siguiente. Al hacer la limpieza, encontraron una cáscara de plátano al lado de la ventana.

Pero todo ese griterío y ruido del salón se escuchó también en la calle. Nadie sabía qué pasaba y comenzaron las averiguaciones. Al día siguiente, el periódico de la ciudad publicó en primera plana: "Falsa alarma de víbora causa tremendo alboroto entre colegialas".

El suceso quedó grabado para siempre en la memoria de todas esas alumnas que, años después, cada vez que se juntan para alguna celebración, recuerdan entre risas el incidente.