jueves, 28 de septiembre de 2017

Pasos que se acercan

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Con la inspiración surgida por la entrada anterior sobre el misterio de los relojes, alguien que lee este blog me mandó una historia basada en hechos reales. Con la debida autorización, la publico.
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Como todas las mañanas, salí a comprar el pan y el periódico del día. Para esto camino apenas una cuadra y a veces me encuentro con conocidos del barrio que me saludan.

Esta mañana ocurrió como todos los días, el pan calentito, el amable joven del puesto de periódicos, el camino casi desierto de carros por ser domingo y temprano. Así que volvía distraídamente con mis pensamientos, cuando comencé a escuchar que alguien me seguía. Peor aún, alguien iba a mi lado, muy cerca, paso a paso.

Me detenía y mi acompañante se detenía también. Caminaba más rápido y el intruso se apuraba de igual forma. Comencé a asustarme de verdad, y me animé a voltear para verlo cara a cara.

No había nadie ni cerca ni lejos. Ya no ya, como decimos por aquí.

Fue lo máximo, así que empecé a correr, mientras mi acompañante corría a mi lado. Alguien que pasaba por ahí me miraba sorprendido. No me importó y seguí corriendo hasta llegar a mi edificio, lo único que quería era llegar a puerto seguro. Mejor dicho, a puerta segura. Al mirar hacia mi mano para buscar la llave que abría la reja de entrada lo entendí todo.

Era el llavero que golpeaba metálicamente la bolsa de panes en cada paso que daba.
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Este es mi más reciente artículo para Global Voices.


jueves, 21 de septiembre de 2017

Misterio relojero

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Quienes me conocen saben que me gustan los relojes, y saben también que tengo muchos. Es que en verdad no me gustan los relojes, me encantan.

Hace poco, saqué un reloj para ponérmelo ese día, pero tuve que buscarle reemplazo de inmediato porque vi que no funcionaba. "Más tarde lo llevo a cambiarle la pila", pensé, mientras me ponía el otro reloj elegido, previa comprobación de que funcionara.

Recién al día siguiente pude llevarlo al maestro relojero que ya me conoce y a quien encargo estos menesteres y otros relacionados con su oficio. De su destreza depende el buen funcionamiento y exactitud de quienes me dan la hora a lo largo del día.

Tomé el reloj de la caja donde lo tenía guardado, lo metí en mi cartera y me fui caminando hasta el lugar donde atiende el relojero.

Al llegar, luego de los saludos de rigor, le entregué el reloj a la vez que le dije:
- Maestro, espero que sea solamente la batería. Ojalá no se haya malogrado.

El hombre miró el reloj, y mostrándomelo me dijo un segundo después:
- Este reloj está funcionando.

Me lo entregó, lo acerqué a mi cara por las dudas. No solamente estaba funcionando. Estaba con la hora correcta. Con la mayor confusión del mundo, le agradecí al relojero y me di media vuelta. En el camino de regreso a casa, miraba el reloj de vez en cuando para cerciorarme de que siguiera caminando.

Seguía caminando.

No entendía nada.

Cuando llegué a la casa, aún con la confusión por lo que acababa de pasar, me dispuse a guardar el reloj en la caja que comparte con los demás de su especie.

Entonces noté que entre la profusión de tic-tacs, de correas multicolores y de manecillas que indicaban la misma hora había uno que marcaba cualquier otro número. Lo separé del grupo, y ahí entendí todo: ese era el reloj sin batería, no el que había llevado al relojero.

Al menos este misterio relojero quedó resuelto.

¡Fuerza México! 

jueves, 14 de septiembre de 2017

Reclamo airado e infundado

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Relativamente cerca de mi casa, hay un autoservicio bastante grande al que suelo ir a hacer compras. Voy caminando y si las compras no son muy pesadas, regreso caminando también. Pero a veces la carga es mucha y ahí amerita tomar un taxi.

Felizmente, a la entrada siempre hay siempre una fila de taxis registrados en la tienda con los que se puede regresar a casa con seguridad. Las tarifas que cobran son bastante razonables.

Una de tantas veces que tomé un taxi de regreso a casa, me tocó un conductor bastante conversador. Aunque ese día hubiera preferido un viaje silencioso, el tono amable del chofer me hizo seguirle la charla fácilmente.

Pocas cuadras después de haber partido, le cambió la voz. Me di cuenta de que lo que seguía era más serio que sus opiniones sobre el clima y el estado de las pistas:
- ¿Sabe qué me pasó el otro día?
- ...
- Se acercó una señora a mi taxi, igualito como hizo usted ahorita, y me preguntó cuánto le cobraba por llevarla a su casa.

En Lima, con los taxis que uno toma en la calle y no a través de una agencia, el trato del precio del recorrido se hace entre chofer y pasajero antes de subir al auto. En casos como los taxis registrados en los autoservicios, las tarifas son fijas y no cabe discutir al respecto.

Entonces, me siguió contando:
- La única compra de la señora era un televisor. Grande, mínimo 32 pulgadas. La caja nuevecita, se veía la marca. Cuando me dijo dónde vivía, le dije la tarifa y su respuesta fue: "muy caro, señor".

A pesar de que el taxista le dijo que la tarifa ya estaba fijada, la señora insistió en una rebaja. Como la respuesta siguió siendo negativa, la señora se fue de manera bastante altanera y tomó un taxi de la calle. El primero que le dio la tarifa que ella esperaba pagar, sin duda.

Dice el taxista que menos de cinco minutos después, vio que la señora regresaba, casi corriendo con el rostro desencajado. Dando gritos, prácticamente se lanzó sobre el taxista, que no entendía nada hasta que logró sacar en claro que la señora había sido víctima de un robo. El taxista en cuyo auto se había ido la señora la obligó a bajarse en la siguiente cuadra y arrancó raudamente con el televisor nuevo en su caja intacta.

- ¿Se imagina? Por ahorrar uno o dos soles, la señora terminó perdiendo su televisor nuevo recién comprado. Se fue a acusarme con el administrador del autoservicio, que con mucha educación le dijo que la responsabilidad era de ella por no tomar el taxi de la tienda. Muerta de cólera, la señora se fue. Supongo que esta tienda perdió una clienta ese día.
- Una clienta que no necesitan, señor.
- Tiene usted toda la razón.

Este es mi más reciente artículo para Global Voices: Santa Rosa de Lima: Santidad a con modernidad.

domingo, 3 de septiembre de 2017

Estallido doméstico

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Relato basado en hechos reales.
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Al hombre le encantaba el dulce, y si le hubieran dado a elegir, hubiera dicho que el manjarblanco ocupaba definitivamente el primer lugar de la lista. Somos dos.

De alguna manera, en algún sitio, había aprendido a preparar su dulce favorito con un resultado delicioso. Y con un método facilísimo: ponía dos latas de leche condensada en una olla con agua y las dejaba hervir durante dos horas. La única condición era vigilar que hubiera siempre agua suficiente. Transcurridas las dos horas, debía dejar enfriar las latas antes de abrirlas. Tal vez esa espera era la parte más difícil del proceso. Después de eso, solamente le quedaba disfrutar de tanta delicia.

Así que ese día repitió las acciones llevadas a cabo innumerables veces antes: puso dos latas en suficiente agua, tapó la olla, prendió el fuego y se resignó a esperar.

Se hacía de noche y, como todos los días a esa hora, empezó a acicalarse para ir al canal de televisión donde trabajaba como presentador de noticiero nocturno. Era un largo procedimiento en donde los minuteros de los relojes de la casa podían dar dos vueltas completas antes de que se le viera partir al canal, elegantísimo, luciendo ternos que hacían juego con camisas meticulosamente elegidas y corbatas que combinaban a la perfección. Y eso que eran tiempos de televisión en blanco y negro.

La rutina diaria se llevó a cabo sin contratiempos ese día. Todo, menos un pequeño detalle.

Más de una hora después de su partida, mientras los demás ocupantes de la casa veían tranquilamente algún programa nocturno, el ruido más fuerte que hubieran escuchado nunca los sobresaltó de manera indescriptible. Años más adelante hubieran pensado que algún auto se había convertido en vehículo de terror y que lo habían hecho volar por los aires. Pero en esos tiempos, las noticias iban por otro lado y las palabras coche y bomba todavía no iban juntas.

Con el susto aún en el cuerpo, bajaron corriendo sin saber qué buscar ni dónde mirar. El misterio se resolvió al llegar a la cocina, los cabos se ataron en un segundo: en el techo, cual estalactitas, pendían porciones de manjarblanco caliente. En la olla, donde no quedaba una sola gota de agua, una lata solitaria parecía saludar riendo los trozos de su compañera de ebullición vencida por el calor.

Unas manchas marrones en el techo quedaron para siempre como mudo testimonio del olvido de una noche de verano.