jueves, 26 de marzo de 2009

Por esas cosas...

Por esas cosas que pasan, no te llamaba muy a menudo. Siempre pensando que tu trabajo en una trasnacional te tenía tan ocupada, no te escribía ni te llamaba mucho para no alterar tu ya recargada rutina.

Por esas cosas que pasan, la última vez que vi tu nombre en mi bandeja de entrada fue a comienzos de diciembre, cuando me respondiste el saludo de cumpleaños que te mandé. Me contabas que habías decidido regalarte ver la cara de sorpresa de tus hijos cuando se encontraran contigo a la salida del colegio.
Me lo dijiste por escrito y aun así pude notar tu alegría al leer tu mensaje.
Por esas cosas que pasan, hace pocos días estuve pensando en ti. Recordaba cómo nos atacábamos de risa en nuestro cuarto de hotel en Cartagena de Indias, imitando a ese señor cubano de Miami que viajaba solo, cuando nos contó que "el hijo suyo" le había aparecido con un nieto que fue una sorpresa para toda la familia, empezando por la "nuera suya". Y de la cara de desconcierto del peruano que también viajaba solo, cuando intentaba comprarle vestidos a los ambulantes para su esposa e hija que se habían ido a Buenas Aires, mientras que él había preferido Cartagena. Para no pelearse, nos contó después, decidieron que cada quien hiciera el viaje que quería.
Eso me llevó a recordar tu risa sonora y las carcajadas que nos mandamos cuando descubriste que habías olvidado la clave de esa maleta super poderosa que-no-necesitaba-candado, de los malabares que hicimos para que finalmente la pudieras abrir y de cómo terminamos recorriendo muchos san andresitos caratageneros buscando un candado para la maleta super poderosa que-terminó-necesitando-candado.
Por esas cosas que pasan, pensé hace pocos días mandarte un corto "hola, ¿cómo estás?", pero no lo hice para no distraerte de tus ocupaciones. Quizá porque pensé que podría hacerlo después, en cualquier momento.
Por esas cosas que no deberían pasar, hace pocos días recibí la llamada que me decía que ya no estabas. Que algo que salió mal en una cirugía había silenciado tu risa para siempre.
Por esas cosas que pasan, no lo quise creer hasta no ver tu nombre en esa sección del periódico en la que uno no quiere nunca ver el nombre de una persona cercana y querida. Una cosa fue ver tu nombre en mi bandeja de entrada, y otra muy distinta fue verlo en esa página.
Desde este pequeño rincón, envío un saludo a la querida amiga que nunca dejó de reír y sonreír, a pesar de lo mal que algunas veces lo pasaste. Un saludo, no una despedida, porque afortunadamente las personas como tú no se van...

jueves, 19 de marzo de 2009

Chiquitín, grandulón (*)

Tu cometa no tiene más piolín... chiquitín
La dejaste olvidada en un rincón... grandulón
Ya no escarbas el vientre de aserrín... chiquitín
A tu viejo caballo de cartón... grandulón
Ya no tiene bandidos el jardín... chiquitín
Y tendré que alargarte el pantalón... grandulón
Encontré sin querer un folletín... chiquitín
en tu cuarto, escondido en un cajón

Entre recuerdos imborrables se quedaba
dormida mi infancia
La pubertad, como una rosa me brindaba
toda su fragancia.
Mi pobre madre a escondidas se decía,
mirando al espejo:
"los chicos crecen y al crecer todos los días
nos hacen más viejos, nos hacen más viejos".

Y mientras tanto dándome la bienvenida,
estaba la vida.

Ha empezado a sonar el cornetín... chiquitín
Otras cosas reclaman tu atención... grandulón
Ya te excita el aroma del jazmín... chiquitín
Y sospecho saber por qué razón... grandulón
Ten cuidado no acaben en motín... chiquitín
Tus ingenuas urgencias de varón... grandulón
Porque tú formas parte del festín... chiquitín
Y te pueden comer el corazón

Entre los pliegues de mi alma, agazapada
quedó mi inocencia
Como un vigía, controlando la escalada
de mi adolescencia.
"¡su despertar es demasiado prematuro!", decía mi madre
Y sin poder disimular todo su orgullo
reía mi padre, reía mi padre.

Y mientras tanto dándome la bienvenida...
estaba la vida.

Quién pudiera otra vez ser el delfín... chiquitín
que comienza a salir del cascarón... grandulón
navegar otra vez tu bergantín... chiquitín
aunque sea nomás... de polizón
¿Te acuerdas del Pillín?
¿Y de cuando gritábamos a toda garganta en el garaje de tu casa de antes eso de "¡Me da cólera!"?
¿De la vez en que te pregunté por tu pelo, y tú me dijiste "'tá cotado"?
¿De tus inagotables ganas de que te contara una historia, siempre diferente?
¿De cuando me llamaste por teléfono a contarme que "el otro día te habías pasado de la raya"?
¿Y de la vez que espanté los monstruos de debajo de tu cama?
¿De cuando te recogía del nido y me acompañabas a la notaría que está a la vuelta?
¿Y de las infinitas veces que te pedí que me dijeras por qué te quiero tanto?
¿Y, sobre todo, de la increíble vez que me respondiste?

Cuántas cosas más habremos pasado juntos, ¿no? Espero que nos quede cuerda para que sean muchas más.

xD
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(*) "Chiquitín, grandulón" de Alberto Cortez

jueves, 12 de marzo de 2009

Princesa sin coronita

Los recuerdos vienen asociados muchas veces con sabores y olores. Los recuerdos de la niñez, por ejemplo, como ese olor a tierra mojada que me remite a Yurimaguas cada vez que lo siento. O el olvidado aquel de la colonia "Ramillete de novia", regalo navideño preferido de la tía Angelita prácticamente inexistente y por eso mismo casi imposible de conseguir.

Con los sabores pasa lo mismo. Si cierro los ojos retrocedo en el tiempo y puedo sentir el sabor del Amaro, ese chocolate amargo que mi papá comía uno tras otro y del que a veces nos invitaba pedacitos. El chocolate Golazo, que debe haber salido al mercado en tiempos de algún Mundial de fútbol, con sus envolturas verde y mostaza (uno era con maní, no recuerdo cuál).
Pero esos sabores ya no existen. Son parte de un pasado que pasado está.

En cambio, hay otros sabores que todavía podemos encontrar. O casi, porque no entiendo por qué algunos genios se empeñan en distorsionarlos.

Primero el chocolate Princesa, ese cuadradito que se podía comer en un solo bocado, con tres bandas a los costados: marrón oscuro, marrón claro, marrón oscuro, cada color era un sabor. Venía envuelto en papel platina dorado. Inolvidable.

Pero en los últimos años el Princesa, sin dejar de ser el cuadradito que se puede comer en un solo bocado, ha dejado de tener sus tres características franjas en dos colores. Es más bien un chocolate relleno, pero el sabor no es el mismo. Además, hay ahora una versión más grande: una barra grande de chocolate.

Las clásicas galletas Coronita, con sus tres sabores piña y coco, limón y chocolate. Esos tres únicos sabores. De un momento a otro, irrumpieron las de naranja y fresa. De los tres sabores originales únicamente subsistió el de chocolate. A la larga, desapareció el de naranja también. De los demás, nos quedaron el recuerdo. Lo más triste es que los desaparecidos eran los sabores más ricos.

Otro clásico: las Charadas, que había de galleta de maní con relleno de maní y de galleta de chocolate con relleno de vainilla. Vaya uno a saber con qué razón, la de maní desapareció. La de chocolate subsiste, pero hace mucho tiempo que no la pruebo. Hace pocos años irrumpieron las Charada de capuccino, aunque creo que sin éxito porque no las vi más.

Tradicionalmente, el Sublime era un chocolate con maní cuyo nombre lo decía todo. Se derretía en tu boca, no en tu mano. Su envoltura era de un papel transparente, lustroso, parecido al que se usa para sacar moldes para costura. Estaba el Sublime de siempre, y un sabroso Sublime blanco que no era muy común. No existían el Sublime con galleta, ni el Sublime bombón, ni el Sublime stick ni ningún otro agregado (y mucho menos su desagradable publicidad). Sublime a secas. Era tan rico que la competencia tenía el Supremo, con una envoltura fácilmente confundible... pero hasta ahí nomás llegaban las semejanzas. Aunque debo reconocer que el Sublime actual sigue siendo muy rico.

También había unas galletas deliciosas llamadas Rondelas, de naranja. Después salieron de fresa y limón, igualmente deliciosas. Ya no existe ninguno de esos sabores.

En lo que constituye para mí el máximo atentado contra los sabores de siempre, el chocolate Sorrento también desapareció. Pero acá debemos "agradecer" que de vez en cuando los fabricantes nos hagan el favor de regalarnos con una "edición limitada". El sabor, por supuesto, no es el mismo que recuerdo.

Respecto a los helados, mi clásico de siempre era el Eskimo, una delicia de fresa de la que siempre le contaba a Gonzalo. Su contraparte era el BuenHumor, de chocolate (el helado de chocolate nunca me ha gustado). Desaparecieron también. Hace algunos veranos nos vinieron nuevamente con la consabida "edición limitada". Recuerdo la felicidad de Gonzalo cuando me dijo que había visto Eskimo en una playa. Nos comimos uno entre los dos.

Entendería perfectamente estas movidas si hubieran retirado del mercado los sabores con menos demanda. Pero la verdad es que la totalidad de estos nombres que menciono eran los preferidos de todos. Y todos los extrañamos, y nos alegramos cuando alguien nos cuenta que ha descubierto una de esas infames ediciones limitadas. Corremos a comprar, pero el sabor que sentimos es apenas parecido al que recordamos y que esperamos sentir.

A veces siento como si nos hubieran arranchado a la mala y sin permiso nuestros recuerdos.

Katia también expresó su sentir sobre este tema.

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PS: todos los nombres de productos mencionados en este post son marcas registradas.

jueves, 5 de marzo de 2009

A los amigos de siempre

A propósito del inicio de las clases, copio un artículo del escritor español Javier Marías, prácticamente ya caserito de este blog.


LA ZONA FANTASMA. 4 de enero de 2009.
Disfrazados de mayores

Como a cualquiera en las mismas circunstancias, la reunión me hacía ilusión y me daba miedo, luego me puso nervioso. En 1968 acabé el preuniversitario y salí del colegio Estudio, en el que había permanecido desde los cuatro años. Hace una semana, a instancias de uno de los pocos compañeros con los que mantengo amistad, José Manuel Vidal, que además es mi cardiólogo desde hace un decenio, unos cuarenta miembros de aquella promoción fuimos a su casa y nos vimos las caras, en algún caso por primera vez en cuarenta años. Mercedes Cabrera, la Ministra de Educación, y yo teníamos la ventaja de que esa cara se nos ve en la prensa de vez en cuando y era difícil que le diéramos un susto a nadie. Da temor encontrarse con cincuenta y siete años a quienes dejamos de ver con dieciséis o diecisiete. De hecho dudaba que fuera aconsejable. A algunos los había vuelto a ver hacía veinte, con motivo de una reunión similar, pero eso es también mucho.

Fue muy agradable y divertido, y, tras unos segundos de desconcierto, todo el mundo resultó reconocible. Había que hacer una corrección de enfoque, acoplar la cara infantil o juvenil que uno guardaba en la memoria a la del hombre o la mujer maduros que tenía ahora uno enfrente. A los pocos minutos, en el peor de los casos, se obraba una superposición y, por así decir, uno conseguía “encajar” las dos imágenes, la del pasado remoto y la del presente, sin que ésta borrara aquélla del todo ni aquélla desmintiera del todo a ésta. Nadie preguntaba mucho por la vida actual de cada cual, más allá del “Qué tal te va” impuesto por la educación. Esa vida actual en realidad no interesaba, a ninguno nos importaba saber a qué se dedicaba el otro, si tenía hijos, mujer o marido, porque en seguida se congeló el tiempo y empezamos a tener la sensación de que la vida verdadera era aquella, la de estar todos juntos sin profesión ni ataduras, en la vaga y eternizada expectativa de la infancia, y de que cuanto había ocurrido y venido después de separarnos era accidental y secundario, una especie de desviación de lo natural, o de error, o acaso un larguísimo sueño que tocaba a su fin al reencontrarnos aquella noche, como si pensáramos: “Este es mi lugar. Estos son mis compañeros primeros, con los que eché a andar por el mundo y con los que conviví a diario durante trece años fundamentales; aquí están las primeras chicas que me gustaron, mis primeros enemigos con los que me pegué en el patio para luego hacer siempre las paces; aquí están mis primeros amigos a los que procuré ser leal, aquí mi primera representación del mundo, en la que aprendí ya casi todo”.

Era curioso ver y sentir el afecto espontáneo con que nos tratábamos todos (hasta los que no nos caíamos muy bien en el colegio), con una natural tendencia a abrazarnos, a pasar una mano cariñosa por el brazo, a que las mujeres, cuando la noche ya estuvo avanzada y tomamos asiento, apoyaran sus cabezas cansadas en los hombros de los hombres en quienes confiaban, como si fuéramos hermanos. Allí nadie podía ser un farsante, y no había ministra ni escritor que valieran, ni médico, arquitecto, abogado, ingeniero, periodista o psiquiatra. Nadie era nada más que el que siempre fue en clase. “Ellos me conocen bien”, pensé, “nunca podría engañarlos: todos sabemos cómo es cada uno, aquí no cabe ningún fingimiento”. Oh, y me sentí tan cómodo, tan a salvo y tan a resguardo. Hablé con la primera niña -niña entonces- que me gustó, a los cuatro años, María José Gancedo, simpatiquísima; y con la segunda, a los seis, Margarita Castillo; reconocí a Marín y a Peña, y el primero montó un DVD con viejas fotografías que nos sumergió aún más no en el pasado, sino en el tiempo que está siempre ahí, esperándonos; a Onís y a Tatay, antaño pendencieros y que hoy organizan safaris; a Lambea y a Suárez-Carreño, y a los cariñosos Gamero, Salgado y Ruiz-Bravo; a Marianne, Suseta, Asun y María Rosa, a Carmen Bernis y a Lola Lantero, ahora rubia casi platino; estaba Mercedes, también muy simpática, sin guardaespaldas por una vez porque allí era donde menos los necesitaba. No puedo nombrarlos a todos. Dos han muerto: mi mejor amigo de la primera infancia, Bauluz, y África, de la que alguien contó cómo en otra reunión, a la que no asistí, se despidió de Gonzalo Domínguez Torán con un beso casi cincuentón en la boca, y le dijo: “Tenía esto pendiente desde la niñez. Ahora ya me quedo tranquila al respecto”. Brindamos por ellos y por otros ausentes: Inés Ortega, Liven Porter, Javier Fernández del Riego, Paloma Agrasot, Rafael López Barrantes, algunos no habían podido venir desde América.

Preferí no quedarme hasta el final. No quería irme cuando ya no hubiera más remedio y por ende sentirme “expulsado” de la verdadera vida, de la más auténtica, de aquella en la que no hay disimulos y todo es diáfano. Me rondaban dos pensamientos contradictorios, o eran sentimientos: por un lado, “Si siguiéramos aquí un día tras otro, sería una pesadilla”. Por otro, y era más fuerte, “Que no se acabe, por favor, que no se acabe esto”. Por eso me fui, cuando aún quedaban muchos y muy animados. Para acabar yo la experiencia feérica, de abolición o más bien compresión del tiempo, y que no fuera otro quien me la terminara, ni siquiera el anfitrión delicado y generoso. Porque, como dijo alguien, volvimos a ser nosotros, sólo que disfrazados de mayores. Nuestros muchos años, nuestras profesiones y fracasos o logros, nuestras mujeres o maridos e hijos, pasaron a no ser más que eso, disfraces que se ponen los niños.

JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 4 de enero de 2009

Yo ya lo he dicho antes: mis amigos de colegio son los mejores amigos que tengo. Es como dice Marías, cada vez que nos reunimos es como si el tiempo se hubiera detenido, como si la vida se hubiera quedado en esos años, como si volviéramos a tener los mismos pocos años de entonces y estuviéramos listos para empezar una carrera de carpetas.

Esto va para ellos. También va para los que acaban de empezar un año escolar más. Y para aquellos que han visto a sus hijos vistiendo uiforme escolar por primera vez este año.