LA ZONA FANTASMA. 4 de enero de 2009.
Disfrazados de mayores
Como a cualquiera en las mismas circunstancias, la reunión me hacía ilusión y me daba miedo, luego me puso nervioso. En 1968 acabé el preuniversitario y salí del colegio Estudio, en el que había permanecido desde los cuatro años. Hace una semana, a instancias de uno de los pocos compañeros con los que mantengo amistad, José Manuel Vidal, que además es mi cardiólogo desde hace un decenio, unos cuarenta miembros de aquella promoción fuimos a su casa y nos vimos las caras, en algún caso por primera vez en cuarenta años. Mercedes Cabrera, la Ministra de Educación, y yo teníamos la ventaja de que esa cara se nos ve en la prensa de vez en cuando y era difícil que le diéramos un susto a nadie. Da temor encontrarse con cincuenta y siete años a quienes dejamos de ver con dieciséis o diecisiete. De hecho dudaba que fuera aconsejable. A algunos los había vuelto a ver hacía veinte, con motivo de una reunión similar, pero eso es también mucho.Fue muy agradable y divertido, y, tras unos segundos de desconcierto, todo el mundo resultó reconocible. Había que hacer una corrección de enfoque, acoplar la cara infantil o juvenil que uno guardaba en la memoria a la del hombre o la mujer maduros que tenía ahora uno enfrente. A los pocos minutos, en el peor de los casos, se obraba una superposición y, por así decir, uno conseguía “encajar” las dos imágenes, la del pasado remoto y la del presente, sin que ésta borrara aquélla del todo ni aquélla desmintiera del todo a ésta. Nadie preguntaba mucho por la vida actual de cada cual, más allá del “Qué tal te va” impuesto por la educación. Esa vida actual en realidad no interesaba, a ninguno nos importaba saber a qué se dedicaba el otro, si tenía hijos, mujer o marido, porque en seguida se congeló el tiempo y empezamos a tener la sensación de que la vida verdadera era aquella, la de estar todos juntos sin profesión ni ataduras, en la vaga y eternizada expectativa de la infancia, y de que cuanto había ocurrido y venido después de separarnos era accidental y secundario, una especie de desviación de lo natural, o de error, o acaso un larguísimo sueño que tocaba a su fin al reencontrarnos aquella noche, como si pensáramos: “Este es mi lugar. Estos son mis compañeros primeros, con los que eché a andar por el mundo y con los que conviví a diario durante trece años fundamentales; aquí están las primeras chicas que me gustaron, mis primeros enemigos con los que me pegué en el patio para luego hacer siempre las paces; aquí están mis primeros amigos a los que procuré ser leal, aquí mi primera representación del mundo, en la que aprendí ya casi todo”.
Era curioso ver y sentir el afecto espontáneo con que nos tratábamos todos (hasta los que no nos caíamos muy bien en el colegio), con una natural tendencia a abrazarnos, a pasar una mano cariñosa por el brazo, a que las mujeres, cuando la noche ya estuvo avanzada y tomamos asiento, apoyaran sus cabezas cansadas en los hombros de los hombres en quienes confiaban, como si fuéramos hermanos. Allí nadie podía ser un farsante, y no había ministra ni escritor que valieran, ni médico, arquitecto, abogado, ingeniero, periodista o psiquiatra. Nadie era nada más que el que siempre fue en clase. “Ellos me conocen bien”, pensé, “nunca podría engañarlos: todos sabemos cómo es cada uno, aquí no cabe ningún fingimiento”. Oh, y me sentí tan cómodo, tan a salvo y tan a resguardo. Hablé con la primera niña -niña entonces- que me gustó, a los cuatro años, María José Gancedo, simpatiquísima; y con la segunda, a los seis, Margarita Castillo; reconocí a Marín y a Peña, y el primero montó un DVD con viejas fotografías que nos sumergió aún más no en el pasado, sino en el tiempo que está siempre ahí, esperándonos; a Onís y a Tatay, antaño pendencieros y que hoy organizan safaris; a Lambea y a Suárez-Carreño, y a los cariñosos Gamero, Salgado y Ruiz-Bravo; a Marianne, Suseta, Asun y María Rosa, a Carmen Bernis y a Lola Lantero, ahora rubia casi platino; estaba Mercedes, también muy simpática, sin guardaespaldas por una vez porque allí era donde menos los necesitaba. No puedo nombrarlos a todos. Dos han muerto: mi mejor amigo de la primera infancia, Bauluz, y África, de la que alguien contó cómo en otra reunión, a la que no asistí, se despidió de Gonzalo Domínguez Torán con un beso casi cincuentón en la boca, y le dijo: “Tenía esto pendiente desde la niñez. Ahora ya me quedo tranquila al respecto”. Brindamos por ellos y por otros ausentes: Inés Ortega, Liven Porter, Javier Fernández del Riego, Paloma Agrasot, Rafael López Barrantes, algunos no habían podido venir desde América.
Preferí no quedarme hasta el final. No quería irme cuando ya no hubiera más remedio y por ende sentirme “expulsado” de la verdadera vida, de la más auténtica, de aquella en la que no hay disimulos y todo es diáfano. Me rondaban dos pensamientos contradictorios, o eran sentimientos: por un lado, “Si siguiéramos aquí un día tras otro, sería una pesadilla”. Por otro, y era más fuerte, “Que no se acabe, por favor, que no se acabe esto”. Por eso me fui, cuando aún quedaban muchos y muy animados. Para acabar yo la experiencia feérica, de abolición o más bien compresión del tiempo, y que no fuera otro quien me la terminara, ni siquiera el anfitrión delicado y generoso. Porque, como dijo alguien, volvimos a ser nosotros, sólo que disfrazados de mayores. Nuestros muchos años, nuestras profesiones y fracasos o logros, nuestras mujeres o maridos e hijos, pasaron a no ser más que eso, disfraces que se ponen los niños.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 4 de enero de 2009
Yo ya lo he dicho antes: mis amigos de colegio son los mejores amigos que tengo. Es como dice Marías, cada vez que nos reunimos es como si el tiempo se hubiera detenido, como si la vida se hubiera quedado en esos años, como si volviéramos a tener los mismos pocos años de entonces y estuviéramos listos para empezar una carrera de carpetas.
Esto va para ellos. También va para los que acaban de empezar un año escolar más. Y para aquellos que han visto a sus hijos vistiendo uiforme escolar por primera vez este año.
Y eso pasa en todas partes, en todas las épocas y en todos los niveles. Los recuerdos y las vivencias del colegio nunca se olvidan, no es cierto?
ResponderEliminarQue bueno esto, creo que a todos nos pasa lo mismo. En mi caso nunca perdí contacto con mis más amigas, el año pasado se celebraron los 25 de salir del colegio y no pude ir a Lima, pero recibí muchos mails con fotos de chicas que si fueron y a las cuales no veía hace 25 años exactamente y era como si no hubiera pasado un solo día...hoy estamos muchísimas conectadas en el facebook (otro lado positivo del face gaby :)) y la verdad es que se dejaron atrás los grupetes y somos todas iguales. Espero poder ir a los 30!!!!
ResponderEliminarBesos
El único peligro es no alimentar la relación, y que el único tópico común sean esos años de convivencia que ya están como embalsamados.
ResponderEliminarAsí es Lina... nunca se olvidan.
ResponderEliminarQué pena que no hayas podido estar en tu fiesta de Bodas de Plata de egresada, Katy. A mí me faltan unos añitos todavía, je, je.
Lo de Grupete es un nombre cariñoso en nuestro caso. No sé de dónde salió, pero es la manera como llamamos nosotros mismos al grupo. En cuanto a Facebook, sigue sin convencerme del todo.
Solamente puedo hablar por mi propia experiencia, AleMamá. Cuando los del salón nos reunimos, hablamos de tiempos pasados, pero también de tiempos actuales. Es una incomparable relación sin tiempo.
Hola Gabriela:
ResponderEliminarCierto. Hablar de tiempos pasados...pero también de tiempos actuales, es una combinación ineludible.Pese a que los tiempos actuales puedan, en muchos casos, estar ampliamente sustentados en los años idos.
Un beso.
yo ando de luto acaban de darnos la noticia que la escuela donde estudié toda la vida cerrará sus puertas... no existirá más.
ResponderEliminarsiento que pierdo parte de mi historia.
Marias y tu tienen mucha razon.
ResponderEliminarAsí es Esteban, es ineludible relacionar el pasado con el presente. Lo que somos con lo que fuimos.
ResponderEliminarLo siento mucho, Zocadiz. Mi colegio se mudó a un local más grande. Yo empecé en el local chico y terminé en el más grande, que era mucho mejor. En lugar del colegio antiguo hay ahora edificios y la sede de un banco. Aunque mi colegio sigue existiendo en otro sitio, siempre siento ese sabor a nostalgia cuando paso por esos edificios y ese banco.
Por supuesto que Marías tiene razón: somos niños jugando a adultos.
Que lindos recuerdos!!!! el cole es la época más linda , como tu decis eramos todos iguales . Loa años pasan y las personas tb .
ResponderEliminarUn beso , cuidate .
Nancy
Si Nancy, es la época más linda y que muchas veces extrañamos tanto que nos olvidamos de sus partes malas... que si que las tiene.
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