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Para las dos primeras partes, ver
acá y
acá.
G no se equivocó con su cálculo: en los primeros meses de 2011, recibió una nueva notificación a través de la cual le pedían que presentara copia autenticada notarialmente de todos sus recibos de honorarios emitidos durante el ejercicio 2008 y copia autenticada notarialmente de todos los certificados expedidos por las empresas a los que había prestado servicios y que acreditan ls retenciones de impuestos correspondientes al ejercicio 2008. Le concedían el magnánimo plazo de cinco días útiles para presentar todos los documentos.
El colmo, pensó G. Ya ni es necesario decir a dónde le llegaba el hartazgo en este punto de la historia. Simplemente le parecía increíble que le pidieran tal cantidad de documentos, con acreditación notarial encima que, obviamente, debía salir de su bolsillo.
Lo recomendable sería solicitar dichos certificados de retenciones al término de cada ejercicio, pero G no lo ha hecho nunca. Nunca los había necesitado y ciertamente en esta oportunidad no se iba a angustiar por eso. Total, pensó, si alguien debe probar que percibe ingresos como si figurara en la planilla de la universidad es el ente administrador y nadie más.
Preparó un nuevo escrito. En tono cargado de
cachita, dijo que no tenía la menor intención de perder tiempo ni menos dinero en conseguir y certificar una serie de documentos que ya había entregado en copias simples ni en solicitar los certificados de retención. Terminó diciendo que el error no venía de su parte sino de una confusión por parte del ente administrador y que de ninguna manera iba a darles gusto con su pedido, porque esa no es la manera de generar una cultura de confianza hacia los contribuyentes. En buena cuenta: más les valía creer en su dicho sustentado con lo que ya había mandado porque no iba a hacer ningún esfuerzo por ayudarlos.
Cuando G fue a entregar el documento, la persona de la mesa de partes le lanzó una mirada extrañada. Tal vez nunca había leído un escrito con esas palabras.
Para no hacer más largo este relato, lo termino acá. La semana pasada, G recibió una nueva notificación, casi siete meses después de la anterior. Esta vez, era la copia de la notificación enviada a la universidad con nombre de santo que, como deferencia, hacían llegar simultáneamente a G. Al leerla, G no pudo aguantar la risa: se le pedía a la universidad que enviara la relación de pagos hechos a G durante el ejercicio 2008.
¿Qué parte de toda la historia no han entendido estos?, se dijo. Su risa fue primero porque no le decían ni una palabra sobre su escrito faltoso. Su risa también fue porque su nombre estaba mal escrito, o sea que la universidad jamás iba a encontrar ese nombre en sus planillas, aunque figurara en esas planillas (
punto a mi favor, se dijo feliz de la vida). Pero lo que más risa le dio fue que a la enorme universidad le concedían el archimagnánimo plazo de tres días útiles para remitir la información. Pensando en lo que demora un papel en pasar de un escritorio a otro era casi seguro que el destinatario final lo recibiría cuando esos tres días estuvieran mucho más que vencidos.
La historia llega hasta acá. Fue cuando supe de esta notificación que empecé a contar esta historia en tres partes. Prometo actualizarla a medida que avance, siempre que G lo permita. Todo este relato viene con su autorización. A ver cuánto demora un cuarto episodio de la trama.
Mientras tanto, G, a tener paciencia nomás.
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