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- Abu, cuéntame de cuando eras chiquita.
Quien habla es mi nieta de ocho años. No me sorprende pues más de una vez me ha pedido que le hable de mis vivencias de niñez. Imagino que le sonarán lejanas en tiempo, espacio y dimensión.
Yo nací en la década de 1940, en una pequeña ciudad de Loreto, en la selva de nuestro Perú. Mi infancia fue dulce y serena, pero felizmente ni triste ni sola. Está llena de recuerdos buenos y de los otros, pero mayormente buenos.
- A ver, ¿qué quieres que te cuente?
- ¡Del carro de lujo! –responde, con un brillo en los ojitos que me anima a contarle.
- En la ciudad donde yo crecí, no había muchos carros. No se necesitaba tener carro porque el sitio es chico, a todos lados nos íbamos caminando. Además mi papá, tu bisabuelo Pedro, era un gran caminante y con él a su lado, mi hermana y yo recorríamos a pie casi todas las calles de nuestro rinconcito del mundo.
- Yo también tengo mi rinconcito en el mundo, pero ir caminando me cansa a veces.
- Bueno, es que no teníamos otra manera de ir de un sitio a otro.
Traté de imaginar lo que una niña nacida en el siglo XXI piensa de los recuerdos de su abuela, no solamente por los años que nos separan, sino por el hecho de ser ella una limeña acostumbrada a una urbe enorme, llena de carros, movimiento, gente, tiendas y no a una ciudad pequeña donde la gente vivía con las puertas abiertas como dando la bienvenida a personas amigas y donde a veces el medio de comunicación eran las campanadas de la iglesia. Un tiempo sin televisión, sin computadoras, sin celulares debe sonarle como ciencia ficción o relatos de una realidad alterna en un universo paralelo.
- ¿Quieres que te cuente? –le dije, volviendo a este tiempo.
- Sí, abu, por favor.
- Bueno, no había muchos carros. En verdad, solamente había dos carros, y los dos eran de la misma familia.
- ¡¿Dos carros nada más?! –su voz denota una incredulidad enorme. En su cabeza no cabe que existieran únicamente dos carros para toda la gente.
- Sí, dos carros. Ya te digo que no necesitábamos más porque caminábamos a todas partes. Uno de esos carros era una camioneta con tolva, de color azul, con la pintura bastante oxidada. Casi ni se movía de su sitio, creo que no funcionaba. Nunca lo vi en ninguna otra parte más que en la entrada de la casa de esta familia.
Mis recuerdos volaron a esa calle paralela a la de mi casa. Cada vez que iba al colegio con mi hermana pasábamos por la esquina y ahí estaba estacionada la camioneta azul. Siempre. Todos los días. Recién ahora me pregunto qué hubiera sentido si un día no la hubiera visto al pasar por ahí. En ese tiempo, nunca nos preguntábamos para qué servía un auto que vivía estacionado.
- El otro carro era cosa seria. Era un auto, como cualquier carro que ves por la calle, con cuatro puertas. Ese sí era nuevo, de color verde. Sus asientos también eran de color verde.
- No me gusta mucho el color verde.
- Se veía muy elegante. Recuerdo la primera vez que lo vi. Parecía magia, como los carros que solamente había visto en el cine. Me hubiera encantado pasear en ese carro.
Cómo olvidar ese día. Un ruido extraño y nuevo llenó las calles. Todos salimos corriendo a ver qué era y nos quedamos con la boca abierta y el corazón acelerado cuando lo vimos pasar. “Así deben pasearse los ángeles”, recuerdo que pensé.
- ¿Te subiste alguna vez?
- No, pero por la ventana podíamos ver los asientos. A veces nos lo encontrábamos estacionado afuera de la municipalidad, o frente a alguna casa. Entonces, tu tía y yo nos quedábamos asombradas mirándolo. Los otros niños también lo miraban, probablemente como tú te quedarías mirando una nave espacial si la encontraras estacionada frente a tu casa.
- ¿Y quién manejaba? – quiso saber.
- Un señor que era amigo de mi papá. Cuando nos encontraba mirando su carro con la boca abierta se reía, nos decía con una sonrisa amplia “cualquier día, los llevo a pasear”. Y todos soñábamos con ir a pasear en ese carro tan lindo.
- ¿Y se fueron a pasear?
- No, eso nunca pasó.
- ¿Por qué? –su tono me hizo recordar la decepción que sentíamos cada vez que oíamos pasar el carro pensando cuándo podríamos subir.
- No sé. Supongo que en realidad el señor no tenía pensado llevarnos a pasear, pero lo decía porque nos veía la cara de ansiedad. Era un hombre muy bueno.
- Abu, pero, si nadie manejaba en ese sitio, ¿dónde aprendió a manejar ese señor?
- Ah, es que él había vivido un tiempo en una ciudad más grande y ahí aprendió a manejar.
De nuevo retrocedí en el tiempo. Volví a mi salón de clases y cómo nos alborotábamos cuando escuchábamos el ruido característico del carro de lujo pasando por las afueras del colegio. Tratábamos de verlo pasar, pero para eso había que estar al lado de la ventana.
Lo que queríamos era ver si algún otro niño estaba gozando de un paseo en esa maravilla verde.
Hasta donde sé, nunca nadie más que el dueño y su esposa se subieron al carro más famoso de mi pequeño rincón del mundo. Ahí donde los amaneceres pintan de anaranjado el río, donde la lluvia toca música cuando golpea los techos metálicos de las casas, donde las flores son de plástico y hay que mandarlas a hacer porque no crecen en los jardines, donde las manzanas son artículos de lujo que no se tiene todos los días, donde la tierra mojada tiene un olor característico que a veces siento percibir, donde el cariño viene en forma de plátanos, gallinas y sonrisas.
Donde ver pasar un carro de lujo era motivo de alegría.
Poetico. Lindo y simple.
ResponderEliminarGracias.
EliminarQué lindo y emocionante leer esas vivencias de la abuela: del carro de lujo, del rinconcito querido del mundo donde hay amaneceres y también atardeceres maravillosos (que no vemos en esta ciudad gris), donde hay flores de papel crepé de colores y donde los regalos son verduras, legumbres y frutas sembradas y cosechadas en su tierrita querida.
ResponderEliminarLa añorada vida simple, ¿no?
EliminarMe ha emocionado hasta las lágrimas tu historia del carro de lujo. Son recuerdos tiernos y dulces que persistirán en el tiempo mientras haya personas que las compartan, como lo haces en este blog.
ResponderEliminarEs la idea, perpetuar historias de tiempos idos para que todos sepamos cómo era antes la vida simple.
EliminarQué tierna historia, Gabriela... Me hace recordar cómo el padre de una de nosotras contaba a su nieta historias simples pero llenas de sentimiento...
ResponderEliminarBesos mil de las dos.
J&Y
Los abuelos, y los adultos en general, son un baúl de conocimientos que bien vale la pena pasar a las siguientes generaciones. Yo trato de hacerlo siempre.
EliminarCómo nos gustan las vivencias de las abuelas en forma de recuerdos e historias. Bonito y tierno relato, Gabriela.
ResponderEliminarBesos
Será porque ese pasado misterioso que no vivimos y que nos atrae tanto las hace interesantes y fascinantes.
EliminarOs relatos e recordações dos avós são absolutamente mágicos para uma criança.
ResponderEliminarSiempre, Nina. A mí me pasa, me llevan a otros tiempos y lugares con la imaginación, y qué mejor de la mano de quien vivió esas historias.
EliminarSólo dos carros, y ahora cada miembro de la familia tiene uno. En los años 60 pocos teníamos coche e íbamos andándo en la ciudad a todad partes.
ResponderEliminarBonitos recuerdos.
Buen miércoles.
Besos.
Así es, Laura, apenas dos carros para todo el pueblo. Y si lo piensas bien, era solamente uno porque el otro nunca salía de su eterno estacionamiento.
EliminarRecuerdo que cuando era niña le preguntaba a mi abuelo si él conducía cuando era joven (mi abuelo murió hace ya unos años con 96 años así que imagínate las diferencias entre su vida y la mía)siempre contaba que conducía un Ford T de manivela (con el que tenias que tener cuidado porque si te podia llevar la mano si no la apartabas en el momento oportuno). Tú historia me ha recordado a mi propio abuelo y sus historias... Ainsss! Cómo le echo de menos!!! Un beso
ResponderEliminarMi abuelo llegó a los 99 años, en perfecto estado de salud. Solamente pasó enfermo los últimos 15 días de su vida. Estaba lleno de historias y vivencias. Un hombre excepcional, sin duda.
EliminarEstupenda "reconstrucción" Gabriela.
ResponderEliminarMe recuerda cuando mi padre me sacaba a pasear por las calles de Santiago en un desvencijado Ford de 1929, su primer auto en Chile, a fines de los años 40. Pese a su antigüedad, para entonces en cierto modo era un lujo. Fueron tiempos de calles y avenidas semi-vacías y tránsito fácil.Inimaginable en pleno 2017.
Totalmente inimaginable, Esteban. Cuando veo filas de autos a cualquier hora me doy cuenta de que caminar nos hace mantener la cordura.
EliminarMe has recordado a tiernas historias y avivado recuerdos.
ResponderEliminarMuchos besos y gracias por tu apoyo
Lo mejor para ti, siempre, Inma.
EliminarCada vez que escribes sobre estos temas, me regresas al pasado y añoro esos tiempos en que las cosas sencillas de nuestra época. Bueno, no de tu época, nos llenaban de alegría.
ResponderEliminarUn abrazo por recordarme ese lindo pasado.
Un pasado de que de alguna manera compartes, Yvette.
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