Ese día, Mercedes se despertó temprano. Como siempre, sin ayuda de ningún despertador. Al abrir los ojos, su primer pensamiento fue de cansancio. Si por una vez pudiera quedarme en el cama un rato más, se dijo. Pero sabía que era inútil. Toda su vida, casi desde que tenía uso de razón, había tenido que levantarse temprano. Aunque no tuviera necesidad. Ya se había acostumbrado. En el fondo, sabía muy bien que aunque tuviera la oportunidad, no dejaría de levantarse casi al amanecer.
Además del cansancio, como siempre, sintió que le dolía todo. Como se dice, le dolía desde la raíz del pelo hasta las uñas de los pies. En su caso, no era exageración ni una simple frase hueca. Realmente le dolía todo. Se moviera o no se moviera, hiciera esfuerzos o no hiciera esfuerzos, daba lo mismo. Como siempre, el dolor estaba presente. Era una compañía constante. A veces hasta lo sentía como un amigo fiel que nunca la abandonaba. Quizás hasta lo echaría de menos si un día dejara de sentir dolor.
Se levantó de su sencilla cama plegable. La oyó crujir, como siempre. Recordó la vez que le puso aceite a los resortes. Y recordó cómo extrañó ese crujido compañero. Lo echó en falta hasta que finalmente volvió. Fue recién con ese regreso que pudo volver a dormir tranquila.
Escogió la ropa que se pondría ese día. No era una tarea muy difícil porque no eran muchas sus opciones. No solamente porque tenía muy poca ropa, sino porque además era casi toda igual, de colores oscuros, nada llamativa.
Así transcurrió su mañana. Rutinaria. Repetitiva. Empezó con la limpieza, como siempre... hasta que se vio obligada a postergarla porque notó que se le había acabado el detergente. Notó también que quedaba muy poco jabón. Así que sacó la cajita donde guardaba su plata. Era de las que seguía cobrando en el banco mes a mes, nunca había optado por abrir una cuenta de ahorros para que se la depositaran mensualmente. ¿Y si se olvidan y un mes no me depositan?
Tomó algunas monedas, las metió en su diminuto monedero y partió al supermercado. Le gustaba sentir el aire friecito de la mañana, de la época en que los días fríos y húmedos comienzan a escasear y se asoman de vez en cuando tímidos y ocasionales rayos de sol. Le gustaba adivinar de dónde venían y a dónde iban las personas con las que se cruzaba en su camino. Discretamente, no fuera a ser que las incomodara.
Llegó a la tienda y se dio permiso para recorrer los pasillos sin apuro. Al cabo de un rato, y con un poco de culpa por la demora, buscó el pasillo de los artículos de limpieza. Agarró una bolsita de detergente, de las más chicas. Y buscó el jabón más baratito. Ya tengo todo lo que he venido a comprar, y se encaminó a la caja.
A lo lejos las vio. Paltas en perfecto punto de maduración. Pocas veces se permitía un antojo. Lo pensó dos veces, y no hubo necesidad de una tercera vez. Escogió la más grande y se fue rápido a la caja.
Entregó sus pocas cosas a la cajera, que luego de saludarla con una amable sonrisa, empezó a marcar los artículos. No le tomó mucho tiempo terminar. La cajera mencionó el monto total, y a Mercedes se le hizo un nudo en la garganta. No le alcanzaba. Le faltaban 80 céntimos.
Mientras decidía qué dejar, sabiendo que la decisión razonable sería dejar la palta, la mujer que estaba detrás de ella dijo: señora, no se preocupe, yo le cubro esa diferencia. Y le entregó a la cajera los centavos que faltaban.
Mercedes se sintió tan agradecida y abrumada por ese gesto de una extraña que apenas atinó a voltear y agradecer con un movimiento de cabeza. Al salir de la tienda se dio cuenta de que estaba viviendo un día diferente. Colorido y diferente. Como nunca.
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El bloguero Cyrano, habitual lector y comentarista de este blog, ha lanzado su libro "El párkinson y yo", donde cuenta sus experiencias como paciente con esa condición médica. Es una lectura muy interesante que les recomiendo y que nos hace ver las cosas desde los zapatos del otro, una de las enseñanzas de vida que practica Atticus Finch.
Además del cansancio, como siempre, sintió que le dolía todo. Como se dice, le dolía desde la raíz del pelo hasta las uñas de los pies. En su caso, no era exageración ni una simple frase hueca. Realmente le dolía todo. Se moviera o no se moviera, hiciera esfuerzos o no hiciera esfuerzos, daba lo mismo. Como siempre, el dolor estaba presente. Era una compañía constante. A veces hasta lo sentía como un amigo fiel que nunca la abandonaba. Quizás hasta lo echaría de menos si un día dejara de sentir dolor.
Se levantó de su sencilla cama plegable. La oyó crujir, como siempre. Recordó la vez que le puso aceite a los resortes. Y recordó cómo extrañó ese crujido compañero. Lo echó en falta hasta que finalmente volvió. Fue recién con ese regreso que pudo volver a dormir tranquila.
Escogió la ropa que se pondría ese día. No era una tarea muy difícil porque no eran muchas sus opciones. No solamente porque tenía muy poca ropa, sino porque además era casi toda igual, de colores oscuros, nada llamativa.
Así transcurrió su mañana. Rutinaria. Repetitiva. Empezó con la limpieza, como siempre... hasta que se vio obligada a postergarla porque notó que se le había acabado el detergente. Notó también que quedaba muy poco jabón. Así que sacó la cajita donde guardaba su plata. Era de las que seguía cobrando en el banco mes a mes, nunca había optado por abrir una cuenta de ahorros para que se la depositaran mensualmente. ¿Y si se olvidan y un mes no me depositan?
Tomó algunas monedas, las metió en su diminuto monedero y partió al supermercado. Le gustaba sentir el aire friecito de la mañana, de la época en que los días fríos y húmedos comienzan a escasear y se asoman de vez en cuando tímidos y ocasionales rayos de sol. Le gustaba adivinar de dónde venían y a dónde iban las personas con las que se cruzaba en su camino. Discretamente, no fuera a ser que las incomodara.
Llegó a la tienda y se dio permiso para recorrer los pasillos sin apuro. Al cabo de un rato, y con un poco de culpa por la demora, buscó el pasillo de los artículos de limpieza. Agarró una bolsita de detergente, de las más chicas. Y buscó el jabón más baratito. Ya tengo todo lo que he venido a comprar, y se encaminó a la caja.
A lo lejos las vio. Paltas en perfecto punto de maduración. Pocas veces se permitía un antojo. Lo pensó dos veces, y no hubo necesidad de una tercera vez. Escogió la más grande y se fue rápido a la caja.
Entregó sus pocas cosas a la cajera, que luego de saludarla con una amable sonrisa, empezó a marcar los artículos. No le tomó mucho tiempo terminar. La cajera mencionó el monto total, y a Mercedes se le hizo un nudo en la garganta. No le alcanzaba. Le faltaban 80 céntimos.
Mientras decidía qué dejar, sabiendo que la decisión razonable sería dejar la palta, la mujer que estaba detrás de ella dijo: señora, no se preocupe, yo le cubro esa diferencia. Y le entregó a la cajera los centavos que faltaban.
Mercedes se sintió tan agradecida y abrumada por ese gesto de una extraña que apenas atinó a voltear y agradecer con un movimiento de cabeza. Al salir de la tienda se dio cuenta de que estaba viviendo un día diferente. Colorido y diferente. Como nunca.
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