El domingo 1 de julio, como parte de las actividades de la Cumbre de Medios Ciudadanos de Global Voices 2012, elegí visitar el Museo Nacional de Nairobi.
El museo contiene de manera resumida toda la historia de Kenia, dividida en diferentes salones, donde podemos observar prácticamente todos los momentos de la biografía de este país, con imágenes, estatuas, cuadros, exhibiciones de armas, de vestimentas de distintas épocas. En realidad, la manera en que está organizado no es muy diferente de la de cualquier otro museo de Historia que hubiera visitado antes.
Por todos lados, había grupos paseando por los ambientes, deteniéndose a mirar las vitrinas, comentando y señalando esto y lo otro.
De todos esos grupos, hubo uno que llamó mi atención. Era a todas luces una familia compuesta de papá, mamá, y tres hijos: dos mujeres y un hombre, de los cuales el niño aparentaba ser el mayor.
En algún momento, descubrí que la niña más pequeñita me miraba fijamente. Imagino que se me notaba a la legua que yo no era de ahí, y que eso despertó la curiosidad de la niñita. En lugar de molestarme una mirada tan atenta, le devolví la mirada, probablemente con la misma curiosidad con que ella me miraba a mí.
Tenía el pelo peinado ordenadamente en dos colitas, preciosamente separadas con unos elásticos con adornos tejidos en croché, un abrigo de color crema que le llegaba hasta las rodillas, cuyos puños y cuello tenían un tono un poco más oscuro. Y calzaba unas botas negras relucientes, impecablemente lustradas. Me hizo pensar y extrañar a otra niña de casi el mismo tamaño, a la que le encanta usar y mostrar sus botas.
Esos breves segundos que duró nuestra mutua inspección causaron que se separara del grupo con el que estaba. Cuando se dio cuenta de que los demás estaban a unos cuantos metros de ella, se fue corriendo. El resto del grupo ni siquiera había notado su ausencia, pero la mamá le dio la mano y siguieron caminando juntos.
En el instante preciso antes de salir del salón en el que estábamos, se volteó y me dedicó una mirada final. Le hice adiós con la mano. No pude ver su reacción. Se habían ido todos.
La casaca perdida
Los días en Nairobi eran fríos muy temprano y hacia el atardecer. Alrededor del mediodía, el sol asomaba y calentaba los ambientes. En realidad, no era necesario mucho abrigo. Una casaca, chaqueta, saco o campera delgada era suficiente, e imprescindible en las horas en que se sentía más frío.
Por eso, era habitual que casi todos anduviéramos con la prenda de abrigo en la mano hasta que volviera a ser útil. Como suele suceder, algunas personas estaban todo el día con manga corta y no parecían sentir el más mínimo frío.
El penúltimo día de las reuniones, tuvimos una parrillada, cortesía de Global Voices. En algún momento, sentí calor y me quité la casaca. Pensé en amarrármela a la cintura, pero finalmente opté por tenerla en la mano.
Todo iba bien hasta que me di cuenta de que no tenía nada en la mano. La casaca estaba desaparecida. Miré por todos lados, debajo de las mesas, debajo de las sillas, por todos los lugares por los que había pasado. Nada. Ni rastro.
Casi me había resignado a su pérdida cuando se me acercó una de las chicas del servicio del hotel. Me preguntó qué pasaba, y cuando se lo conté, me dijo que iba a hablar con su jefe para hacer un anuncio a través del altavoz. Me pidió una descripción de la prenda, que ella anotó diligentemente, y partió a entregársela a su jefe.
Mi compañera de cuarto lo había visto todo y se me acercó a preguntar qué pasaba. Cuando le conté, me dijo que estuviera tranquila que seguro la casaca aparecía. No habían pasado ni dos segundos cuando me señaló a una silla algo distante, mientras me preguntaba: "¿no es esa que está ahí?"
Efectivamente, era. Me acerqué a la silla y la agarré sin dudarlo. De ahí, me fui a buscar a la chica para decirle que no se preocupara. La encontré en el preciso instante en que le daba a su jefe la descripción de la casaca. Se la mostré de lejos, y ella me hizo una seña, con cara de evidente alegría.
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