- No...
Antonio estaba arrepentido de haberle contado a su hermano lo que pasó ese día, hacía casi tres semanas. Ya estaba hecho y no lo podía deshacer. Ahora estaba resignado a aguantar sus burlas. En realidad, eso no le importaba tanto como encontrar a la esquiva princesa, como la había bautizado Ricardo.
Tres semanas antes, Antonio había salido a comprar a la bodega. Un repentino antojo de un chocolate lo hizo levantarse de donde estaba sentado, hojeando el periódico sin muchas ganas. Tomó unas monedas del lugar habitual en el siempre había monedas y caminó la breve cuadra que separaba su casa de la bodega de la esquina.
Sabía exactamente qué chocolate quería, pero de todas maneras paseó la vista por la parte del mostrador donde estaban expuestos todos los chocolates. En realidad buscaba uno con nombre de una ciudad italiana, con alegre envoltura roja, pero la fábrica lo había descontinuado hacía años sin ninguna explicación. Sin justificación además, porque era el chocolate más delicioso que su memoria guardaba.
En fin, se dijo, y escogió otro de envoltura roja, de sabor igualmente muy agradable. Pagó y salió.
Y ahí ocurrió.
Ella. La esquiva princesa, sentada en el asiento del copiloto de un carro rojo. Curiosamente, vestida con una casaca también roja, aunque de tono diferente al del carro. Antonio recordaba la secuencia como en cámara lenta. Fue todo muy rápido. Ni siquiera tuvo tiempo de sentirse como un tonto con el chocolate en la mano y la boca abierta, que fue como estaba en el preciso instante en que la esquiva princesa lo vio. Eso quedó para después. En ese fugaz lapso, ella se lo quedó mirando una fracción de segundo, y le sonrió en una fracción de esa fracción de segundo.
Antonio no atinó a nada. En el último instante, justo cuando el carro volteaba la esquina, su cerebro despertó. Dio una mirada a la placa, y apenas alcanzó a ver los números: 149. Un carro rojo como miles de Lima, cuya placa terminaba en 149.
Llegó a su casa como en una ensoñación, sin ser muy consciente de lo que hacía y decía. Era la única explicación que tenía para haberle contado todo a Ricardo. Eso no importaba ya.
Lo único importante era encontrar el carro rojo. Antonio no creía que fuera muy difícil. Total... sabía la marca y el modelo del carro. No tenía las letras de la placa, pero si tenía los números. ¿Cuántos carros con esa característica podía haber por ahí? No creía que muchos. Pondría manos a la obra.
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Tres semanas antes, Antonio había salido a comprar a la bodega. Un repentino antojo de un chocolate lo hizo levantarse de donde estaba sentado, hojeando el periódico sin muchas ganas. Tomó unas monedas del lugar habitual en el siempre había monedas y caminó la breve cuadra que separaba su casa de la bodega de la esquina.
Sabía exactamente qué chocolate quería, pero de todas maneras paseó la vista por la parte del mostrador donde estaban expuestos todos los chocolates. En realidad buscaba uno con nombre de una ciudad italiana, con alegre envoltura roja, pero la fábrica lo había descontinuado hacía años sin ninguna explicación. Sin justificación además, porque era el chocolate más delicioso que su memoria guardaba.
En fin, se dijo, y escogió otro de envoltura roja, de sabor igualmente muy agradable. Pagó y salió.
Y ahí ocurrió.
Ella. La esquiva princesa, sentada en el asiento del copiloto de un carro rojo. Curiosamente, vestida con una casaca también roja, aunque de tono diferente al del carro. Antonio recordaba la secuencia como en cámara lenta. Fue todo muy rápido. Ni siquiera tuvo tiempo de sentirse como un tonto con el chocolate en la mano y la boca abierta, que fue como estaba en el preciso instante en que la esquiva princesa lo vio. Eso quedó para después. En ese fugaz lapso, ella se lo quedó mirando una fracción de segundo, y le sonrió en una fracción de esa fracción de segundo.
Antonio no atinó a nada. En el último instante, justo cuando el carro volteaba la esquina, su cerebro despertó. Dio una mirada a la placa, y apenas alcanzó a ver los números: 149. Un carro rojo como miles de Lima, cuya placa terminaba en 149.
Llegó a su casa como en una ensoñación, sin ser muy consciente de lo que hacía y decía. Era la única explicación que tenía para haberle contado todo a Ricardo. Eso no importaba ya.
Lo único importante era encontrar el carro rojo. Antonio no creía que fuera muy difícil. Total... sabía la marca y el modelo del carro. No tenía las letras de la placa, pero si tenía los números. ¿Cuántos carros con esa característica podía haber por ahí? No creía que muchos. Pondría manos a la obra.
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Qué poco amigable es la edición en línea del Diccionario de la Real Academia Española. Si uno se equivoca al escribir la palabra que busca, aunque sea por una letra, lo único que aparece un mensaje que dice "la palabra no existe". Otros diccionarios brindan una muy útil lista de sugerencias con palabras que se escriben de manera parecida.