Había entrado a esa casa incontables veces en los últimos años. La recepción siempre era cálida y acogedora. Los saludos venían cargados de risas, de bromas, de buenos deseos.
La primera de las últimas veces referidas a las visitas a la casa fue un frío día de fines de agosto. Esa vez la recepción no fue ni tan cálida ni tan acogedora. Diría que fue preocupante. Se sintió como si los años hubieran caído encima de golpe y porrazo. Sin aviso y de manera definitiva.
Luego vinieron las constantes idas y venidas, entradas sin permiso que con el pasar de los meses y las semanas se fueron haciendo más frecuentes. La casa en la que los recibimientos siempre habían sido cálidos y acogedores estaba ya vacía de gente. Pero no vacía de vida porque se podía notar que en cada rincón había pedacitos de algún recuerdo ajeno: una foto acá, un regalo más allá, detalles por casi todos lados. Por eso es que a veces sentía como si estuviera profanando la intimidad de quienes fueron sus ocupantes, escarbando en lo que fueron sus objetos más preciados.
Poco a poco, la casa comenzó a quedar vacía de cosas también. Tenía que quedar vacía, primero sin una fecha fija. Después, con plazos que comenzaron a correr. Literalmente a correr, y lo que en un comienzo se contaba por semanas y hasta por meses, comenzó a contarse por días.
En la última de las últimas veces referidas a la casa, en el jardín que sin duda había sido motivo de cuidados y orgullo de las personas que la habitaban, estaba una flor. Varias flores, mejor dicho. Lo raro es que en tantas veces de haber ido y venido a la casa las flores habían pasado desapercibidas. Pero ahí estaban, llenas de color y de vida.
La casa y todo lo que en ella había habido alguna vez se despedía con flores llenas de color y de vida. Una larga vida.
(*): Cloris.